Es una mañana fría y soleada. Las copas aulladoras de los árboles silban su música lenta.
Los hombres de la ropa parda tienen los autos estacionados. Veinte buicks impecables y brillosos repartidos en las cuadras cercanas y lejanas, en los jardines, en el centro minucioso y helado de la ciudad. La seguridad de hierro enmarca el día.
El señor Goebbels se baja del auto oficial y se sienta en la butaca preparada, marrón y cuadrada. Es un meeting lleno de personalidades ilustres, miembros del gobierno noruego, preciosas rubias de cabellera dorada, muchachos llenos de brío, en sintonía con la rigurosa prédica del nacionalsocialismo.
Los mozos, sigilosos, entrenados, reparten los largos y espumosos tragos durante la jornada.
Knut Hamsun, escritor dotado, blanquísimo, custodio y admirador silencioso de las costumbres germánicas, sigue el paso certero de la comitiva de Goebbels.
Los altos mandos noruegos se acercan a Hamsun. El señor Goebbels viene con ellos y mira la ropa suelta y las manos tenues y pálidas del escritor noruego. Uno de los altos mandos los presenta. Señor Hamsun, él es Goebbels. Goebbels, él es Hamsun. Se dan la mano, como dos ilustres desconocidos, como dos compañeros de trabajo, como dos nimios animales selectos.
Se sientan. Goebbels lanza una perorata encolada sobre la raza y los atléticos jóvenes noruegos. Hamsun gira su cabeza y encuentra la leve y opaca luz de la ventana. Está contento con la visita extranjera pero se distrae por un momento. Un pájaro esbelto y largo aletea en la roja ventana estrecha: Hamsun sigue el vuelo por un instante. Goebbels no se detiene. Eufórico, exalta los valores irrefrenables de los atletas. Hamsun baja la cara y siente, displicente, la luz hiriente que se cuela por la ventana.
Hamsun carraspea. Gira el cuello y vuelve a la pesada voz de Goebbels. Escucha, atento. Goebbels habla, desafinado, y mueve las manos como si fueran pájaros agoreros. Cada vez que dice algo, las revuelve. Sus manos hablan mejor que su boca, pasmosa, hiriente, recta. Goebbels se da cuenta de que Hamsun ha vuelto a la mesa y entonces lo mira: le habla con esos ojos claros, inevitables, esos mismos ojos que alguna vez miraron a Frtiz Lang en una agitada jornada en Alemania.
Hamsun también lo mira. Lo ataca, suave, con una mirada preciosa, cuidada, intensa. Se miran fijamente. Hamsun se para y pide un brindis por la ocasión esplendorosa. Goebbels sonríe, incontenible, y festeja la moción, gustoso. Los oficiales de la ropa parda y la comitiva oficial levantan las copas.
El choque demorado de las filosas copas, se expande. Las copas brillan por la luz opaca. Solo el sol es tenue ese día. Todo lo demás es estruendoso.
Hamsun se para y camina hasta un aparte. Revisa un bolso. Tiene allí la curiosa medalla del premio Nobel.
Vuelve a la mesa y la eleva, la expone. Goebbels lo mira, mira detenidamente la medalla y bebe un trago amargo, inesperado. Hamsun se sienta, con la medalla entre los dedos. Ahora oculta, involuntario, la moneda dorada. Recapacita. Se para, como si midiera el acto, como si actuara de manera premeditada. Se acerca a Goebbels, pausadamente, y le entrega la medalla. Éste la recibe, incrédulo, y la agarra como un trofeo. Goebbels la toma como si hubiera terminado la batalla y Hamsun fuera el soldado vencedor: el último sobreviviente de la batalla.
Esto es para usted, señor Goebbels, dice en un murmullo Knut Hamsun. Goebbels se sorprende y acaricia su palma con la medalla. Extasiado, la mira, como si no la hubiera visto nunca. La repasa: revisa los detalles que brillan bajo la luz opaca de la ventana.
Hamsun ha decidido dar su medalla de premio Nobel. Y Goebbels la ha recibido.
Hamsun se sienta. Y piensa en Hitler. Aprecia a Goebbels. Pero adora a Hitler. Y eso le pesa. Hubiera preferido entregar la moneda al führer. Sabe que eso es imposible. Mientras Goebbels eleva la moneda para que todos aplaudan, él tiene el rostro incomparable del führer en su mente. Y se solaza con ese rostro. Goebbels, que no sabe que Hamsun adora a Hitler y en cierta medida lo desprecia, sigue con la medalla en alto.
Los aplausos no se detienen. Entre el esplendor y el desprecio, Hamsun repasa, extático, las arrugas de la blanda cara del führer.
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