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eduardo villades
Photo Credits: Andrew Filer ©

La cajera

Por la calle del Medio de Calafell me siento como en casa, con su trajín de comercios, el sonido de las chanclas de los turistas alemanes al meterse en algún charco con su chof, chof tan característico y el aroma de un arrossejat recién hecho.

Metiéndose por la calle Montserrat, cerca de la iglesia y con las vías del tren como testigo silencioso, se encuentra el supermercado. Digo el supermercado y no un supermercado porque para mí es especial.

Desde que soy pequeño siempre me ha entusiasmado el ruido de los productos cuando el código de barras pasa por el lector.

Pi, pi, pi, pi.

Junto con el chof, chof, pienso que es una de las onomatopeyas más hermosas que existen, casi comparable a la sensación que debe de dar a la farmacéutica raspar con el cúter el trozo de papel con las indicaciones de la posología del tranxilium, arrancarlo y colocarlo en la encimera, al lado de la caja registradora, con un buen pedazo de cello.

Susana es la cajera más guapa del supermercado.

Sé como se llama porque lo pone en su placa identificativa. Sé también que es de Constantí porque una vez la seguí a la salida del trabajo.

Solamente entro cuando hay muchos clientes para escuchar el ruido de los productos pasando por el lector y porque no quiero que Susana piense que me gusta. Si entrase cuando el establecimiento está vacío podría dar la sensación de que me atrae porque mis ojos no engañan. Y soy muy vergonzoso.

La gente es muy básica y no se da cuenta de que el ruido del lector cambia en función del producto.

El de los vinos y las cervezas es diferente del que emiten los pañales, cuyo pitido es parecido al de la carne envasada, si bien dista del ruido del elixir bucal.

Susana también cambia día a día. Estoy convencido de que no se da cuenta de la belleza que transmite en función de cómo se filtra el sol por la verja de la entrada del súper.

A menudo le cambian el taburete. Por la crisis, cada vez le ponen asientos más incómodos y eso también se percibe en su rostro. Si de mi dependiera, la sentaría en un trono de rosas muy mullido y esponjoso. Me gustaría convertirme en su sirviente, en su mayordomo. Aparte de besos embotellados, le llevaría a ese trono de rosas un buen xató y unos cossetans con frutos secos, avellanas caramelizadas y sirope.

Yo creo que no tendrá novio. Si lo tuviese me daría igual, no soy celoso y jamás se ha fijado en mí ninguna chica, de manera que sería un poco tonto si Susana me dijese algo y la ignorara.

A veces, al hacer cola, he oído alguna de las conversaciones que mantenía con su compañera. Muchos clientes pasan por la caja sin dejar de hablar por el móvil y no se dignan en dirigir una mirada al empleado.

Susana se queja de esto. En una ocasión me enteré de que la empresa propietaria de la cadena de supermercados les vigilaba con espías y cámaras ocultas.

Si yo saliera con Susana nunca la vigilaría y la querría mucho.

Está un poco gordita, de manera que tendría que tener cuidado al darle los cossetans o se me pondrá más lozana si cabe.

Debe de medir 1,60, aunque con tacones aparenta más. Nunca la he visto con tacones, de hecho nunca la he visto de pie, pero si la llevara a cenar estoy seguro de que se pondría unos tacones rojos muy altos. Su pelo es negro, muy oscuro, como el azabache, para mí que tiene ancestros árabes porque su mirada me recuerda a la actriz de una película que vi cuando era pequeño y que recreaba Las mil y una noches. Salía una princesa de Eritrea bailando la danza de los siete velos. Susana la bailaría para mí y yo la esperaría en la cama, desnudo, lleno de aceites vegetales que yo mismo me habría untado por todo el cuerpo para que después ella me lamiese de arriba abajo. Yo le haría lo mismo, aunque la untaría con chocolate. Soy muy goloso.

Lo que más me llama la atención de ella es su carácter cuando increpa a los clientes. En varias ocasiones ha tenido que coger a alguno por banda cuando intentaba salir con una botella de vino escondida en la barriga. Le sale la vena mediterránea, una mujer de armas tomar, aguerrida, con carácter, da la sensación de que acaba de bañarse en el río Francolí, cercano a su casa, y que sus frías aguas provocan que suelte lava por la boca. Incluso me recuerda a alguna de las protagonistas de las viejas películas del neorrealismo italiano que veía cuando era adolescente y soñaba con convertirme en Roberto Rosselini moldeando a Silvana Mangano, Claudia Cardinale o Anna Magnani. Es lo que tiene el Mediterráneo, un no sé qué indescriptible, que en Tarragona se mezcla con antiguos sonidos romanos y con la magia de la Costa Dorada de mi querido Calafell.

Estoy un poco nervioso porque es la primera vez que entro con el supermercado vacío.

Son las nueve de la mañana y acaban de abrir. Susana tiene cara de sueño. Creo que voy a comprar café. Es posible que cuando lo pase por el lector de códigos de barras el sonido le indique que quiero invitarla a uno. Por probar que no quede.


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