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Fabian Soberon
cronicas urbanas

La brisa estólida de Washington Square

Cerca de Washington Square hay un carro plateado de comida árabe. Ahí trabaja Bruce, un marroquí que tiene un ojo desviado. Bruce se levanta temprano y sube al subte desde Brooklyn y se baja en la parada de Broadway. Es un rito citadino y laboral. Camina voluntarioso y llega resoplando hasta su carro de comida.

Abre las puertas del carro y levanta la ventana de los clientes. Bruce prepara la carne de cordero y el pollo y las verduras. Enciende la sartén negra y el fuego se mezcla con el infierno exterior. El ruido de la fritura inunda la mañana y el humo empieza a salir hacia el aire límpido de Manhattan.

El primer cliente le pide un falafel y Bruce lo prepara gustoso. Es un negro petiso y morrudo y está con una chica. Ella se agarra el vestido y mira hacia las torres. Yo la miro y ella ni se entera.

Hace veinte años que vivo en Nueva York, me dice cuando le pido dos faláfeles y un kebab de cordero. Hace veinte años. Tengo dos hijos. Uno de 7 y otra de 10 años. Mis hijos nacieron acá. Yo nací en Marruecos.

Lo miro preparar el falafel. Se pasa la manga de la remera y se seca la transpiración. Dentro del carro hace cuarenta grados como mínimo. La fritura suena como una música diurna y Bruce se mueve al compás de la sartén. Giro mi cara y veo las cabelleras de los árboles que se mueven con la brisa estólida del verano.

De dónde eres, pregunta.

Le explico y sigue con la preparación.

Pido dos sodas y me indica que están en la heladera de abajo. Las busco. El hielo se derrite, presuroso, mientras un carrito con dos ruedas pasa por la calle. Lo empuja un muchacho negro, desgarbado, alto. Tiene una remera roja y un pantalón de jean. El carrito lleva cartones y latas de gaseosas y cervezas. Es el cartonero secreto de Manhattan. ¿Dónde va el cartón de la isla?

Bruce cuenta que su padre le propuso estudiar y que él no aceptó.

Prefería trabajar. No sé, dice, creía que el mundo era mío. El mundo es de los voluntariosos. Yo soy un hombre de trabajo. Y aquí me ves. Muchas horas en este carro. De la mañana a la noche. Aquí me la paso sufriendo.

Vuelvo mi cara y me pierdo en las escaleras de incendios. Las torres pululan como tentáculos que tocan el cielo. Cientos de ventanas y cientos de vidas colgadas de los departamentos. Cientos de pasiones y de labores y de ansiedades. Esta ciudad es un laberinto de deseos, etnias, arte, helicópteros, río Hudson y desolación.

Yo hablo cinco idiomas, dice Bruce. Austríaco, español, inglés, francés y alemán.

Yo no le creo. Para probarme, le dice al nuevo cliente una frase en alemán. O en algo parecido. Y el señor lo mira alelado, curioso.

Espero mis platos y Bruce mueve despacio el cuchillo largo para cortar la carne.

Ves, acá solo dominan el inglés, dice, orgulloso, Bruce.

Al rato, luego de un silencio, me pregunta si soy de Colombia. Rápidamente se ha olvidado que soy de Argentina. Y después pienso que no, que no es el olvido sino el aluvión infinito de ciudadanos de todos los lugares del mundo que pasan por el carro. Para Bruce todos somos lo mismo. Y para Nueva York, Bruce es uno más.

Bruce suda mucho y en la frente y en las manos se cuela la humedad imbatible del verano. Él vive en su carro sólo por el dinero. Su carro es él y el calor y los billetes lo atrapan a toda hora. Me cuenta que sólo puede sobrevivir si trabaja dieciséis horas por día.

Si trabajo ocho no llego a fin de mes, dice, y la angustia se le sube a la garganta. Y el sudor se mezcla con la desilusión.

Esta ciudad es muy cara, agrega.

Los dólares corren por sus manos. El aceite y el oprobio envuelven su cara.

¿Esta es la ciudad de las oportunidades?

Tengo dos hermanos. Ellos estudiaron. Farmacia y medicina. Y yo no. ¿Cómo sería mi vida con el estudio?

No tengo respuesta. Bruce sí la tiene. Pero no dice nada.

En medio del vacío, mueve su ojo desviado. Como si ese ojo escondiera un secreto, un atisbo de su vida posible en una ciudad que lo engulle entre subtes, taxis y avenidas.

Bruce estira su brazo y coloca los platos en una bolsa plástica con una sonrisa de cotillón. Es la sonrisa de la pobreza, pienso.

Aquí esta, dice con un acento extraño.

Muchas gracias, le digo.

Thank you, responde Bruce. Good Luck.

La suerte está echada para Bruce, pienso mientras los árboles de la plaza me acarician la cabeza.


Photo Credits: eflon

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