East Harlem huele a incienso y a mujer de cintura estrecha, a café con leche y a menta poleo, a cerezos rosados a punto de estallar. Atrás quedaron rascacielos y semáforos que tiritan, trancones de tráfico y pitidos lejanos que me recuerdan que ya no estás. El centro de la ciudad es un corazón incendiado y palpitante, inundado de rostros anónimos, labiales rojos, taxis amarillos, pastillas para el fracaso, sortilegios para no soñar.
Huyo de los laberintos de trenes subterráneos y me encamino al norte, lejos de la estruendosa soledad. Un firmamento azulado sobrevuela edificios de ladrillo naranja. Me he olvidado de escribir tu nombre en mi cuaderno, de invocar tu imagen por estas calles bravas que caminaste en otro tiempo, en otra vida que corría paralela a la mía, cada uno en otro lugar, en su lugar.
En la 116, entre la primera y Lexington, atravieso minúsculas tiendas, barberías, panaderías, restaurantes, puestos ambulantes de frutas y batidos. La trompeta de Willy Colón me sale al encuentro en la esquina de la tercera y me espanta la fugitiva tristeza.
Tres mujeres ríen mientras comen quesadillas bajo el sol. Dos hombres puertorriqueños se saludan fraternalmente mientras un grupo de adolescentes corre frente a nosotros. Alguien regatea con un comerciante de velas y pulseras y tú no estás.
He girado en Lexington y me encamino hacia el sur. Atravieso proyectos, cafés, bares, casas antiguas y señoriales. Los murales de Manny Vega, sus pinturas, inundan de color las calles, desafiando la pobreza, la locura. Son un grito de esperanza, de dignidad social. Son la voz del obrero indocumentado, de la madre soltera, de los que se despiertan cada amanecer para ir a trabajar sin descanso, sin aliento, sin final. Son el testimonio del anciano dominicano que nostálgico juega al dominó, de la mujer que vende tamales en la calle, del hondureño que canta mientras lava platos en la parte de atrás de un café.
Entro en el pequeño restaurante de comida mexicana de la 103. La luz inunda el local a través de sus enormes ventanales. Recuerdo aquella vez que hicimos una apuesta sentadas en esta misma mesa. Teníamos que ponerle un tarro entero de salsa verde a unos tacos y ninguna de las dos nos achantamos, llorábamos a más no poder pero cumplimos nuestra promesa. Tú pediste una horchata gigantesca, atragantada por el picor, que las dos bebimos y no podíamos parar de reírnos entre las lágrimas.
El barrio habla de revoluciones silenciosas, de golpes de estado a la derrota, de ausencias que ya no son ausencias si las dejas de soñar. Caminaré estas calles, una y otra vez, hasta que el olvido llegue. Hoy es domingo de resurrección y tú no estás.
Photo Credits: Thomas Claveirole ©