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Karma

Salí de casa con tiempo suficiente, así que cuando vi pasar mi autobús del otro lado de la calle mientras esperaba a que el semáforo cambiara a verde para los peatones no me importó. Crucé con calma y llegué a la parada. Faltaban cuatro minutos para que pasara el siguiente, así que me puse en fila detrás de unas cuantas personas que había allí esperando. Saqué mi móvil y me puse a jugar para pasar el tiempo. Entonces llegó ella. Una mujer de unos setenta años, estatura media y algo rellenita. Sobre sus abultados carrillos se posaban unas gafas de ojos de gato color esmeralda. Su pelo, de un gris plata que relucía con el reflejo de la luz del sol, estaba perfectamente peinado -probablemente fuese de esas mujeres que van unas tres veces por semana a que les lave la cabeza y las peine un profesional-.  Su abrigo, a juego con las gafas, llegaba un poco más abajo de las rodillas. El estilismo acababa con unos pantalones y unos tacones, muy discretos y no demasiado altos, de color negro.

Al llegar, vio la fila a través de sus llamativas gafas y se situó después de mi. Yo, que seguía entretenida con mi teléfono, empecé a notar que la mujer se movía lentamente, aunque con cierta impaciencia, hacia el borde de la acera. Dio un paso hacia delante, seguido de un cierto balanceo de su cuerpo mientras giraba la cabeza y miraba la situación a su alrededor. Miró hacia un lado y miró hacia el otro, pero ella si vio gente y también que el autobús se acercaba. En ese momento tuve claro lo que iba a hacer. No cruzó la calle a la carrera, aunque sin ruido se lanzó -ante las miradas atónitas del resto de personas que esperaban en la parada- a colarse uno por uno hasta quedar de primera en la fila.

Todo pasó como a cámara lenta. La señora esmeralda había cometido el crimen en la parada de autobús con sus gafas de ojos de gato. Allí no hubo sospechas. Todos fuimos testigos, pero nadie dijo nada. Su maniobra le quedó tan perfecta que el autobús llegó y abrió la puerta en el preciso momento en el que ella se situó a la cabeza de la cola. A mi la sangre me hervía por dentro, pero como iba con calma y tiempo decidí hacerme la loca. Ella subió y en el momento en el que metió su ticket en la máquina se encendió una luz roja y sonó ese desagradable pitido de cuando el bono no funciona –o has consumido ya todos los viajes-. Mientras todos esperábamos para entrar, ella repetía la acción con el mismo resultado. Fue al quinto intento cuando el conductor entonó un “señora, su ticket no funciona, apártese y deje pasar a los demás que tengo que seguir”.  El karma, que es muy jodido. 

Todos entramos, siguiendo el orden de la fila. No éramos tantos y el bus iba vacío así que pudimos sentarnos y quedaron sitios libres. Yo me senté en uno de los primeros asientos, el que está detrás del conductor. En ese momento me quedé cara a cara con la mujer. Ya había dejado el móvil en el bolsillo y con él mi distracción. Entonces caí. La había visto antes, aunque aquella vez el abrigo era rojo y no llevaba las gafas puestas. Aquella vez no intentó colarse. Estábamos solo nosotras en la parada y no le importó seguir el orden. En aquella ocasión el autobús también estaba vacío. Yo entré primero, pagué mi viaje y me senté en el asiento que hay justo después de la puerta y desde el que se puede ver hacia delante. En el momento en el que me senté, mi miró y con una sonrisa me dijo: “¡Ay! Me has quitado el sitio, ese es mi asiento”.  Lo dijo con tanta soltura que, aunque me cueste admitirlo, me levanté y le dejé “su” sitio. 

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