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La ciudad de nadie

La ciudad de nadie (II)

Seguimos con el conmovedor ensayo de Arturo Uslar Pietri “La ciudad de nadie”.

Reiteramos nuestro agradecimiento a la Fundación Uslar Pietri, y a la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de cuyas páginas web hemos extraído este hermoso escrito.

 

La ciudad de nadie
Arturo Uslar Pietri

II

Donde se mecían, al viento del estuario del Hudson, los tulipanes de la Nueva Amsterdam, se alzan ahora las inmensas torres de la baja Nueva York. Quizá nada exprese mejor el contraste entre lo que fue y lo que es, que la brutal diferencia entre un tulipán y un rascacielos, que es casi la misma que hay entre un burgués de los Países Bajos que fuma su pipa  de espuma, lee su Erasmo, cultiva las flores y los repollos de su huerta, y cuida de su barba en el oro de luz que entra por la emplomada vidriera que dejó entreabierta Vermeer, y uno de esos atareados seres que pululan entre los sombríos troncos de las inmensas y apiñadas torres.

De la vieja villa holandesa, a la orilla del mar, con su fuerte, su muralla, sus galeones y su burgomaestre, no queda sino alguna hoja seca que vuela en un retazo del cielo, el cementerio de la iglesia de la Trinidad y los nombres pueblerinos y melancólicos de las calles. Lo demás está enterrado y desaparecido bajo las inmensas moles de cemento armado, o de concreto, como con poético sentido dicen los arquitectos.

La iglesia de la Trinidad es un pedrusco negro y puntiagudo, olvidado sobre un paño de grama, que apunta hacia el paño de cielo que asoma allá lejos, iluminado, entre las sombras de los rascacielos. Algunas borrosas lápidas señalan las tumbas entre el césped. Son de gentes que se durmieron en el XVII y en el XVIII, entre el borde del «rococó» y el del mar de las luchas imperiales. Allí yace la doncella a quien conmemoran sus padres inconsolables y el capitán que regresó enfermo del último viaje de té para morir en la calle del Cerezo. Y allí está también, un poco a la intrusa, Fulton, abandonado de sus humeantes y ruidosos émbolos y calderas y Hamilton, arrullado por el rumor de las taquillas de los Bancos.

Pero ya no hay huella del Cerezo en su calle. El turista en Manhattan, que entra a la ciudad baja, encuentra los nombres y la angostura de las viejas calles, pero ahora ya no son calles sino el angustioso fondo de una profunda y estrecha garganta cavada en la lisa piedra, donde la luz desciende acobardada y difusa. Cuando alguien abre la vista desde el agitado, incesante y oscuro hormiguero, logra ver en lo alto un estrecho callejón de cielo. Las gentes no caben en las angostas aceras e invaden la calzada. Clavados profundamente, a lado y lado de la estrecha calleja, los tremendos edificios suben sin término por la escala de sus ventanas iluminadas. El fastial penetra en las hilosas nieblas sucias de humo fabril. En veces, un avión extraviado choca con una torre.

Los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona. Andan de prisa, desde luego, pero con una prisa aún más indiferente y absorta que la de aquellos que se ven en la ciudad alta. Salen de una majestuosa puerta llena de dorados, atraviesan algún delgado callejón y se sumen por otra gran puerta dentro de una inmensa sala que arde en luces.

Detrás de las ventanas iluminadas están los dueños de la riqueza del mundo. Las tres cuartas partes del dinero de la humanidad se concentran en este oscuro y magno pedazo de la isla de Manhattan. Millares de contabilistas anotan, por medio de sus máquinas, a cada segundo, los mínimos resultados del movimiento de flujo y reflujo de todo lo que el ser humano compra y vende en toda la redondez de la tierra. Una menuda cifra, añadida a las infinitas columnas de números es la elegía o el epinicio que condensa toda la novela que ha vivido el criador argentino o el cosechero de algodón del Perú o el comprador de arroz de Siam, o la del barco que acaba de destrozarse sobre un arrecife del Mar Rojo. Sin saberlo, no hacen sino inscribir epitafios. De una breve orden de uno de estos hombres, que tienen su escritorio junto a la nube, en el piso cincuenta, resulta que millares de cultivadores salgan con sus enormes maquinarias a sembrar trigo en el Canadá o que los mineros del estaño tengan que reducir su trabajo a la mitad, o que empiece a levantarse la obra de un ferrocarril o de un acueducto en una ciudad de los Andes o del Golfo Pérsico.

Nunca ningún Aladino tuvo en sus manos tanto poder material como estos hombres joviales, canos, vestidos de paño gris, y nunca, tampoco, tanto poder material ha sido disfrutado con menos imaginación. Tal vez para fortuna de los demás hombres. El poderío para estos Aladinos de las cifras rara vez llega a transformarse en botín y en fruición.

Sobre el cuadriculado de la desaparecida villa holandesa se alza ahora este reducto. Nada queda que justifique el nombre de las viejas calles. La calle del Cedro, la del Canal, la de la Doncella, la de Juan, la del Castor, la del Pino, la del Muro. Todo es igualmente poderoso, inhumano y frío: la piedra, las gentes, el ambiente. No queda la puntiaguda casa de Juan, ni el muro que separaba de las salvajes soledades, ni el canal con sus barcas cabeceantes, ni el empinado cedro rumoroso en la esquina. El panorama de ahora es piedra lavada y está fuera de la medida de nuestros sentimientos. Es como el lecho de una corriente subterránea que nadie sabe a dónde va. Son unas catacumbas donde se huye de algo y donde algo se engendra que no es lo que estamos habituados a ver.

En ciertas horas el turista llega a olvidarse de que aquí, entre las torres de la baja Nueva York, hay hombres y mujeres. Más parecen seres de otra raza, los marcianos, o una artificial casta de termitas deformados para el trabajo. Lo cierto es que en esta exagerada impresión hay algo de la reacción temperamental del que mira asombrado un mundo que no puede ser el suyo. Pero aun así, lo que predomina en el fondo de estas gargantas es un tipo humano que se parece más al hombre que a la mujer, es decir, al ser desaparecido, indiferenciado, en una tarea. Vemos, ciertamente, mujeres; pero tienden a hablar, a gesticular y a caminar como los hombres. Sólo les quedan, irreductibles, como una bandera de nostalgia, las magníficas y cuidadas cabelleras de las americanas, que florecen en lo gris como una encendida planta erótica. Su intuición, seguramente, les ha enseñado lo que la vieja sabiduría talmúdica descubrió con mucho ver y mucho reflexionar; que los cabellos son también una desnudez.

Los extraños pobladores circulan verticalmente por entre sus torres: torres de cemento, torres de cifras, torres de luces y casi nunca pueden pasar, sin trasformarse, de los límites precisos de su ciudadela. Ya a sus espaldas los acecha la Quinta Avenida, donde los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres, y la Plaza de Washington, con su arco viejo, sus árboles y sus casas georginas tan fragantes a hogar y a vida interior. O también, al frente, la sucia marina, llena de casuchas, de cajones rotos, de frutas aplastadas, de hierro viejo, de letreros tuertos, de carbón, de escamas de pescado, a la inmensa y geométrica sombra de un puente inmenso. Esta tampoco debió ser la marina de la Nueva Amsterdam. Es una ribera inorgánica y descomedida. Recala en ella el turbio rezago de la inmensa marea de este nuevo mundo, tan confuso. Los marinos y los maleantes son tal vez los mismos de Cardiff o de Cartagena o de Marsella. Las mismas gorras negras, las mismas franelas azules, los mismos tatuajes, las mismas pipas, los mismos agrietados rostros sin afeitar. Hasta las mismas cantinas con los mismos nombres -Bar de la Media Luna- pero sin leyenda. Hay en este trozo de viejo puerto algo que falta, algo que no acopla, algo que rompe la sinfonía. Algo que tal vez está representado en aquel incongruente letrero que dice: «Antonio Lo Verde. -fishing».

Dentro de estos límites estrechos se alza, sobrehumano y aplastante, el reducto con sus extraños habitantes. Quien se aventura en él por primera vez comprende que ha entrado en un mundo distinto. Nada allí está hecho a la medida del hombre.

De la vieja aldea holandesa no quedan sino los nombres sin sentido de las calles, y las tumbas de la iglesia de la Trinidad, y alguna Biblia olvidada en la gaveta de un banquero, porque ni siquiera la penumbra recuerda a Rembrandt. Es, para ello, demasiado gris y le falta oro. Todo el oro que yace muerto en los vastos sótanos, más abajo de las callejuelas.

 

La tercera parte será publicada en la edición de ViceVersa del 24 de agosto.

Puede acceder los otros capítulos en Crónicas de Ayer.

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