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La Ciudad de México, el patriotismo en llamas

CIUDAD DE MÉXICO: El sueño anarquista, decía mi amigo con una sonrisa, mientras nos tomábamos un café en el corazón mexicano de Los Ángeles, es ver a la Ciudad de México en llamas. Unos meses después, situada en un café con vista al Palacio de Bellas Artes, y entre las ruinas del 15 de septiembre, pesa sobre mi cuerpo la relevancia de su declaración. No por ser una utopía anarquista sino por el poder milenario que tiene la ciudad y su gente de aguantar tanta desfachatez. 

En la Ciudad de México se concentra todo el esplendor y decadencia de esta sociedad, transformada por una larga historia de mal gobierno, mutada por unas crisis económicas y espirituales, y diseñada por un proyecto cultural que fomenta la apatía política a través de unos cohetes, unas hermosas serpentinas de tricolor, y un concierto de Banda El Limón en la plancha del Zócalo. 

Fuera de cinismos, o quizá profundizando en ellos, se me hizo muy difícil disfrutar El Grito en Coyoacán, colonia sureña del DF que alberga una de las celebraciones más extravagantes para el grito de independencia. En cuanto me bajé del taxi y me aproximé a la Plaza Centenario me arrepentí de haber salido de mi casa. La felicidad desbordada, los moños de tricolor, la interminable fila de seguridad para ingresar y escuchar la interminable música patriota. 

Por supuesto que yo misma me había sometido a aquel sufrimiento. Pero yo, al igual que miles de otros y otras, necesitaba del desahogo. De pasear y disfrutar de un “buen tiempo”, olvidarme momentáneamente del trabajo, de las preocupaciones: de aguantar. Pero no soportaba ver a la ciudad celebrar lo que para mi es una falsa independencia. En un momento, que se parece mucho a momentos pasados, de luto, irresolución, y violencia, ¿qué o cómo celebrar?

Discernir la belleza del rostro de la niña asombrada por los cohetes, los ancianos canturreando sus rancheras favoritas, la celebración colectiva, cosas que realmente me conmueven y me traen felicidad. Pero aunque aún soy capaz de celebrar lo humano dentro de tanta deshumanidad, me niego a participar en la celebración de la corrupción, violencia, y muerte que sinonimizo con esta fecha y este gobierno. Que se concentra cada 15 de septiembre en la ciudad.

Igual es mi amargura, terquedad, y mi disposición a la estúpida resistencia que me ocasionó un disgusto profundo por la fecha – una fecha que en algún momento, por amor al país, amor a la celebración, y amor al aguante, celebré tanto aquí como en Los Ángeles – y por la ciudad que celebra delirantemente una independencia inexistente. Pues al fin y al acabo, la cultura cura, la celebración sana las heridas que se nos infligen cada día con más crueldad, y es necesario celebrar, es necesario agradecerle a la vida, y a la patria otro año más. Pero se me hace imposible. Ha sido un año de impunidad y violencia aún más cruel y descarada que la del año pasado.  

– «Está tranquila la ciudad», me comenta mi amigo, el guardia del café, mientras contemplamos una Avenida Juárez cada vez más vacía y abandonada. Las celebraciones se desvanecen, las serpentinas se rompen bajo el peso de la lluvia, y la gente vuelve a casa para descansar antes de volver a trabajar mañana. 

Y lo que queda, al menos en mi corazón y consciencia, es que la única permanencia, la única certeza es que ni siquiera una producción de millones de pesos puede borrar el hecho de que aquí la impunidad suena tan fuerte como los fuegos artificiales. Sólo que al amanecer, el jueves, cuando se recoge la basura y se elimina todo rastro de la celebración, la corrupción e injusticia siguen en pie, y con ella la ciudad intacta a pesar de extravagancias políticas y patriotas, sacando provecho del aguante magullado de esta sociedad.


Photo Credits: Presidencia de la República Mexicana

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