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miguel teposteco
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La CDMX que no veremos mañana

La Ciudad de México (CDMX) es un monstruo de miles de edificios, muchos de ellos mal colocados, en cientos de calles y avenidas. Allí viven 21 millones 581,000 habitantes, según el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU (2018), sin contar todas las personas que se trasladan hasta la capital para trabajar, estudiar o salir con amigos o pareja.

Las políticas públicas se plantean a sabiendas que no beneficiarán a toda la ciudadanía y que mantener buenos resultados a largo plazo implica contar con la confianza hacia un gobierno que aún no llega. La mejoría urbana conlleva una rarísima combinación entre buena gestión política y una continuidad adecuada.

Es difícil saber si en contextos de extrema pobreza y violencia podría existir algún gobierno capaz de juntar esta fórmula política y reducir índices delictivos y problemas urbanos infinitos.

Mientras recorro algunas de las alcaldías de la CDMX y escucho las palabras de los vecinos, me pregunto si alguna administración puede reparar los miles de kilómetros de pavimento mal puesto, de drenaje mal colocado y al mismo tiempo resolver problemáticas sociales muy complejas que devienen en delincuencia. En contextos tan difíciles un mal gobierno puede dejar heridas profundas en una ciudad.

Un gobernante, como mínimo, debería recorrer las calles y escuchar a la gente y sus reclamos, sin importar cuán amargos sean porque así es la sociedad que está gobernando: crítica, con problemas y dramas reales que duelen y que necesitan atención. El estar frente a una administración no debe generar miedo a la sociedad, sino empatía.

El filósofo y sociólogo Jürgen Habermas recuerda en su texto Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión que el Estado no puede sostenerse por sí solo pues no tiene todas las fuerzas para contener la complejidad de tantos seres pensantes. Hay estructuras religiosas, políticas y económicas que mantienen un orden social. Aunque habría que agregar que muchas lo hacen a través de la opresión.

Ante esta reflexión, me queda en el pecho cierto sentimiento de orfandad al ver los problemas que aquejan a la ciudadanía. Pero también siento mayor fuerza para luchar por las causas sociales, aún sabiendo que el océano de conceptos y de vida es más grande que cualquier grupo de personas organizadas. Es gracias a esa complejidad que podemos imprimir a la sociedad cambios profundos, pero no para disfrutarlos de inmediato, sino para que alimenten un largo sendero social que les tocará recorrer a los desconocidos que vivirán en el futuro. A eso huele la ciencia ficción: a cambios que por edad no viviremos, y a la esperanza que sean maravillosos, o al miedo a que sean desastrosos.

Es normal sentir miedo, como es normal avanzar en la oscuridad sin saber dónde está la pared. Y es gracioso dimensionar lo pequeñas que son las políticas públicas ante la inmensidad de una sociedad que las demanda, que exige que sean cada vez mejores y más sofisticadas.

Sin embargo, esa lucha por mejorar nuestra ciudad no es estéril. Y como seres que caminamos por esta capital tan inmensa, nos toca alzar la voz y contribuir a que estas bonitas sociedades de hoy no se vayan al carajo.

En una Ciudad tan compleja como lo es la capital mexicana esa pregunta vuela en el aire contaminado y ruidoso. Los ciudadanos tenemos ese conflicto: la incertidumbre de sus nuestros problemas locales no solo no pueden ser atendidos por el gobierno, sino que cada tema de seguridad y de economía, de género, de arquitectura, está cruzado por miles de millones de acciones que pueden sacar de rumbo la mejoría. Vivir una situación peor a la que siempre vivimos nunca falta. Siempre hay una forma de estar peor.

Sin embargo, ¿es estéril esperar cualquier mejoría? No.

Aunque suene utópico, creo que la sociedad debe confiar en sí misma y en su poder de organización para alcanzar un bienestar común, sin dejar de estar conscientes de que luchan contra males que están «debajo de la mesa» y que tardarán en desaparecer.

Así, imperfectos, tenemos que recobrar los pedazos de la rota democracia, o intentar revolucionar y navegar a toda velocidad hacia una teoría más sofisticada y rigurosa, que no admita dejar a las minorías afuera ni al bien social. Sí, una teoría de izquierda, como un movimiento político mejor al que nos dejaron generaciones pasadas.

Por lo menos en México, ocurrió un choque cultural. Y cada tanto, frente a las columnas de intelectuales, periodistas y escritores, nos preguntamos si esos ataques a las libertades individuales y colectivas de las voces de la derecha son el patrimonio histórico que vamos a recibir. Yo creo que no. Al mirarnos a los ojos, podemos generar una mejor izquierda, sofisticada y llena de esos debates que nos hicieron soñar con la identidad nacional.

Ahora sabemos que somos uno y que somos muchos. Que no podemos hablar de cultura sino de culturas y que todo se atomizó. Ya no podemos simplemente probar de nuevo a ver si el error del pasado se convierte en triunfo. No olvidemos que en la raíz de la izquierda nacieron dictadores y que, viendo a un mejor futuro, podemos planear un Estado a favor de la sociedad que no tenga que pudrirse en despotismo y corrupción.

Llamo a eso: a que la juventud y la experiencia se unan en la búsqueda de una mejor izquierda. Una que se prohíba el abuso y la desigualdad y que busque la reinvención constante. Que desde las universidades, las calles y las casas se funde una clase política de estadistas, no de oportunistas.

¿Será mucho pedir? Supongo que sí, se pide desde hace siglos, pero ¿Quién me manda a seguir con la esperanza en el corazón? Tal vez, ese sea siempre el punto de partida del juego.


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