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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

La casita de fresas

En un lejano reino rodeado de montañas de mazapán, ríos de cola-cao y nubes de algodón, la Reina Fresun pasaba los días en su castillo. Vivía sola desde que sus padres se habían ido muy lejos. Sabía que en algún rincón de la memoria ellos la observaban y la cuidaban, pero en su día a día tenía que lidiar con el fantasma de la soledad. La casa de la Reina Fresun estaba hecha de fresas. En vez de ladrillos, las fresas sostenían las vigas del castillo. Cuando Fresun tenía hambre, arrancaba una fresa de la pared, se la comía y el fruto se reproducía solo como por arte de birlibirloque.

Hija mía, nunca olvides que te amo.
La vida está llena de momentos difíciles y de momentos bellos.
No permitas que nadie te diga que no puedes hacer algo, ni siquiera yo.
Si tienes un sueño, tienes que protegerlo e intentar que se haga realidad.
Pero para alcanzar esa meta pasarás por muchas dificultades.
De entre todas las fresas de este castillo, una te demostrará que tienes luz dentro de ti, que brillas, que eres especial, que estás hecha para ser feliz y hacer feliz a los demás. ¡Arráncala y degústala como la vida tiene que saborearse!

De entre todas las fresas de este castillo, una te demostrará que tienes luz dentro de ti, que brillas, que eres especial, que estás hecha para ser feliz y hacer feliz a los demás. ¡Arráncala y degústala como la vida tiene que saborearse!

Con este consejo martilleándole en su cabeza día y noche, la Reina Fresun comía decenas de fresas sin cesar desde que sus padres faltaban. Recorría todos los pasadizos del castillo tratando de buscar la fresa de la felicidad. Pero cada vez que arrancaba una fresa de la pared, ésta se reproducía, convirtiendo en vano su esfuerzo. Pensaba que la fresa de la felicidad no aparecería nunca. Además, todas le sabían igual. ¿Cómo distinguiría cuál era la fresa indicada si el sabor de todas ellas era el mismo? A menudo se sentía triste y desamparada porque no contaba con el apoyo de sus padres. Lo que más echaba en falta era sentirse ella misma, saber que dijese lo que dijese siempre estaban allí, que nunca la rechazarían. Es lo maravilloso de los padres, que no tienen capacidad de ofensa. Fresun recordaba que solía contar muchas tonterías a su madre, cosas que jamás diría a sus amigos o los empleados de palacio porque se avergonzaría. Sin embargo, transmitírselas a su madre no le provocaba ningún temor porque aunque le dijera que estaba loca o era tonta, lo hacía con amor y no se lo tomaba a mal. Afortunadamente, contaba con el Elfo de los Bosques para aclarar sus dudas en el sendero de la vida.

– Elfo de los Bosques, ¿hace cuánto tiempo que vives aquí?

– Yo vivía en un reino lleno de niños felices. Cada uno de ellos tenía una fresa en su dormitorio, una fresa dulce, muy sabrosa, que no se acababa nunca, que tomaban todas las mañanas y hacía que estuviesen contentos y felices.

– Yo tengo muchas fresas en este castillo- dice la joven reina.

– Hay veces que basta con tener una sola fresa para apreciar la verdad de las cosas, mi querida Reina Fresun- subraya el Elfo de los Bosques atusándose sus largos y canosos cabellos-. Tus padres mandaron a mi reino a un caballero a bordo de un corcel blanco. Recorrió decenas de kilómetros e incluso atravesó el territorio de la Bruja Katal, poblado de dragones que lanzan fuego y cocodrilos enormes con colmillos interminables. Ya sabes que la Bruja Katal atrapa para siempre a los niños infelices.

El padre de la monarca había mandado un pergamino escrito de su puño y letra al Elfo de los Bosques, que decía así: 

Nuestra hija no es feliz, está triste, tiene centenares de fresas a su alrededor y no logramos que sonría nunca, sus mañanas son siempre iguales, no confía en el futuro, ni siquiera en nosotros. ¿Qué pasara cuando nosotros no estemos?

– Recuerdo esta frase como si fuese ayer- dice el Elfo de los Bosques-. De hecho, la llevo siempre conmigo.

– ¿Y qué pasó?

– Consulté el oráculo y me indicó que tenía que venir aquí para evitar que una hermosa princesa de rizos dorados y mirada angelical cayera en las redes de la Bruja Katal.

– Esta mañana he cogido todas estas fresas de las paredes del castillo. Pero todas saben igual.

– Por mucho que arranques más y más fresas y las deposites en un bol, si no elaboras una receta en tu corazón para que el sabor de una de ellas sea diferente al resto te pasarás toda la vida comiendo lo mismo y no apreciarás el sabor auténtico de la existencia.

El Elfo de los Bosques estaba preocupado por la Reina Fresun. Cuando sus padres estaban a su lado se la veía feliz y contenta, siempre corriendo por los jardines de palacio, hablando con las cocineras y jugando con los artesanos que vendían sus abalorios en la plaza mayor. Aunque decía que se encontraba bien y que había aceptado que sus progenitores ya no permanecían a su vera, el Elfo de los Bosques sabía que la tristeza se había adueñado de su corazón. Cansado de la falta de entendimiento de la Reina Fresun, el Elfo de los Bosques pensó que entraría en razón a través de un juego. Ofreció a la Reina Fresun varias cartas.

– Vamos a jugar, Fresun. Coge una carta y léela.

– Es una carta con la palabra “regalo”.

– ¿Qué te sugiere?

– Un bien que uno de mis sirvientes me da el día de mi cumpleaños o las ofrendas que el consejo de ancianos del reino me mandan a palacio en el aniversario de mi subida al trono.

– Fresun, ¿qué te sugiere de verdad la palabra regalo? Navega en tu interior.

La Reina Fresun cerró momentáneamente los ojos y los abrió mirando fijamente al Elfo de los Bosques.

– Recuerdo a Pelusines. Era un muñeco hecho de lana y de colores muy vivos. Verde, amarillo, rojo, blanco. Pasaba el día a su lado y mis padres decían que hablaba con él a todas horas. También me acuerdo de mi primera Barbie. La Barbie peluquera. Me la regaló mi tía Victoria unas Navidades que fuimos a su palacio y me encantaba jugar con su salón de peluquería y peinar a todas mis amigas con su set de tijeras, rulos y peines. ¡Y la cocina mágica de la Señorita Mari Pili, con sus boles de porcelana y cubiertos de alpaca con los que preparaba a mis padres unas ensaladas para chuparse los dedos!

– ¿Hablas con Pelusines ahora? ¿Tienes una Barbie a la que peinar? ¿Para quién cocinas?

– Hablo con mucha gente y como todos los días.

– Pero no hablas con Pelusines ni te metes en la cocina a preparar esas ensaladas tan ricas. Ya te las dan hechas. Coge una fresa de este bol y dime a qué sabe.

– Está un poco más ácida que la anterior.

– Coge otra carta y lee en voz alta su contenido.

– Es una carta con la palabra “lobo”.

– ¿Qué te viene a la cabeza cuando oyes esta palabra?

– Recuerdo una vez que mi padre me llevó a los terrenos de la Bruja Katal. Yo era muy pequeña. De hecho, creo que no pensaba en esto desde hace muchos años. Lo tenía aparcado en un resquicio de mi memoria.

– ¡Es hora de recuperar ese recuerdo!

– Mi padre me dejó sola un rato cerca de un pantano. Yo tenía mucho miedo porque el cocodrilo de enormes colmillos vivía allí y el nigromante del reino siempre andaba contando cosas horribles sobre él. Decían que de un solo mordisco podía tragarse a un niño entero. Era de noche y sentía cómo las ramas de los árboles me acechaban. Tenía la sensación de que formaban una especie de círculo alrededor del pantano en el que vivía el cocodrilo de enormes colmillos. El círculo se iba haciendo cada vez más pequeño y yo estaba en el centro. Pasé mucho miedo pero no cerré los ojos en ningún momento. Al revés, contemplé las ramas de los árboles, escuché atentamente los sonidos del bosque y me preparé a mí misma para mirar cara a cara a la Bruja Katal si osaba presentarse ante mí. Mi padre llegó al cabo de dos horas a lomos de su hermosa yegua blanca y me recogió. Me dio un beso en la mejilla y me miró con unos ojos de amor y paz que jamás olvidaré.

– No te engañes. A menudo olvidas esa mirada de tu padre, esa mirada agradecida fruto de la prueba de valor y coraje que habías superado en los terrenos de la Bruja Katal. Tu padre se arriesgó dejándote un par de horas al amparo de la maga porque confiaba en ti y sabía que saldrías victoriosa. Solo los niños buenos y puros de corazón superan esa prueba. Coge otra fresa del bol y dime a qué sabe.

– ¡Qué dulce! Ni ácida como la anterior ni con un sabor monótono como las que llevo comiendo tantos y tantos años. Se parece a las fresas silvestres que crecen en los aledaños del palacio de mi tía Victoria, situado al borde de unas montañas nevadas.

– ¡A conquistar esas montañas de nuevo, Fresun! Lánzate por ellas con tu trineo hasta que la nieve te azote el rostro. Después vuelve a subir a la cumbre y grita con todas tus fuerzas. Deja que toda la tristeza salga por tus pulmones.

– Pero a veces me da miedo volver a lanzarme por la espiral de la vida.

– Arriesgar es ser feliz, es apostar por el cambio, porque tu corazón lata con más fuerza y porque seas la reina más dichosa del mundo.

Los padres de la Reina Fresun le habían enseñado que la igualdad es la clave de la felicidad, independientemente de la procedencia social, el sexo y las preferencias personales. ¿Dónde estarían? A menudo se lo preguntaba, en especial por la noche cuando se metía en la cama. Cuando era niña, su padre solía cogerla en brazos cuando se quedaba dormida en el sofá viendo el 1,2,3 y la llevaba hasta su dormitorio. Le daba un beso en la frente y la tapaba con el edredón. Echaba de menos ese beso de buenas noches.

– Quiero bailar, quiero cantar, quiero abrir las puertas de palacio para que todo mi pueblo disfrute de toneladas de fresas de diferente sabor, que me cuenten cómo son sus vidas, que riamos juntos, que saltemos, brinquemos y nos emocionemos. Abriré a todos los niños las salas de juego que mis padres mandaron construir cuando nací. Podrán disfrutar de todos los juguetes que quieran. Si no existe el juguete con el que sueñan, lo mandaré hacer y jugaré con ellos. Haré que se cumplan los deseos de todos los niños de mi reino.

– Intenta retener cada momento, Fresun. La vida tiende a escaparse de las manos. Se escurre como cuando te lavas las manos por la mañana en la fuente del jardín. Si no pones un tapón termina desapareciendo. Tus padres, antes de irse, me dijeron que descubrirías el camino. Pero lo harías por ti misma. Un día te levantas de la cama y te das cuenta de que puedes cambiar el mundo. Quizá llevas toda la vida escuchando cómo los demás te dan consejos para modificar tu pequeño universo, consejos y sugerencias, órdenes a veces. Pero no les haces caso. De repente, sin ser consciente de ello, algo o alguien sirve de revulsivo para que ese cambio que estabas esperando se convierta en realidad. Coge la última fresa del bol y dime a qué sabe.

– ¡Ácida y dulce a la vez! Tiene unos pelillos que me hacen cosquillas en la boca pero que a la vez me gustan. Noto un tacto aterciopelado. La acidez aparece y desaparece y se conjuga con el sabor dulce. Diría que sabe a… Sabe a…

– Dilo, Fresun. No tengas miedo.

– A vida.

– La vida no pasa y punto. ¡La vida es! Cada instante y cada segundo componen ese torrente de sensaciones que no todos saben comprender. Las personas no debemos vivir disfrazadas de otras personas, debemos vivir impregnados de nosotros mismos. Tienes que emocionarte con todo lo que se cuele a través de tus sentidos: al saborear esta fresa, comer un buen cocido de los que te prepara la cocinera del palacio o leer uno de los libros que confecciona el escriba real. Fresun, has encontrado la fresa de la que hablaba tu padre. Ahora mira por la ventana, cierra los ojos y dime qué ves.

– Veo a mis padres que me saludan, me lanzan besos y tiran fresas como si fuesen gotas de lluvia desde su castillo del cielo.

Y así, gracias a las enseñanzas del Elfo de los Bosques y la fuerza de su corazón la Reina Fresun recuperó la confianza en sí misma y encontró el camino de la felicidad. Sus padres le ayudaban desde su país encantado con su energía y su amor. Para ella seguían vivos porque les sentía a su lado en cada momento del día. Volvió a hablar con Pelusines, ofreció su palacio a todos los niños de su reino y fue consciente de que era especial sin temor a demostrarlo ante los demás. Eso fue lo que le habían enseñado sus padres. Gracias a la memoria y su imaginación continuaba estando con ellos. Porque la memoria, pensaba, es el único paraíso del que no podemos ser expulsados.

FIN

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