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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

La barrica de mis sueños

Su historia comenzó en un viaje de autobús. Escapó del yugo de su padre y la histeria de su madre, del androcentrismo dominante en su pueblo, del machismo de sus compañeros de clase.

Escapó de la nada para buscar el todo.

Era menuda, estilizada, su piel aceitunada delataba su origen, en la Andalucía profunda, rodeada de olivos y bañada por la brisa del Mediterráneo. La comparaban con Lola Flores en sus mejores tiempos e incluso con Paquita Rico, aunque sus ojos aguamarina tenían algo de nórdico.

Su cabello negro se perdía en tirabuzones sin fin por unos hombros bien perfilados. Sus pechos, diminutos pero firmes como dos melocotones maduros listos para comer. Me los ponía encima y me torturaba con ellos a mazazo limpio. Yo me dejaba hacer. La recorría entera, sin pagar peaje, me excitaba el rol que asumía de ama de prisiones, encerrados en la bodega, con el olor del vino fermentado impregnando el ambiente y mezclándose con nuestro sudor. Gemíamos de placer por dentro y por fuera. La perforaba con mi sexo hasta destrozar sus entrañas y ella conseguía exprimir la masa gris de mi cerebro con su inteligencia y desparpajo. Era la única mujer con la que podía follar recitando unos versos de La Ilíada sin avergonzarme por ello ni tener que dar explicaciones. Cada fragmento suponía una nueva embestida, un proceso de culturización por fuera y concupiscencia por dentro. Para ella, el sexo era un modo de comunicación. Y Candela no callaba ni debajo del agua.

Su historia comenzó en un viaje de autobús.

Nunca había salido de su pueblo, aunque daba la sensación de que había recorrido medio mundo, como si en sueños se hubiese dejado contagiar por la garra de grandes heroínas de la historia. Tenía algo de la furia de Mata Hari, el carácter cerril de Juana de Arco y la sensualidad de Cleopatra.

Candela era como un buen Marqués de Vargas, elegante, llena de vida, pletórica, una obra de arte elaborada con uva tempranillo, mazuelo y graciano. A los 18 años lo tenía claro. Quería especializarse en Enología y hacerlo en el norte, lejos de su casa, para madurar y descubrir nuevos horizontes y volver a Málaga con la sabiduría que da viajar.

Su historia comenzó en un viaje de autobús, el que la llevó hasta la Universidad de La Rioja, donde estudió Enología. En Logroño me conoció a mí, que por aquel entonces trabajaba como responsable de calidad en unas bodegas de la ciudad.

Mi vida se caracterizaba por esperar, pero ni siquiera yo mismo sabía qué esperaba. Era consciente de que necesitaba un revulsivo que me cambiase de arriba abajo pero, al mismo tiempo, estaba muy cómodo en mi jaula de oro sin sobresaltos. Me había instalado en una rutina en la que no existían los imprevistos, donde todo estaba bajo control. Podría decirse que mis días no eran sino una larga noche.

– Relájate y disfruta del momento, déjate llevar, trabajas demasiado- me dijo en una ocasión.

– Eres solo una chiquilla y no entiendes lo que está por venir, el trabajo es la clave de todo, cuando tengas mi edad lo entenderás- respondí yo.

– No llegaré nunca a tener tu edad- contestó, dejándome perplejo con su respuesta- Trabaja para vivir, no vivas para trabajar. Puede que sea una niña pero sé qué es lo importante en la vida.

– ¿No me digas?- sonreí.

– Sírvete un poco de vino, centra la mirada en el techo y piérdete.

Cuando era niño, en el colegio, nos enseñaban a no hacer nada. Nos animaban a que durante algunos minutos nos tumbásemos encima de la cama o en el sofá y nos perdiésemos mirando al techo.

Mi maestro, el padre Moreno, no seguía las normas establecidas y pensaba que sus alumnos eran como diamantes que tenían que tallarse ellos mismos, sin intermediarios, sin amigos ni familia de por medio.

Los diamantes en bruto, sin importar su tamaño, pasarían por un simple trozo de vidrio opaco si no fuesen trabajados. Para resaltar su fulgor deben tallarse y pulirse con gran precisión. Para ello se requiere mucha destreza y paciencia. Esto solía decirnos el padre Moreno, quien nos animaba a que cada uno de nosotros se mirara en ese techo imaginario y vislumbrara cómo sería de mayor.

Te concentras tanto en un punto blanco sobre tu cabeza que llega un momento que parece que estás flotando e incluso cuesta enfocar la mirada. Es ahí cuando nacen las mejores ideas y la mente recarga las pilas.

Gracias a Candela retomé esa costumbre, aprendí a despreocuparme, de nuevo pensé en las olvidadas enseñanzas del padre Moreno.

Era un espíritu libre, yo no lo era. Combinaba una sabiduría propia de la mejor Universidad con un carácter de extrarradio. Era capaz de hablar con la portera de su inmueble y engatusarla con su gracia andaluza y con el mayor responsable de una conocida bodega internacional.

Una mujer arcillosa y calcárea, pobre en sedimentos pero preparada para alcanzar la excelencia final. Como sucede con algunas viñas, no le gustaba que la regasen para evitar la merma de los taninos. Mi corazón hervía con ellos. En su interior se prescindía de cualquier tipo de herbicidas y pesticidas. Solo había que aprender a podarla constantemente y descargar los racimos estropeados para incrementar su calidad.

Así era Candela. Por dentro se asemejaba al clima de esta tierra, ideal para el vino: continental extremado de influencia atlántica. Su sangre era como un tinto equilibrado, especialmente indicado para envejecer en barrica, con cuerpo y acidez total elevada.

– Yo no hablo con cualquiera- me aseguró una tarde en las bodegas de la empresa-Con el paso de los años pocas personas me impresionan. La gente me aburre porque quiere ser decente y pasar desapercibida, porque no apuesta por la magia. Déjame ser  indecente contigo.

Su historia comenzó en un viaje de autobús, con una maleta llena de ilusiones y ganas de hacerse valer. Todos los días tomaba ese autocar que la llevó a La Rioja, era su particular viaje interno. El primero había sido el real, el duro, el compuesto por insultos, por oír a su padre llamarla puta a lo lejos y ver cómo su madre se escondía llorando en la cocina, por atravesar Despeñaperros con el corazón encogido. El segundo, el viaje introspectivo en el autobús mental que ella misma se imponía para no olvidar de dónde venía ni lo que había superado.

A pesar de su corta edad, gozaba de una sabiduría especial. Cuando decía algo, me miraba fijamente, clavaba sus potentes ojos azules en mi rostro y agarraba mi cara con sus manos, a lo manchega, como si tuviese miedo de que huyera.

– La magia existe- continuó diciéndome al tiempo que acariciaba mi mejilla con sus huesudos dedos- Se encuentra muy pocas veces y en muy pocas personas, pero existe, aunque dure cinco segundos. La mayoría, cuando la encuentra, se acojona y no se arriesga. ¿Por qué no intentar que esos cinco segundos se conviertan en toda una vida?

Sin darse cuenta, se convirtió en el trovador de mi corazón, una poetisa que me enseñó que un instante puede durar para siempre.

Candela vivía al ritmo que marcaba la tierra. Se imaginaba su vida en botas de roble americano como las que se utilizan en su Andalucía natal para criar los finos y las manzanillas. En cada uno de los barriles que pasaba por su imaginación había un beso marcado con el nombre de una persona, como si en cada bota se estuviese criando un tipo de beso particular que podría disfrutarse en algún momento.

A Candela le gustaban los besos de sabor aterciopelado, dulces, aroma envolvente y corazón salvaje. Decía que mis besos eran especiales y que sabían a viejo cascarrabias, a un caldo que ha pasado demasiado tiempo en barrica pero que conserva la esencia de lo que un día fue.

Candela era como un buen vino palo cortado de color caoba, un caldo elegante y persistente que aúna la elegante nariz del amontillado y la corpulencia en boca del oloroso. Su corazón tenía un color amarillo pajizo, seco al paladar pero, al mismo tiempo, de un regusto intenso, suave y ligero, con un aroma delicado de aire almendrado.

Era como una hiena que huele a su presa y nada más olfatearla la degusta y la devora hasta las últimas consecuencias. Como el vino, potenciaba mi cerebro, combatía mi cansancio, despertaba mi curiosidad por la vida. Yo la lamía, la chupaba, me la comía viva, la degustaba como un merengue al que echas canela en rama en la superficie.

Candela estuvo en mi barrica durante doce meses… Porque su historia terminó en un viaje de autobús de vuelta a su tierra. Quería plantar cara a su padre, rescatar del fango a su madre y que la herida de su corazón cicatrizara. Pero una curva se la llevó por delante en algún punto de la meseta castellana.

Siempre he deseado ser un poeta del vino, en especial desde que ella falta. Como Candela, nos deja sin palabras. Se mete en ellas hasta romperlas y hace que las palabras tomen la forma de nuestro silencio. Nunca lo conseguí porque el vino tiene el poder de resbalarse del lenguaje, juega con él, incluso se ríe en su cara. Siempre hay algo más que decir cuando se trata de un buen caldo. Basta con que se mueva un poco en la copa y su aroma rompa contra el paladar para que nazca un nuevo poema.

Desde que Candela no está, todas las mañanas intento elaborar un poema que me recuerde a ella para escapar de la rutina, para salir de esa felicidad ficticia que me impuse hace años por temor a cambiar.

Quienes me conocen dicen que tengo los ojos gastados de tanto mirar a mi alrededor en busca de lo que un día estuvo a mi lado. Ojalá tuviese la capacidad de montarme en mi autobús interno y poner mi vida patas arriba, como ella hacía todos los días, pero me temo que no puedo. Es como el juego del tesoro, me engaño a mí mismo pensando que encontraré el botín debajo de la cama o dentro del armario.

Supongo que hay miradas que no saben mentir. La mirada de la tristeza es así. Se reconoce de inmediato porque detrás de ella yace un universo helado que desconcierta. Así transcurren mis días, sentado en la barrica de mis sueños con una copa de vino y mirando al techo, recordando que una vez ella me dijo que no hacer nada es un modo de hacer, deseando reunirme con Candela en el autobús de las hadas.

FIN

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