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La celda (parte I)

Era la una de la tarde cuando el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional General Ignacio Pesqueira García, de Hermosillo, Sonora. Al norte de México. Antes de abandonar el avión «La Guía» los juntó a los siete y les dijo en voz baja que no hablaran con nadie, que si les preguntaban a dónde iban, dijeran que iban rumbo a Agua Prieta; de vacaciones. Esa era la primera vez que Jorge viajaba en avión. La primera vez en el cielo y que pisaba tierras más lejos de Puebla, Michoacán, Guerrero, Querétaro, Veracruz, Hidalgo; los únicos estados que conocía de la República. Y ese fue también el día que dejó para siempre su natal Distrito Federal. Cuando salieron de la nave en fila india, un grupo de militares los esperaba, y como si fueran reses u ovejas los separó de la tripulación que operó el vuelo; todos, absolutamente todos los pasajeros del avión fueron desviados a un retén, también de militares. Los acomodaron en una sala dentro del pequeño anden de la aerolínea. A uno por uno, un militar bajito con la actitud de una leona en brama, les pidió identificación y les preguntó su destino, sin mirarlos a la cara, sin tratarlos como a turistas. Después de entregar la identificación, aunque comprobaba que eran mexicanos todos, fueron enviados a un cuarto a la izquierda, donde no se podía ver nada después de que se cerraba la puerta.

«El turno de nuestra guía llegó y a ella no la enviaron al cuarto. Después de mostrar su credencial de elector y murmurar algo, el militar la dejó seguir. A todo los demás, nos mandaron al cuarto», cuenta Jorge.

Dentro de ese cuarto, que no era más que una oficina con ventanas altas reforzadas con barrotes delgados, donde solo se podía ver el sol amarillo y el cielo seco de Hermosillo, había unos seis o siete escritorios vacíos, había seis soldados y la leona en celo que interrogó a todos. Uno por uno, y eran unos cuarenta o cincuenta, la mayoría hombres. Se podía oír todo lo que preguntaban al que llamaban al frente, como si estuvieran en una escuelita. Podían ver como esculcaban las mochilas, pero no les dio desconfianza pues estaban en terreno mexicano. Sin embargo, Jorge admite que sí pensó que los podían regresar a Puebla, o quizá al DF, o a Cuernavaca; de donde habían salido a las seis de la mañana. Los militares les hacían preguntas como: ¿De dónde es usted? ¿A dónde va? ¿A qué se dedica? ¿Cuanto tiempo estará en Sonora? Y después ya preguntas más extrañas: ¿Quién es el presidente de México? ¿Cual es la capital del país? ¿Dígame los tres colores de la bandera en orden? ¿Qué está devorando la serpiente? ¿Dónde está Chiapas? ¿Cuantos estados hay? Y la más aterradora de todas: Cánteme el Himno Nacional. Desafortunadamente está última petición la reprobaron todos, pero respondieron todo lo demás bien así que los militares solo los regañaron por no saberse el Himno Nacional, pero comprobando que eran mexicanos, los dejaban salir.

«Yo sí me sabía el Himno Nacional, pero no me lo preguntaron. Yo era menor de edad en ese entonces y no tenía credencial de elector. Solo portaba copia de la cartilla militar. ¡Copia nada más! Contesté a dónde iba, la capital del país, el nombre del presidente, con los dos apellidos (todos daban solo el paterno y era aprobado) yo dije los dos, el paterno y el materno, Ernesto Zedillo Ponce de León, y los ojos del militar enojado saltaron como huevos hervidos. Entendí que él no se sabía el apellido materno del mandatario nacional». Recuerda Jorge.

Salieron contentos, el peligro había pasado. El calor sofocante de Hermosillo los amarró en cuanto se abrieron las puertas del aeropuerto hacia «La Libertad». Se respiraba el desierto aunque les faltaban siete horas de camino. La voz del militar quedó atrás como un recuerdo fantasmal, ¿Qué carajos tiene Agua Prieta de bonito que todos van para allá? Bueno, Agua Prieta es una ciudad fronteriza que conecta la línea divisora del terreno mexicano con Douglas, Arizona. Eso es lo bonito que tiene Agua Prieta para los que cruzan por ahí, del resto de la pregunta sin respuesta, no lo sabrían responder porque desafortunadamente no conocieron la ciudad. Tenían un propósito y solo a eso iban. 

Durante el viaje en autobús, Jorge miraba las montañas negras y el cielo rojo de Sonora. Aún no sentía nostalgia. Aún sentía que todo eso era tan solo un viaje. Creía que eso tendría un retorno pronto. Le tocó, quizá por casualidad o suerte, ir sentado junto a «La Guía»: una muchacha no más vieja que él. Hablaron de los Estados Unidos. Ella había estado en Chicago muchas veces pero no le gustaba para nada. Había conocido Nueva York y le gustaba más o menos. Allá era para dónde iba Jorge y eso lo hizo sentirse halagado por la indirecta noción de que al menos él iba a un lugar preferido por el recuerdo de alguien con experiencia. La joven le preguntó por qué dejaba México. Jorge intentó contarle un poco su versión pero a la vez, ni él tenía una respuesta precisa que describiera un motivo verdadero. O un motivo de selección que lo incluyera a él como propietario de ese destino impuesto en su vida. Desde que él lo recuerda, en la sopa de todos los días su dieta era que algún día se tenía que ir a Nueva York, a encontrarse con su padre. La guía se sintió mal por él, se lo dijo directamente y sin pelos en la lengua. Estás muy chavito, le dijo. Jorge se sintió acosado pero no dijo nada. La hora había llegado y no había vuelta atrás. Durante las condolencias y los deseos de buena suerte, medio irónicos, le pareció escuchar que la muchacha le pidió el número telefónico de sus familiares en el DF: para avisar a su familia que todo había salido bien y que había llegado a la frontera y pronto pasaría al «Otro Lado». Pero dos cosas le llenaron a Jorge la mente de ideas sucias, una: el porqué solo a él le ofreció esa bondadosa oferta, y la segunda: le dio miedo que fueran a estafar a sus familiares con escalofriantes chantajes o fantasiosas exigencias. Se negó, dio las gracias; no era necesario. Y no se arrepintió, notó que sus otros acompañantes lo miraban como al ganador de un concurso de televisión para viejitos. No se le hizo justo que a el resto no se les ofreciera como a él, y también por eso rechazó la oferta.

Les tomó tres intentos cruzar la frontera. En la primera que fue de noche a solo un par de horas de haber llegado a Agua Prieta, los atraparon pero solo los deportaron, ahí, a la reja que divide las dos naciones. En el segundo intento, al día siguiente, después de un desayuno de café y huevos con jamón, como a las once de la mañana, corrieron con toda el alma porque el helicóptero los perseguía como si fueran guerrilleros. Los atraparon y esta vez los arrestaron también. Pasaron cuatro horas en una celda llena de polleros, coyotes y pues gente como ellos. El calor era infernal y la celda muy pequeña estaba llena con unos cuarenta detenidos. Les tomaron foto y las huellas digitales. Se dice que la tercera es la vencida y también fue durante el día. Jorge no podía creer que fuera más fácil cruzar la frontera de día que de noche. Y lo más curioso fue que no corrieron como locos, solo echaron una carrera de no más de veinte segundos, en un terreno de no más de treinta yardas y abordaron el Honda blanco de dos puertas, para cuatro personas, donde cupieron siete y «La Conductora»: una americana rubia que no hablaba nada de español.   

Han pasado casi dieciocho años de esa aventura. Jorge ahora carga en la palma de su mano una línea cronológica que marca su vida y la parte a la mitad. Le divide entre dos naciones para las cuales no representa al héroe nacional ni patriótico. Esa noche de julio vio a la nueva bandera ondearse con el tibio viento Sonorense, recordándole que estaba dejando la cuna para traspasar las rejas, casi casi le decía bienvenido (Welcome). Vio como las cincuenta estrellas de un fondo azul como la noche le sopesaban el camino, y una de esas estrellas había sido elegida como el estado al que se dirigía, al que invadía, al que traspasaba ilegalmente. Se movían las estrellas arrastradas por las trece rayas rojas y blancas que representan las trece colonias fundadoras de esta nación, y una de esas rayas fue su destino.

Pasó el tiempo y su vida se adaptó. El proceso de aculturación no es difícil, no es tan duro cuando se es joven y se ha vivido con la idea de llegar al añorado USA. Comienza su integración al sistema. Se convierte en un miembro más de esta sociedad. Llevó su vida al margen de lo que se le dictó. Hizo las cosas lo mejor que pudo. Pagó impuestos. Trabajó duro. Se educó, académica y filosóficamente. Amó vivir de ese lado. Pero la división es irremediable, no es ni de aquí ni de allá. Tiene «El Permiso» de trabajo, documento que si abandona el país, pierde. No le queda solución más que agradecer que tiene mucho comparado con otros. Es «Afortunado». Y vive demostrando que el dolor de estar encerrado debe ser soportable. 


La celda – Parte II

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