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Jorge Majfud

La confesión de un asesino (Parte I)

Cuando llegó al aeropuerto de Carrasco lo sorprendió gratamente el nuevo edificio. El país había olvidado la crisis y trataba de reflejar su reciente prosperidad económica en un aeropuerto pequeño pero con rasgos ultramodernos, sin nada que envidiarle a los monstruos de Estados Unidos y Japón.

Apenas tomó un taxi y fue entrando vertiginosamente en el caos de Montevideo, pensó que tal vez el país no había cambiado tanto en los últimos años. Las líneas de las calles todavía aparecían algo borrosas o desdibujadas; los conductores tocaban la bocina sin necesidad e insultaban para sí mismos o gritaban algún improperio por la ventanilla antes de darse a la fuga.

Con el correr de la semana comprobó que las cosas habían cambiado mucho y muy poco. Las diferencias entre ricos y pobres seguían siendo latinoamericanas aunque, medidos en términos monetarios, los ricos eran ahora mucho más ricos y los pobres algo menos pobres. Después de cien años de gobiernos conservadores, de una larga democracia y unas pocas dictaduras, los uruguayos vivían la discutida utopía de un gobierno formado por ex guerrilleros.

La victoria en las últimas elecciones de un presidente tupamaro lo había dejado indiferente. Desde niño había aprendido a despreciar el peligro de las ideas demasiado elaboradas sobre la sociedad y por sí mismo había descubierto que las utopías no se matan; se suicidan. Y un triunfo en las elecciones era lo peor que le podía pasar a aquellos locos de los sesentas que habían dejado de imaginar un mundo perfecto para tratar de evitar la catástrofe.

Curiosamente, lo que más había amargado a Santiago en toda su estadía en Estados Unidos había sido la noticia sobre el plebiscito de 2009 en Uruguay, cuando el pueblo ratificó, con una mayoría de abstenciones, la vieja ley que protegía y mantenía impunes a los asesinos de la pasada dictadura militar. Se amargó secretamente porque nunca tuvo el valor de reconocer, ante sus amigos y ante su familia, que conservaba una rabia secreta e inexplicable por aquellos años de los cuales casi no tenía memoria. Así que no agregó más nada cuando Paulina le escribió desde Montevideo comentando la noticia y felicitando al pueblo uruguayo por la sabiduría de mantener la paz y la democracia que tanto había costado recuperar, pese a la romántica estupidez de elegir como presidente a un viejo guerrillero que vivía en una cueva plantando flores.

Tuvo la suerte de entrar en el Hospital Americano, aunque a nadie sorprendió. Las instituciones médicas más importantes (el Británico, el Italiano y la Española) se lo habían disputado, pero el Americano fue el que ofreció mejor paga y ciertas condiciones para llevar adelante los proyectos que traía en mente desde mucho antes de recibir su Ph.D en Emory University.

Paulina estaba esperanzada con el reencuentro. Aquella especie de exilio académico había madurado el joven médico.

Sus padres estaban orgullosos. Habían rescatado a Santiago de una familia disfuncional de Artigas, marcada por una cultura rural de violencia domestica y probablemente por el abuso de su padre, lo que había dejado en Santiago una conducta agresiva y del todo inapropiada. Desde los cuatro años había manifestado un comportamiento que iba más allá de las clásicas rabietas que tienen los niños a su edad. Cuando entró al kindergarten todavía tenía ataques de rabia y en la escuela tuvo una época en que les tocaba las nalgas a sus compañeritas, lo que provocó el escándalo de sus maestras y una expulsión por mala conducta. Sus padres adoptivos lo cambiaron a un internado católico y el psicólogo confirmó las sospechas sobre los malos hábitos de sus progenitores, razón por la cual habían perdido la patria potestad. A los diez años ya era un niño normal y laborioso. Había superado milagrosamente los ataques de asma y desde entonces se destacó por ser siempre el mejor alumno de la clase y por no involucrarse nunca en política, ni siquiera en los años ochenta, cuando el país recuperó la democracia, ni en los noventa, cuando entró en la universidad.

En resumen, Santiago se sentía en toda su plenitud a su regreso. Llegaba cargado de proyectos y de otras inquietudes que no alcanzaba a racionalizar. Los sábados recorría las zonas de la Costa de Oro y los domingos daba una vuelta más breve por los barrios de Montevideo. Menos conocidos o desconocidos completamente, a no ser por las crónicas policiales, las zonas periféricas y las más antiguas del centro permanecían como parte del inconsciente colectivo, reprimido, pensaba Santiago, mientras los lujosos y pulcros apartamentos de la costa ofrecían al mundo y a sus propios pobladores el mejor rostro de la ciudad.

Un día lunes le derivaron a su consultorio un paciente de 69 años. El hombre (el que luego de escuchar su nombre completo dijo que los amigos lo llamaban Bebe y los vecinos coronel Ruiz Díaz o simplemente Coronel) no revelaba síntomas graves en su aspecto físico. Por el contrario, una risa blanquísima, recién restaurada, un físico acostumbrado al ejercicio moderado, mostraban un hombre mayor, algo encorvado, pero del todo saludable. Excepto por la obstrucción coronaria.

Mientras Santiago afinaba su diagnóstico, Bebe elogiaba la pulcritud y el espacio de su consultorio. En su tiempo, el Hospital Militar era más bien oscuro, los consultorios no olían a velas frutales y los médicos no vestían tan elegantemente.

Santiago casi no sacaba la mirada de los análisis mientras hablaba. Don Bebe le detalló todas sus preferencias por el ejercicio matinal; por la comida sana y el whisky etiqueta negra; por una vida sexual muy activa sin necesidad alguna de viagra, aunque a su edad ya había dejado de comer fuera de casa con cierta frecuencia; por los paseos por la rambla de Pocitos casi todas las tardes, de cinco a seis y media. Se extendió detallando sobre su tristeza por la decadencia de la sociedad desde que los marxistas habían tomado el gobierno, esta vez de forma legal, eso no lo cuestionaba, porque las elecciones son elecciones y hay que respetarlas, pero sin duda valiéndose de las mentiras de siempre…

Cuando Santiago le dijo que la operación era inevitable, don Bebe se sorprendió. Abrió los ojos y enseguida apretó las cejas en signo de consulta.

—¿Cómo que tengo que operarme, doctor?

—No hay otra. Tiene la aorta obstruida y hay que reemplazarla por una de cerdo.

—¿Una de cerdo?

—Sí. ¿Por qué se sorprende? Seguro que conoce a alguien que se ha operado del corazón.

—Sí, sí. Conozco a varios. Es como una plaga. Ahora todo el mundo se opera del corazón. Antes no era así.

—No todo el mundo. Y antes la gente simplemente se moría de un infarto. Eso es lo que vamos a evitar con una intervención a tiempo. Mejorará su calidad de vida. Usted cree que está sano, pero tiene ese problema ahí y no se va haciendo ejercicio. Hay que operar.

—Así que de ahí me viene ese cansancio cuando camino… ¿no, doctor?

—No lo dude. Usted es una persona que siempre ha hecho ejercicio y vida saludable. No hay razones para cansarse caminando por la rambla.

Don Bebe dijo que lo iba a pensar, que debía discutirlo con Carmencita, su esposa, y con sus tres hijos. El riesgo era muy bajo, casi nadie se moría hoy en día por una operación al corazón. Pero siempre había casos para rellenar ese cinco por ciento de fatalidades. Además la sola idea de que le abrirían el pecho de arriba abajo para sacarle el corazón como en un rito azteca lo aterrorizaba.

Por unanimidad, la familia de don Bebe era partidaria de la operación, así que el paciente no encontró más excusas, aunque dilató la fecha de la intervención mientras pudo.

Una mañana de frío se sintió mal y lo llevaron al hospital de emergencia. Llegó con un pre infarto. Santiago lo atendió hasta que se recuperó. Una vez más, los hechos le habían dado la razón al joven médico. Por entonces, su fama se había extendido por todo el sanatorio y más allá entre sus colegas y nuevos pacientes. Carmencita, la esposa de don Bebe, lo había invitado repetidas veces a tomar el té a su casa de Carrasco, para que conociera a su hija a quien le faltaban solo dos materias para recibirse de pediatra. Pero Santiago había acudido repetidas veces a la excusa de su oficio, que no tenía horarios ni descanso.

Carmencita había hecho campaña psicológica para que su marido se operase y le había prometido unas vacaciones en Miami.

—¿Ha estado usted en Miami? —le preguntó a Santiago.

—Sí, muchas veces.

—Nosotros no conocemos Estados Unidos —se quejó Carmencita—, ¿puede creerlo? Un militar de carrera como mi esposo, que siempre luchó por los valores de la democracia en la época de los revoltosos, nunca quiso ir a Estados Unidos. Dice que no sabe una palabra de inglés, pero a mí me parece que es sólo una excusa.

—No necesita saber inglés para visitar Estados Unidos —dijo Santiago—. Además, en Miami la mayoría de la gente habla español.

—Claro que sí. Imagínese, allí están los exiliados del régimen de Castro. Mi esposo tendría mucho para conversar con cualquiera de ellos. ¿Viste, Bebe, lo que dijo el doctor? En Miami casi todos hablan español.

Bebe hizo una mueca. Carmencita continuó con su trabajo habitual:

—No nos vamos a morir sin conocer Miami. A Europa ya fuimos. Me queda esa materia pendiente de Miami. O Nueva York, ¿por qué no? Después que te operes nos vamos. Y no se discute más, como te gusta decir a vos. No hay más excusas con el idioma. ¿Me entendiste, viejo?

—Me voy a operar, pero no voy a ir a Estados Unidos. Sólo de pensar que tengo que pasar por todas esas investigaciones para que te den una puta visa me pega en el forro de las bolas. Los yanquis se creen la flor y nata del mundo y no son más que unos traidores. Te usan y luego te tiran como un perro. No tienen coherencia, porque mientras unos defienden la libertad, otros marxistas se amparan en esa farsa de “país de leyes” para meter a la cárcel al mismo Rambo. Pero se olvidan de todas las leyes cuando Rambo está haciendo lo que tiene que hacer. No, no, señor. Prefiero disfrutar mis últimos días entre mi gente, aquí, en el paisito, que bien merecido me lo tengo después de servir toda una vida a la patria.

—¡Aleluya! Al menos te vas a operar, viejo. Eso ya es mucho en un cascarrabias terco como vos…

La operación estaba programada para el viernes 20 de mayo, pero el coronel la suspendió a último momento. Dijo que tenía “un partido muy importante” ese día, lo que desconcertó a todos. Pero nadie se atrevió a inquirirlo directamente y prefirieron especular sobre las actividades profesionales del coronel, todavía muy importantes y reservadas a pesar de que estaba retirado. Al coronel también le agradaba mantener cierto aire de misterio a su alrededor. Un sobrino bromeó que, por un momento en su vida, el coronel mostraba signos de debilidad. Alguien se lo dijo, pero él se rio de costado, como era su costumbre cuando sabía la respuesta pero prefería no contestar.

Así que finalmente la operación fue el viernes 3 de junio. La sala de espera se llenó de familiares y amigos en uniforme y el paciente les demostró a todos, en medio de bromas y risas, que no le tenía miedo a la operación ni a la muerte.

Apenas el anestesista había regulado la dosis que comenzaba a gotear, el doctor Santiago Zabala le pidió al anestesista y a los asistentes que lo dejaran solo con el paciente para confirmar su estado psicológico antes de la intervención. Los asistentes no entendieron a qué se refería pero obedecieron al pedido, más movidos por el prestigio del cardiólogo que por la regularidad del proceso.


Cuento narrado en https://www.youtube.com/watch?v=45DzWfgZN_o

Photo Credits: vhines200

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