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daniel campos
Photo Credits: Elvira Nimmee ©

La chica inquieta

Nos citamos para nuestro reencuentro en la Dorian Gray, taberna irlandesa del barrio East Village en Manhattan. La sugerí pues podríamos beber allí una deliciosa stout bien acompañados por retratos de Seamus Heaney, Virginia Woolf, James Joyce, Oscar Wilde y demás escritores que comentábamos en nuestros años universitarios.

Ya sentada frente a mí, me ofrece su intensa mirada esmeralda, levanta la jarra, brinda por nuestra amistad y me empieza a contar su vida como se le cuenta a un amigo en una taberna con una cerveza de por medio.

Han pasado más de veinte años desde que estudiamos en Florencia juntos y mochileamos por Europa. Tras graduarse de la universidad en Arkansas, ella se marchó lo más lejos posible del conservadurismo sureño y recaló en Oregon, en el extremo opuesto del país. Vivió en Portland para poder disfrutar de las montañas, los ríos y la cercana costa del Pacífico. Trabajó como secretaria para poder fumar sus cigarrillos, beber sus copas y divertirse por las noches. Por épocas se escapaba a enseñar inglés en Rusia.

Regresó a su Texas natal para hacer una maestría. Allí lo conoció. No se enamoró pero vio la posibilidad de recorrer el mundo con él, pues se preparaba para ser misionero. (Se ríe de su ingenuidad cuando me lo cuenta). Se casaron y se marcharon juntos a Francia. Vivieron en Lyon, aprendieron francés, se adaptaron. Tras doce meses, los lugareños hablaban con ella en francés y se sorprendían de que no era de allí. Mochilearon por Europa.

Se fueron como misioneros cristianos a una aldea de Burkina Faso. Ella aprendió el dialecto local y se adaptó a la vida del lugar. Compraba vegetales, granos y otros comestibles en el mercado local y preparaba las comidas regionales. Quedó embarazada. Tuvo a su niña. Luego nació su niño. Cuidaba del hogar mientras él se desentendía y cuidaba de las misiones. Un día, agotada por el calor, los deberes y el desamparo emocional, le dijo: —Basta, quedate si querés pero no puedo más— y regresó a Texas. A regañadientes él se devolvió con ella.

Mientras cruzaban el Atlántico algo terminó de romperse en su corazón. Ahora viven su vida suburbana en Dallas: casa, carros, cosas, ajetreos, quehaceres sin propósito, según dice. Cuida a su nena y a su chiquito con amor, aunque no le nace el ocuparse de lo cotidiano. Aún sueña con viajar, explorar, aprender, vivir. Y mientras cuida del hogar suburbano, su corazón palpita al ritmo de esos sueños íntimos. Ha conseguido algunas comisiones como editora freelance para recuperar su independencia.

Aquel fin de semana logró un momento de libertad y vino a encontrarme en Nueva York. Comenzamos bebiendo esa birra irlandesa entre retratos que revivieron su pasión literaria y la inspiraron a narrarme esos veintipico de años. Pero no quería lamentar el pasado sino disfrutar el presente.

Durante el resto de aquel fin de semana otoñal, la chica inquieta vibró con la diversidad de gentes, comidas, ritmos y vidas en esta ciudad: con mercados polacos, dominicanos y yemeníes, tiendas de ropa y accesorios bengalíes, verdulerías turcas, pastelerías ucranianas, bailongos latinos. En el restaurante etíope, la cantina mexicana, la panadería colombiana y el café italiano comió con gusto, bebió animada, conversó apasionada. Se marchó alegre, dejándome un abrazo que conmovió mi ser hasta el tuétano.

Hoy, tres años después, me ha enviado un texto: “Viniste a encontrarme en mi sueño de anoche. Hacía frío y nos reímos mucho”. Lo leo y la imagino como si estuviera presente.

Conserva su sentido sarcástico del humor. Sus ojos sesgados se entrecierran y sus pupilas verdes se encienden cuando se ríe de sí misma o de su amigo distraído y cariñoso que tanto la quiere y se lo expresa de formas que sólo el corazón entiende. A pesar de las luchas y decepciones, a lo largo de los años se le han marcado más las líneas de la sonrisa en el rostro que las de preocupación en la frente. Son surcos profundos arados por el tiempo a lo largo de media vida enfrentada con corazón inquieto. Éste late apasionado, oculto bajo su fachada de quietud estoica.


Photo Credits: Elvira Nimmee ©

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