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La celda (Parte III)

La celda – Parte I ; Parte II


El metal del que están hechas las esposas que someten a un detenido en calidad de arresto, no es acero, no es lata, no es hierro: es un metal que simplemente está diseñado para enclaustrar a un ser humano bajo el poder de otro

Tenía frío, no había tenido tiempo de cubrirse con un saco y era otoño. Había sangre seca en todos lados de sus prendas, en el rostro también. Toda era de la víctima, de Vélez, su ex amigo.

Se sentó y meditó. ¿Qué había pasado?

Jorge había conocido a Vélez en 1998. Al principio no fueron los mejores amigos pero tuvieron una amistad jovial enredada de amistades en común que los mantuvo ligados a la hermandad de inmigrados y exiliados. Pasaron años hasta que una tarde de verano Jorge y Vélez se reencontraron. Hubo celebración. Muchas parrandas. El viejo círculo de amistades estaba roto, había solo dos o tres de los que se sabía algo. Entablaron ahora sí una buena amistad. Amistad en la que se pedía dinero prestado, se ayudaba con mudanzas, se pasaban navidades o años nuevos juntos. Se disfrutaba de una madurez activa. Comentaban las aventuras de tontos jovencitos de la que por parte de Vélez aun resurgían esporádicas actitudes que Jorge entendía, aguantaba y no podía quejarse; se querían entre amigos. Una tarde Vélez llamó desesperado a Jorge para que le ayudara a salir de su departamento. Cuando Jorge llegó, el departamento estaba en ruinas. Las ropas estaban regadas por todos lados, había en el suelo pedazos rotos de un espejo que iluminaban todo reflejando las enormes sombras que les pesaban por encima. Había sangre en el rostro de Vélez y tenía la mano derecha envuelta en una camisa blanca. La novia de este, estaba callada y encerrada en el cuarto. Jorge había llamado a su padre y le había pedido la camioneta prestada, había que mudar a Vélez lejos de ese lugar. Sacaron lo necesario. Solo ropas y un gatito de Angora. Cuando estaban a punto de salir, la mujer de Vélez salió del cuarto y comenzó a gritar majaderías y a reprochar la violencia de su hombre. «Dile a tu amigo lo que me hiciste» decía, siempre sin mirar a Jorge como si nunca lo hubiera visto antes. Jorge no dijo nada, salió y esperó afuera del departamento. Se oyeron más gritos. Mejor se bajó y esperó afuera del edificio. En la calle se oía todo lo que salía de las ventanas. Cuando su amigo salió, se marcharon con las cosas. 

A la semana siguiente, Vélez llamó a Jorge para invitarlo a tomar una cerveza. Fueron a un bar local en el barrio, donde había vivido Vélez con la mujer. Jorge entendió que su amigo estaba de vuelta en la casa. Y efectivamente lo comprobó cuando la mujer de su amigo se les unió en el bar una hora después. Ella iba en estado total de ebriedad. Jorge no se metió, no opinó nada. Él tenía sus propias experiencias como para juzgar a su amigo. Un mes más tarde, pasó otra vez una pelea y Jorge tuvo que ir al rescate. En esa ocasión cuenta de que mejor esperó abajo para no alterar a la mujer de su amigo, y cuando él bajó, tenía en la cara el rostro del dolor. Al cuestionar que era lo que había pasado, Vélez le contó que tenía dos o tres costillas rotas. La historia fue que viendo un partido de fútbol, Vélez celebró un gol brincando y cayendo mal sobre un costado de la cama partiéndose las costillas. Historia que Jorge nunca comprobó. Allá iban de nuevo, al rescate de la situación de Vélez. Jorge recuerda nunca haber sentido rencor por la mujer de su amigo, al contrario, eran muy amigos los tres, él no compartía ciertas locuras con ellos, como fumar marihuana o esnifar cocaína, pero lo que menos quería era verlos así. Dos años pasaron, entre idas y venidas hasta que la mujer de Vélez se fue a estudiar al extranjero. «Cuídamelo» le dijo a Jorge. Pero Vélez no quería ser mangoneado. Hacia unos meses atrás que había tenido una aventura con una cantante de opera, de la que Jorge lo había rescatado cuando una noche que no llegó a dormir, le dijo a su novia que habían estado juntos y de borrachos durmieron en casa de Jorge, la mujer enfurecida lo buscó hasta llamar a casa de Jorge a las cinco de la mañana para confirmar la versión de Vélez. Jorge afirmó que su amigo estaba durmiendo en la sala, cuando en realidad no tenía ni la menor idea de donde se encontraba, pero seguro era de que estaba con la cantante. Y Vélez siguió en sus conductas de jovencito descarriado mientras Jorge se alejaba poco a poco. Recuerda que en varias noches esas locuras de su amigo lo empujaban a querer practicar con él sacrificios aztecas, cuando le cortó el pecho con el filo vidrioso de una botella de ron en forma de machete. O cuando en una ocasión casi incendia la casa por imitar a Jimmy Hendrix y prenderle fuego a una guitarra. Cuando en otra ocasión, en una noche de Super Bowl, Jorge apoyaba al equipo contrario de Vélez y éste le reventó un vaso de cerveza casi en la cara. Jorge se hartó de las niñeces de su viejo amigo y se alejó de él rompiendo la promesa de cuidarlo. La gota que en verdad derramó el vaso y rompió la amistad no fue todo eso, sino la noche en que Jorge celebraba en su departamento con amigos cercanos su nueva vida, el nacimiento de una relación y un futuro con su amada mujer. Era una noche joven y alegre, con música y baile, y las letras de Juan Gabriel que animaban. Vélez actuó muy amargado, enojado por lo que veía, no le gustó para nada ver a su amigo en un hogar estable mientras él tenía que vivir con gente extraña, sin poder disfrutar de una digna privacidad. Al menos todo eso así lo cuentan Jorge y su novia, lo recuerdan triste porque su amigo no demostró nada de solidaridad en su nueva vida. Y Vélez escogió una excusa cuando Jorge le recordó esa tontería del sacrificio azteca y riendo le señaló esa cicatriz que Vélez carga en el cuello por quien sabe que locura de las suyas. Una cicatriz como nata, que Jorge nuca pensó ofendiera tanto al charlatán de Vélez. Pues eso explotó, eso no lo aguantó, eso era una ofensa, la mayor de las ofensas, no como las que él cometía, no como las que él logró enroscar en su vida, no, esta era lo peor y Vélez explotó y quiso actuar como que él era el dueño del entretenimiento, como que él era el show. Hasta que Jorge lo trató de calmar, se disculpó, pero para Vélez eso no era suficiente y mejor le dijo que se marchara pero Vélez no quiso irse y amenazó con palabras tontas y actitud pueril que Jorge, su amigo, de más de catorce años, no soportó, ni una más y la sangre se le subió a la cabeza y le reventó la nariz a Vélez de un derechazo. 

De la «Segunda Celda» pasan a «La Tercera», donde ya están a punto de hablar con el abogado defensor que se les pone. Ahí, es una celda como la primera pero más amplia. Solo hay una banca junto a un teléfono que es casi imposible de usar. Los hombres ahí actúan como si estuvieran en casa, están alegres, ríen, se cuentan lo que hicieron, muchos de ellos acostumbrados a estar ahí, se saben el sistema, se saben lo que viene. Hay dos retretes en ambos costados de la celda que no se pueden usar sin ser visto por los demás. Desprenden un hedor de lo más insoportable, pero a los poco minutos eso pasa de ser insoportable a ser un recordatorio. Es mejor estar estreñido que usar esos objetos medievales. En esa celda se ofrece de comer: sándwiches de crema de maní, un cartón de leche y una manzana. El piso está lleno de los desechos. En los techos se aprecian las rebanadas de pan pegadas que se entiesan y les recuerdan al curioso que de ahí eso no caerá en los próximos días, y la cuestión psicológica es: ¿Cuánto tiempo llevará eso ahí? 

Jorge conoció en esa celda a tres mexicanos: dos eran de Puebla y uno de Veracruz. Uno de los de Puebla le contó que se había visto envuelto en una trifulca con unos ecuatorianos en el barrio de Corona y fueron acusados, por sus contrincantes, de robo. Habían sido él y su amigo detenidos con las acusaciones de robo y asalto. Su amigo no se había peleado con nadie, fue arrestado simplemente por estar presente, ahí con él. Al otro mexicano, al de Veracruz, lo habían arrestado porque conducía con una licencia del estado de Delaware. Lo que pasó fue que al dar una vuelta prohibida, en una zona que no conocía (dijo ser residente en el estado de New Jersey) fue interceptado por una patrulla que para su desgracia iba pasando. Al entregar al oficial sus papeles, seguro y licencia, se le revisó el estado de su récord y encontraron que hacia unos años había sido portador de una licencia del estado de Washington. Esa licencia había sido suspendida y por eso fue arrestado sin importarles que ahora era portador de una nueva y limpia licencia, y de otro estado. 

Cuando se le da al detenido su turno de hablar con el abogado defensor, su nombre suena raro, se pierde dentro de «La Celda». A veces uno está en tal trance de desesperación que no reconoce el pronunciamiento de las letras que forman su nombre. Tanto y tan rápido se pierde esa virtud ahí adentro que uno se olvida de quien es en tan solo unas horas. Hay en la celda, en cada extremo, dos cuartos pequeños donde se dan las entrevistas entre abogado y detenido. Jorge habló con su abogado. Se declaró culpable del golpe que le propinó a Vélez. El abogado le aseguró que no era un delito grave pero que tendría que mantenerse alejado de la persona por un periodo de seis meses. Sin embargo, antes que Jorge declarara, el abogado defensor por orden de la corte y por ley, así dijo, quiso saber si Jorge era residente legal en el país. Jorge contestó que sí, que tenía «El Permiso» de trabajo. No hubo más preguntas, el abogado desapareció en los pasillos que solo se veían a medias. Cuando Jorge regresó a «La Celda», no pudo hablar con los otros detenidos, los mexicanos, ya estaban hablando con su abogado y no le dio tiempo de prevenirlos. A ellos también se les preguntó su estatus legal, ellos no tenían papeles. Al salir de la entrevista charlaron otra vez. Se juntaron e intercambiaron distintas versiones de lo que les esperaba, de lo que habían podido entender. No hablaban inglés y tuvo que ir un traductor a explicarles todo. Desde afuera de los barrotes, sin entrar, el traductor les explicó que se los iban a llevar a un centro de detención de ICE (Immigration and Customs Enforcement). Los dos mexicanos, aunque les estaban hablando en su idioma, pusieron caras de niños perdidos en una gigantesca kermés. El traductor dijo que lo sentía mucho, que esperaran y ya venían por ellos. Estas últimas palabras sonaron tan ridículas, como si ellos tuvieran que ir a otro lado. O como si pudieran. El otro mexicano, el arrestado por la licencia suspendida, también corrió con la misma suerte. Al no tener papeles, ni siquiera tuvieron la oportunidad de ver a «El Juez». Se abrió la puerta de barrotes y al correrse rechinó con un gran estruendo de terror. Algunos detenidos que estaban cerca se hicieron a un lado para que los mexicanos salieran. Jorge dice, que antes de que eso pasara, el mexicano de la pelea, le había contado de que su novia estaba embarazada de seis meses, de una niña. La pobre ni sabía que lo habían arrestado. En la pelea él perdió el celular y por más que entre él y su amigo intentaron recordar números no lograron recuperar ni uno atrancado en las memorias. No pudo llamar a su pareja para avisarle. Por ende, tampoco se iba a enterar de que se lo llevaban al centro de detención de inmigración. 

Otra cosa más desesperante fue que él tenía consigo la tarjeta de débito de su cuenta bancaria, en la cual tenía un dinerito ahorrado, al cual su novia no tenía acceso, ni una segunda tarjeta, y en el banco no la iban a dejar retirar dinero pues no era una cuenta compartida. Una tragedia de la que Jorge quiso ser de ayuda. Trató de pedirle al muchacho que le dejara la tarjeta a él, y por supuesto el número personal de identificación, pero a la vez, él sabía muy bien que confiar en un desconocido y detenido era apostarle al diablo. Jorge persuadió al muchacho a que mejor se llevara la tarjeta y ya estando en el centro de detención contactara a su pareja. Lo difícil era, que también ella era ilegal y pues ¿cómo haría para ir a verlo allá? Los guardias gritaron los tres nombres, los tres mexicanos se pusieron de pie. Jorge también lo hizo, se dieron la mano. A uno de ellos lo abrazó y le dijo que tuviera ánimo. 

«¿Y cuanto tiempo te dijeron que ibas a estar allá?»

«Dijeron que en un año tenemos la cita aquí para ver al juez y recibir sentencia».

«Puta madre, o sea que ni siquiera te deportan ahora mismo».

Salieron cabizbajos, la puerta de barrotes se cerró chillando con ése llanto de terror. Hasta que el fuerte grito del seguro cayó y los encerró otra vez. Esa fue la suerte de muchos detenidos en Queens durante el tiempo en que ICE (Immigration and Customs Enforcement) tenía su escritorio en la misma corte del condado. Más de tres mil indocumentados fueron detenidos por el NYPD y puestos a disposición de las autoridades de ICE. Sin ver a un juez, la mayoría. Ese número, solo en el condado de Queens.  

Llegó el turno de pasar a una «Tercera Celda» en donde ya solo esperaban ser llamados para enfrentar al juez. Jorge pasó las horas más largas ahí, otra vez estar en una celda muy pequeña entre por lo menos treinta detenidos. Parados todos, arrimados a los barrotes como si eso acelerara el proceso. Algunos los llamaban y ya era su salida, otros regresaban, enojados, tristes. Jorge salió y encaró al juez. Sentencia: permanecer seis meses alejado de su ex amigo, al menos quinientos pies. Y regresar a la corte en tres meses para comprobar que ha tenido buena conducta. Se puede ir a su casa. 

Al salir, una tormenta de lluvia lo esperaba. Sin saco, sin suéter. Un tipo al que no conocía y nunca había visto, le vio tan empapado que le regaló un suéter. Con la excusa de que él no lo necesitaba.  

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