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arturo serna
Photo by: Jörg Schubert ©

La bruja de Berlín

Desde que se fue, sentí un rechazo enorme por la figura fugitiva de mi madre. Pero eso no podía evitar la premura, la curiosidad, la expectativa de cruzarla, de verla aunque fuera de lejos, de conversar con ella en un café de una ciudad desconocida o en la vereda de una estación de trenes. Empecé a viajar para encontrar a mi madre.

Con el paso de los años, los viajes se convirtieron en una forma de vida. Los veía, sobre todo los que hacía solo, como una forma de revelación. Creía, ingenuamente, que durante el trayecto algo se revelaría, la forma de la vida, el sentido de la existencia. El viaje era, por ese entonces, una forma filosófica. No me daba cuenta del todo que tenía una visión romántica del desplazamiento geográfico. Me subía a un bus o a un avión –para eso servía lo que ganaba como mozo en los bares y lo que ahorraba en el verano– y me instalaba en una ciudad por un mes. Así pasé noches en San Pablo, Santiago de Chile, Patagonia, Amsterdam. El viaje más osado fue a Alemania. Ese tenía un sabor especial. Todos conocen esa conversación entre Heidegger y Ortega en la que el maestro alemán le dice al español que ya es tarde para que aprenda griego y que lo único que le queda es aprender alemán, la lengua de la filosofía. En esos años nacionalistas, existía la convicción en Argentina de que no había otra patria para la filosofía: esa tierra era Alemania. Llegar a Berlín fue un bálsamo y un oasis. En contra de lo que había pensado, era una ciudad cosmopolita, llena de pasado y atiborrada de huellas del horror y del crimen. La gente se movía tranquila por las calles. Para mí, era el síntoma del fracaso de Europa. ¿Qué sentido había tenido la cultura de Alemania (Goethe, Schopenhauer, Rilke, Nietzsche, etc.) si habían terminado en el nazismo? Pero ahí estaba, entre los trenes y los humanos tratando de encontrar alguna pista del caos, del terror, de la masacre. Por supuesto, no encontré nada.

Antes de viajar, la acribillé a tía Conchita con preguntas. Aún hoy creo que ella sabía pero se hacia la tonta. Tía Conchita sabía dónde estaba mi madre pero nunca dijo nada. Quizás en la forma de su silencio, entreví una sospecha. Iluso, supuse que podía cruzarla en algún barrio de Berlín. Durante días y noches la busqué denodadamente, como un maniático. Lo único que hallé fue una mujerona morocha y vieja, una actriz secundaria que había abandonado la actuación. Frederika había actuado como extra en Las alas del deseo, la película de Wim Wenders. Una noche sin luna, con el cielo encapotado, Frederika me convenció de que debía consultar con una adivina. La mujer era una rubia delgada, pizpireta, suelta de cuerpo, y estaba tirada en un sillón de terciopelo rojo, en una sala chica. Me cobró cinco euros para decirme que lo peor que tienen los racionalistas –estaba hablando de mí– es que creen que lo saben todo. El dictamen instaló la desilusión en mis entrañas. La consulta azarosa funcionó como una jarra de Pandora. Pensé que la desconfianza de Heidegger en la técnica (en la ciencia y en la razón) se igualaba con el dictamen barato y convencional de la bruja rubia: el golpe a la razón era el mismo. “La razón puede pudrir la vida”: eso decían Heidegger y la rubia pícara. ¿Era Heidegger un brujo desilusionado y triste? ¿No era una burla que el irracionalismo de Heidegger coincidiera con las palabras causales de una bruja? Sí, era un sarcasmo, el peor sarcasmo, algo que Hannah Arendt no hubiera soportado. Ella, la más brillante pensadora judía, no hubiera soportado enamorarse de un delirante brujo alemán. Pero lo cierto es que la coincidencia forzada me obligó a pensar en el propósito último de la filosofía. Las frías noches berlinesas cambiaron mi idea de la función del pensamiento. Si la especulación no sirve para vivir, entonces no sirve para nada.


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