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La actualidad de John Cage

—Schoenberg, de quien usted fue alumno,

ha dicho que usted no era “un compositor

sino un inventor, y genial”. ¿Qué ha inventado usted?

—La música (no la composición).

Cuando en 1938 John Cage inventa el piano preparado para acompañar el ballet de Syvilla Fort Baccanale, inventa también eso que va a denominar “música”, es decir, la ruptura con el sentido general del término, entendido hasta entonces como composición  inflexible de sonidos, o secuencia lógica de combinaciones rítmicas sujetas a las leyes de la armonía y el contrapunto. Y lo inventa quebrando las reglas del juego sonoro y la medida, que no podrá adaptarse al nuevo sonido, mezcla de ruidos —pues, según su teoría, el “espacio sonoro no tradicional” constituye una fuente inagotable de sonidos— provenientes de todos los objetos que el artista introduce en el piano: tenedores, estilográficas, madera, goma, bambú…“¡incluso nieve!” Tal idea se le ocurrió, porque el teatro donde iba a presentarse aquel ballet no era lo suficientemente espacioso para una orquesta de percusión. “¡Había que reunir en un solo músico una orquesta completa!”

Esta anécdota se deja leer, como muchas otras experiencias, en las páginas de For the Birds, volumen de conversaciones entre el músico, nacido un día de septiembre, y el especialista francés sobre su obra Daniel Charles. Un libro ampliamente reeditado, traducido y escrito con un lenguaje accesible, idóneo para materializar la aproximación simultánea al hombre y al artista.

A través de esos diálogos, nos acercamos a su teoría sobre el silencio. Aquí Cage habla de cómo el sonido ya no es un obstáculo para el silencio, pues este existe en el sonido, al ser un sonido más, totalizador de los “sonidos no queridos” (toses, sillas y telas que crujen cuando el espectador se mueve dentro del teatro) por la composición, pero sí por la música; su música basada siempre en todos ellos. Para Cage la trasposición sonido-silencio exigía el azar y sorpresa de los oráculos chinos, el I Ching, los cuadrados mágicos, la capacidad de asombro ante la página en blanco de Stéphane Mallarmé, concebida por Cage como una nueva forma de silencio: “la claridad desierta de mi lámpara sobre el papel vacío que la blancura defiende”.

Página en blanco, ausencia de una palabra pronunciable, entonces, que el silencio —la página— no suprime pues la palabra debe suprimirse a sí misma; por eso “mis solos de piano sobre todo toman el silencio en serio”. Y tan en serio, si nos remitimos al verano de 1952 en Woodstock, cuando crea su pieza 4’33’’ donde David Tudor se sentó frente al piano pero no tocó, porque justamente la ejecución de la misma comprendía todos los sonidos no queridos compuestos por el público espectador. Allí organizó también el primer happening donde Merce Cunningham, el compañero de vida hasta su muerte, Tudor y Robert Rauschenberg igualmente participaron.

El teatro y su doblede Antonin Artaud es la obra que generó en Cage la idea de un teatro sin literatura, donde la palabra no partiría del texto sino del cuerpo y cualquier otro elemento no verbal. Con ello John Cage inventó la performance o teatro de la piel donde el gesto sostiene la ausencia del texto, el público se involucra y la conversación autor-actor-espectador se establece. El artista adoptó este término y no el de comunicación, pues “comunicar siempre es imponer algo: un discurso sobre objetos, una verdad, un sentimiento. En tanto que en la conversación no se impone nada”. Ahí cualquier cosa puede suceder, no hay objeto predeterminado ni finalidad específica; la apertura es total y el rapport continuo. Hay inserción del arte como un solo bloque en la existencia, ya que “la música por sí sola, rara vez basta para introducirnos en la vida. A partir del happening (…) mi música ya era teatro. Y ‘teatro’ solo es otra palabra para designar la vida”.

La verdad de Cage y su música es entonces una sola: comunión entre cuerpo y sonido. “Transformar la vida en poesía”, diría Octavio Paz, y universalizar el conjunto: “Mi música, a diferencia de otras, está dispuesta (…) a enfrentarse a la superpoblación del año 2000. Es decir, de una época en que tal vez no hagan falta compositores individuales, porque según lo espero, los sonidos bastarán y se bastarán a sí mismos”“¿Será posible una comunión universal en la poesía?”, agregaría el escritor mexicano.

La capacidad de John Cage para mirar hacia el futuro se corresponde con la seguridad que experimentó al predecir, desde su música, al mundo aún en imagen, es decir, la parte no vivida pero hacia la cual su curiosidad invariablemente tendía. Cage propuso avanzar tomando como medida al “tiempo cero”, o sea, la no medición física del tiempo, con objeto de que su paso transcurriera imperceptiblemente. Así, si no hay ocasión para medida alguna, entonces cualquier acto dejará de tener finalidad temporal específica, y dejará de ser lo que él definió como una “acción rentable”.

Desaparecería consecuentemente lo que, de económico, tiene la acción y la economía, como ciencia, dejaría de tener sentido pues no habría necesidad de leyes que la regulen y nos regulen, con lo cual la política también perdería su razón de ser: “Ciertamente es preciso suprimir tanto la economía —dinero— como la política —poder. No permitir que nos rija, sino volver a pensarla, para que nos libere en vez de limitarnos. Para ello es preciso empezar por la liquidación del dogma más anacrónico, el de la acción rentable. El mismo que perpetúan las universidades, esclavas en eso de la organización y el gobierno”.

Por supuesto que la distancia entre esta teoría y la praxis compete, por su utopía, a un abismo insondable al contrastarlas con la realidad, pero no deja de tener sentido en Cage siempre dispuesto a subvertir las reglas y perturbar el normal desenvolvimiento de las sociedades, de su música y de su incomunicación. En tal sentido, el happening se constituye en una proposición concreta para establecer el diálogo, en base a combinar diferentes disciplinas creativas y orientarlas hacia fines específicos.

El artista actual debería retomar esta idea pues la dispersión, producto de la ausencia de diálogo, le resta coherencia a cualquier propuesta. Además, si se da un resultado importante, este pierde fuerza real en la sociedad, al ser una creación aislada que rápidamente se institucionaliza o se olvida. El creador carece entonces de peso específico, de poder efectivo para corregir los errores en que la sociedad incurre; por eso la interrelación creadora exige hacerse presencia en nosotros.

John Cage fue paralelamente un extraordinario micólogo: fundador de la Sociedad de Micología de Nueva York y poseedor de la mejor biblioteca privada en Estados Unidos sobre el tema. Su conocimiento sobre los hongos revirtió en la composición (“cada hongo, como mi música es su propio centro”), la concordancia entre su teoría estética del ruido y la constante renovación en la música de Erik Satie (“Satie es inagotable. Como los hongos”), y la sexualidad: “El sexo de los hongos no difiere tanto del de los seres humanos, pero es más fácil de estudiar (…) existen alrededor de 80 tipos de hongos hembra y 180 tipos de hongos macho, algunas combinaciones entre esos tipos permiten la reproducción, en tanto que otras no. El hongo hembra 42, digamos, jamás se reproducirá con el hongo macho 111, pero sí con otros números. Ello me condujo a pensar que nuestra idea de macho y hembra constituye una excesiva simplificación de un estado humano en realidad complejo”.

De ahí que John Cage, con una cesta en el bosque, no haya podido confundirse nunca con un ciudadano cualquiera en tardes de asueto.

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