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Jorge Majfud

La confesión de un asesino (Parte II)

Don Bebe inclinó la cabeza y le preguntó si todo estaba bien. Santiago confirmó:

—Todo está muy bien. En unas horas usted estará mucho mejor aún.

—Estoy en sus manos, doctor. Confío en su ciencia.

—No lo dude. ¿Cómo se siente?

—Muy bien, algo más relajado. Es como si recién me hubiese tomado un whisquito. Uno se siente muy bien, poco a poco.

—Sí, es algo así. Antes, cuando no había anestesia, se amputaban piernas con bastante whisky. La anestesia no sólo relaja sino que también ayuda la memoria a liberarse de los recuerdos más antiguos. ¿No recuerda nada de su infancia?

—Sí, sí… recuerdo clarito un caballo que me regaló el viejo para un cumpleaños, en Rivera. En realidad era un poni, pero para mí era enorme… Hasta recuerdo el olor a caballo y a madreselva.

—¿Se cayó alguna vez del caballo?

—Me caí y fui a dar con la cara en un matorral de madreselvas.

—¿De ahí le viene esa cicatriz en el músculo trapecio?

—¿Músculo trapecio?

—La cicatriz con forma de zeta.

—Ah, sí, ésta, aquí al lado del cuello…

—Sí, esa misma.

—No, esa, me la hice tratando de cruzar un alambrado de púa en un entrenamiento. Una púa de mierda, herrumbrada… se enganchó en la piel y como si fuese un anzuelo de pescar no se quería soltar. Y yo, por el dolor, tiré del alambre para desenganchármelo y me rasgué la piel y la carne en un tajo terrible que después costó curar. Por la infección, ¿sabe? Lo peor fue que me desmayé del dolor… Estaba en mi primer año en el ejército y los más veteranos me tomaron el pelo por un año. Tuve que esperar a que llegara la nueva camada de novatos para hacerme de algún respeto… En esa época la pasé mal, pero ahora recuerdo todo eso y me parece fantástico. ¿Puede creer?

—Es la anestesia. Hace que uno se sienta bien hasta con los peores recuerdos.

—Así es, doctor…

—Yo también recuerdo esa cicatriz. Con otra igual atravesada tendría usted una perfecta cruz gamada como tatuaje.

Don Bebe inclinó la cabeza y miró al doctor con ojos borrachos pero que todavía revelaban asombro.

—Nunca olvidé esa cicatriz —continuó Santiago—. Mis padres tenían una chacra en Artigas o en Rivera. Cuando llegaron dos jeep del ejército, mi madre corrió a la cocina. Tengo imágenes fragmentadas. Fracturadas. Cosas de chicos. Luego recuerdo que los soldados tomaron a mi padre por los brazos y lo ataron por el pecho con una soga muy gruesa. Mi madre intentó intervenir pero uno de ellos la arrastró de nuevo hacia la casa. Recuerdo a mi padre siendo arrostrado por el campo seco, detrás de un caballo como si fuese un arado. Por mucho tiempo pensé que mi padre debió preocuparse más por agarrarse fuerte de la soga que por las piedras y las espinas que rasgaban su cuerpo. Si se soltaba de la soga moría por asfixia. ¿Sabe que Jesús murió por asfixia? Esa era la muerte de los crucificados en los tiempos del antiguo Imperio Romano. Los músculos de los brazos se agotaban, y al relajarse, el cuerpo colgaba e impedía respirar al reo. Ironías de la historia: hace un tiempo hice un breve research y concluí que el Che Guevara, el revoltoso asesinado por el imperio de la época, también murió de asfixia, sin duda ahogado en su propia sangre… Todavía retumban desde alguna parte de mi memoria los gritos de mi madre. Yo estaba en el galpón, en un cajón de frutas muy alto donde ponían huevos las gallinas. Desde allí pude ver cómo se llevaban primero a mi padre y después a mi madre. La subieron a un jeep, casi desnuda. Por último, los dos soldados que quedaban registraron todo, casa y galpón, hasta que me descubrieron escondido allí. No recuerdo haber llorado nunca. Sólo recuerdo que uno me tomó de un brazo y me llevó en el jeep que quedaba. Me llevaba agarrado con fuerza de los pelos de la nuca, mientras yo intentaba romper esa cicatriz con forma de zeta. Y la cicatriz no se abría. Mis uñas resbalaban sobre la piel sudorosa.

Don Bebe escuchaba con los ojos abiertos, llenos de terror.

—Ahora, coronel, dígame dónde están…

—No sé de qué habla…

—Coronel, le queda poco tiempo. La anestesia está haciendo efecto. Usted recuerda perfectamente ese momento. Usted me entregó a la familia Zabala Méndez. Mire que yo quiero a mis padres postizos, pero más quiero saber donde están mis verdaderos padres. Quiero saber mi nombre, mi primer nombre. ¿Tal vez me llamaba Karl o Camilo? ¿Cómo me llamaba yo antes de llamarme Santiago Zabala?

—No sé de qué habla.

—Míreme bien. Le quedan pocos minutos para tomar la decisión más importante de su vida.

—¿Me está amenazando…?

—Sí.

El coronel miró al doctor a los ojos, con ojos pavorosos a pesar de la borrachera de la anestesia.

—Está bien… —dijo finalmente — está bien. No se altere. Le diré todo. De todas formas la ley me protege… Yo entregué al niño… es decir, lo entregué a usted a los Zabala. Los Zabala vivían en Buenos Aires y estaban en una lista de espera, pero eran muy amigos del general Máximo Monzalvo… Entre las preferencias habían marcado “rubio”, porque eran más inteligentes y la adopción levantaría menos sospechas, y… en la zona todos sabían que aquella familia tenía un hijo comunista, producto de la mala influencia de una estudiante que conoció en la facultad de medicina… anarquista y acostumbrada a la buena vida de la capital… Necesitábamos más pistas sobre tres tupas fugados que… intentaban cruzar la frontera… Llevé a la parejita al cuartel de Rivera y los interrogué yo mismo. Dos pendejos de veintipocos años… Usé los métodos habituales, pero había un soldado que no sabía medir la fuerza de los golpes… Cuando el niño se quedó sin padres me dio pena y yo mismo me ofrecí a llevarlo a Buenos Aires. Aquel viaje en 1975 fue un infierno. Pero llegamos y tuve que ocultarles a los Zabala que el niño sufría de asma… Los Zabala, una excelente familia… Yo sólo cumplía órdenes…

—¿También cumplía órdenes cuando le apretó los testículos a mi padre y lo mandó arrastrar por el campo antes de tirarlo como un animal moribundo sobre el jeep, mh? Mi padre estaba amarrado y usted tenía otros hombres armados de su lado. ¿Eso era lo que aprendían en el ejército sobre cómo ser hombres de verdad? ¿También cumplía órdenes cuando le tocó el culo a mi madre y dijo que la reservaran para el coronel…? Pero entonces usted debía ser apenas un teniente de cuarta y la manoseó un poquito antes de dejársela a su superior, ¿verdad? Porque usted ya era libidinoso pero más podía su sentido de la alcahuetería. Disculpe si soy injusto; por entonces yo tendría apenas tres años, más o menos. Así que esto último lo deduzco de una sola imagen, de la imagen de una mujer, más precisamente de mi madre, siendo arrastrada hacia el jeep con los senos descubiertos, entre una fiesta de iguales como usted. Y como todavía la ley los protege y los protegerá hasta que se mueran (¿o cree que no me di cuenta que estaba tan preocupado por la votación en el parlamento, el 20 de mayo?), porque siempre hay descuento para criminales mayoristas, no me queda otra que seguir especulando sobre hechos fragmentados que conservo como trozos de vidrio dentro del pecho. Ahora dígame, coronel, ¿qué hicieron después? ¿Toda esa humillación no era suficiente que además tuvieron que torturarlos y desaparecerlos, para que no haya rastros, no? Dígame, dígame, hijo de puta… No se duerma ahora. Todavía le quedan unos minutos…

Santiago le palmeó la cara varias veces, pero el paciente parecía no responder. Fue la primera vez que procedía sin cálculo y cometió el mayor error de su vida. No debió perder tantos segundos cruciales descargando su rabia. El coronel estuvo a punto de revelarle dónde habían enterrado a sus padres pero no le dio tiempo. No podía estar fingiendo. La anestesia se lo llevó a un sueño profundo. Tal vez a ese momento en que el teniente, en sus treinta y pocos años y en su mejor estado físico, había sometido a María Ocampo en la cocina —Santiago nunca sabrá que su apellido era Ocampo y que su madre se llamaba María—, un poco a la fuerza y un poco prometiéndole piedad para su esposo. Luego supo que María se había dejado violar porque sabía que su hijo andaba escondido en alguna parte del galpón. El marido había reventado antes de lo que pensaban. No en el campo sino en el cuartel. Don Bebe, que por entonces era teniente, había escuchado las puteadas del general Máximo Monzalvo que decía que estos milicos de mierda no habían aprendido nada en la Escuela de las Américas, que para apremios severos estaban los médicos que controlaban hasta dónde se le podía dar a un detenido antes de que reventara. Así que tanto la mujer como el esposo reventaron en manos de inexpertos, sin revelar nada, ni siquiera uno de esos nombres de amigos que inventan los detenidos para zafarse de la picana. La hembra (un desperdicio, dijo el general, con esos ojos azules y esas tetas en su flor y gritando por su cría en lugar de aflojarse y colaborar) murió de un paro cardíaco. Al menos eso es lo que le dijeron al Bebe antes de asignarle una misión menor. Carmencita no lo sabía, pero dos de sus amigos retirados guardaban el secreto como dos tumbas.

A las seis menos cuarto el doctor Santiago Zabala se presentó en la sala de espera y anunció que la operación había sido un éxito. La primera en abrazarlo fue Carmencita. Luego sus tres hijos y los compañeros de armas, los más jóvenes en uniforme.

Agotado después de varias horas de tensa concentración, Santiago (mejor dicho, ese otro que ahora no sabía su nombre) salió a caminar por la rambla costanera. Sabía que nunca se encontraría con el coronel caminando por allí, pero por lo menos ahora sabía que lo que había sido una pesadilla obsesiva durante toda su vida era su memoria de niño que se resistía a olvidar. Casi no tenía ningún dato nuevo; sólo confirmaciones. La verdad se había abierto paso a través de la locura colectiva y seguramente moriría muda con él y con el coronel. Una extraña complicidad con el asesino de sus padres se había establecido desde entonces entre el laberinto de personas (“de votantes, de jueces”, pensó) que iban y venían inadvertidas por la rambla.

Don Bebe tuvo una recuperación normal. Sin embargo, dijo su esposa, ya no fue el mismo. Había perdido el gusto del ejercicio y casi no salía a caminar por la rambla, a no ser en horas inapropiadas. El doctor Santiago le dijo que era normal en muchos pacientes operados del corazón, cierta depresión fácilmente controlable con la medicación que le había dado. La hija del coronel, que estaba por recibirse de pediatra, lo confirmó. Lo importante, dijo el doctor, era que su expectativa de vida ahora se había prolongado por lo menos veinte o veinticinco años.

Fue exactamente lo que le dijo a don Bebe apenas abrió los ojos y don Bebe le preguntó por qué estaba vivo. Le dijo que no se imaginara que la operación había sido un éxito porque el doctor era un hombre bueno. Por el contrario, estaba seguro que el coronel nunca le diría dónde estaban los huesos de sus padres y que no habría justicia ni referéndum nacional ni retorcidas votaciones en el parlamento que lo obligase a confesar.

—La justicia que tarda no llega —dijo el doctor.

Y dijo que había decidido hacer su mejor trabajo para que viviera, para que viviera mucho. Porque, a diferencia de don Bebe y de su esposa Carmencita, el doctor no creía en el infierno y tampoco creía ya en la justicia.

Así que eso era lo peor que le podía pasar al coronel, que viviera, que viviera mucho, recordando lo que nunca iba a confesar, maldiciendo a aquel hijo de puta por cada nuevo día de vida que Dios le daba.


Photo Credits: Eric Prunier

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