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Luis Roncayolo

La Confesión del Shah

Señor, fue mi culpa -exclamó el rey- Tu eres el sol, la luz y el calor del mundo, Y yo un… perro traidor… Mi Señor debo confesarte que todo fue mi culpa. La batalla se perdió y es mi culpa. Mi hermano dirigía el ala derecha, a caballo, en compañía de los guerreros más nobles de nuestro reino, tuyo y mío. Su carga fue furiosa, tremenda, irresistible en medio de la lluvia de lanzas feroces.

Sabía que erraría en mi decisión, que me temblaría la voz, pero tienes que entenderme, por favor… estaba rodeado de generales y tus poderosos símbolos religiosos, el águila de oro, tu león dorado, y de plata y lapislázuli el estandarte del Simurg rey de las aves. Sin ningún amigo cerca, todos fieros patriarcas sobre caballos de acero y rodeados de sus propias cortes, y si mi corte son solo ellos, yo ni siquiera los conozco… el príncipe de Dagestán, tierra del imponente héroe Rostam, el rey Bujará con hombreras doradas y capa color del mar y el oro, dos hermanos de las grandes familias de la guerra de Partia, pero ningún conocido entre ellos, no tenía a ninguno de mis amigos alrededor, perdóname por favor, Señor. No tenía amigos cerca cuando sonaron las trompetas de los romanos al marchar.

Me arrepiento de haber dejado a mi hermano cargar contra las catafractas romanas y dar el pecho y la sangre en medio de sus compañeros de armas, mientras yo sostenía en alto el ala izquierda de los guerreros partos y jorasmios porque temía que mis guerreros armenios escondidos en la floresta cercana pudieran traicionarme, comprados con el oro del César, y envolver a mi guardia y a mí y a toda Persia. ¡Por supuesto que dejé a mi hermano cargar sin refuerzos, para salvar el reino, y dejé que los romanos lo envolvieran y masacraran. ¡Fui yo! ¡Es mi culpa!

Pero mi ala izquierda, lo partos a caballo en especial, desesperados ante la derrota masiva que sufría mi hermano, cargaron por su cuenta en medio de las aguas del pantano. No los pude detener, a pesar de que el comandante de los armenios también me ofrecía desde tierra que los dejara romper el envolvimiento de mi hermano, el príncipe. ¡Mi Dios! Discúlpame por favor, te imploro de todo corazón que me perdones, que no me castigues con los mil látigos de tu infierno, ese fuego eterno que nunca se apaga y penetra los huesos y los dientes, introduce sus cientos de miles de lengua en las grietas del alma, castigan con ardores inconcebibles, y hacen al castigado gritar en la más ardua agonía eternizada en el tiempo por aquella Voluntad que constituyó el cielo y la tierra, y esculpió a los hombres.

Detuve la carga de los armenios para impedir que apoyaran a mi hermano, el príncipe, lo hice por miedo a que el enemigo tuviera su caballería ligera escondida en la floresta y cargara sobre mí cuando estuviera desprotegido. Y también por miedo a que los príncipes y reyes de todo el reino de Irán hicieran lo que me temía por meses, pues sabía que oscuramente hablaban en sus palacios de verano, en los certámenes hípicos de las capitales de cada reino. Temía que hubieran intercambiado bolsas de dinero y discutido si era necesario deshacerse de mí, y que en mi lugar coronaran a mi hermano, el príncipe. Temía que habieran llegado múltiples cartas de estos nobles traidores al palacio de mi hermano y que él jamás me me hubiera reportado qué se decía en ellas. Lo admito por completo Señor, todo lo que te hice, cómo te ofendí arremitiendo contra mi propia sangre, que es tu reino. Discúlpame, perdóname, soy totalmente un miserable merecedor de los setecientos cuartos de tortura metafísica en los sesenta y seis palacios de tu infierno.

No puedo negártelo, yo era el que había dado la orden secreta al comandante de los lanceros jorasmios para que -al los partos romper filas para pelear a su modo salvaje y libre- rodearan a la nobleza que me protegía y en el momento de la portentosa aparición de un águila culebrera sobrevolando el campo de batalla, masacraran sin piedad a los príncipes y reyes de todo el reino de Irán… Y sus bravos hijos murieran con los huesos quebrados por las pisadas de sus confundidos y ensangrentados caballos, y sus armaduras ancestrales se doblaran bajo el pesos de los mazos de guerra y sus orgullosos pechos fueran perforados por las flechas tan sedientas de sangre aristocrática. Señor… ¿Me perdonas? ¡Te lo suplico, perdóname! Soy absolutamente indigno de la dulce mirada de tus ojos impolutos, mi más estupendo y grandioso Rey de los Dioses, Sol Poderoso, ¡Ohr Mazda!

Los armenios no lo entendieron y por eso huyeron, y del otro lado, tras la muerte de mi hermano, la destrucción de su caballería, y el repliegue de los partos y su subsecuente destrucción por las catafractas romanas. Lo admito mi Señor… tus estandartes de oro y marfil, tu águila de oro, león dorado, y de plata y lapislázuli tu estandarte del Simurg rey de las aves cayeron por el suelo en derrota y traición… Necesito tu perdón… No puedo con esta vergüenza hacia tí, pero no tenía alternativa más que proteger esto que mi padre de sus propias manos me dio… ¡Y mi hermano me quería quitar! ¡Además, tu águila culebrera apareció en el cielo como los sacerdotes habían augurado! Por eso los jorasmios me reconocieron a mí como rey y no a otro. Te suplico me perdones, y espero que con tu propio dominio sobre la tierra, el cielo y los dioses, entiendas la terrible carga que es la corona de todos los reinos, portar el cetro con el que se castiga a los desleales y soberbios, impartir justicia a los humildes y miserables por igual, rendir culto en tus templos de fuego, venerar a los grandes héroes del pasado, y cumplir con tus mandamientos revelados a tu sapientísimo profeta perfecto Zoroastro. ¡Lo sé! ¡Lo admito! Rompí con tu mandato de hablar siempre con la verdad, y por eso detuve a los partos y jorasmios para que mi hermano fuera recibido por los romanos que ya lo esperaban para matarlo. ¡Pero hablé con la verdad al César! Desde que envié aquella misiva a Constantinopla por medio de mis confidentes, desde entonces esperaba para darle muerte a mi hermano. Y luego los jorasmios dieran muerte a los nobles de tu reino si aparecía el águila culebrera en medio del campo de batalla como habían anunciado los oráculos de Qandahar. ¡Al menos el César de los romanos sabía la verdad! ¡Al menos su dios Cristo conoció la verdad de mi boca! ¡Al menos en eso no mentí ni miento!

¡Discúlpame si a ti también te oculté que tenía planeado reunirme con el César de los romanos al concluir la batalla y le daría siete cofres de oro y gemas sacadas del seno de tu reino de Irán! Discúlpame por favor, sí fui yo el que te engañó, pero fue para que mi hermano no supiera a través de tus portentos lo que mi corazón te hubiera dicho en sus momentos más bajos. ¡Incluso el dios Cristo de los romanos no se habría de haber enterado, no importa que los romanos digan que habita en los corazones de cada hombre y mujer! Pero era necesario por la unidad del reino y la paz de sus fronteras. Por eso tuve tanto que mentir, tanto que ocultar y tanto que engañar y seducir. Por eso yo ya sabía de antemano que aparecería el águila culebrera a pesar de que los jorasmios jurarían que aquel ave regia había sido una encarnación de tu Voluntad y no una mensajera de mis intrigas. Y por esa, de entre todas las mentiras, habré de merecer los barrotes de tus castillos de hierro ardiente, aunque con ello hubiera ganado para mí de nuevo el reino que mi padre me entregó con sus propias manos.

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