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Pablo Brito-Altamira
Pablo Brito-Altamira

Kafkaracas: Apuntes de la irrealidad tropical

UNO

Abril, mediodía.

Estoy muerto.

Tirado en la mitad de la calle, boca arriba.

Pasan de a ratos las motocicletas de los paramilitares. Uno de ellos fue el que me disparó, Tal vez pase de nuevo a comprobar que estoy muerto o quizás a rematarme.

No hace falta, estoy bien muerto.

Me di cuenta cuando el dolor en el pecho cesó y me sentí liviano, vacío, como un globo de fiesta. Intenté respirar pero mis pulmones ya no eran míos. Pensé que soñaba, pero estaba perfectamente lúcido y recordaba mi nombre, la fecha, el lugar, la manifestación. Podía ver y oír lo que ocurría a mi alrededor aunque sabía que mis párpados estaban cerrados y que mis oídos ya no escuchaban nada.

Era como ser sin estar. No creo que nadie que no haya muerto pueda entenderme.

Vinieron a recoger mi cadáver unos voluntarios de la universidad. Los vi alejarse con el cuerpo, tomarle fotos y subirlo a una ambulancia. Entonces me percaté de que yo estaba ya separado, desprendido, como flotando, imagino que invisible.

Esperé allí, sin hacer nada. Seguían pasando motos y tras ellas venían las tanquetas, como en procesión, a buscar nuevos objetivos, a seguir matando gente.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que vi a la chica que se me acercaba. Tenía sangre por todas partes y aún así me pareció bella. Me habló, sonriendo. Oí sus palabras sin sonido que venían de los labios cerrados.

– ¿Tienes tiempo así? – preguntó

– ¿ Así cómo?

– Muerto

Sonreí, o eso creo, porque apenas ahora caía en cuenta de algo tan obvio. Creo que ella captó mi pensamiento, porque dijo:

– El cerebro funciona con lentitud al principio.

Le iba a decir que no tenía ya cerebro, que se había ido con el cadáver, pero no hizo falta. Ella asintió y dijo:

– El hardware está roto, pero el software funciona perfectamente, desde la nube.

– ¿ La nube? – pregunté mirando hacia arriba,.

El cielo estaba despejado. Solo unas nubes chatas se acercaban desde el sur.

– Estamos en modo cache – respondió ella- Estaremos así por un rato, hasta que reinicien el sistema. Es lo que antes llamaban fantasmas.

– ¿Y después?

– Es la primera vez que muero – dijo ella- y a continuación miró también hacia el cielo.

Decidimos acercarnos al centro de la refriega. Venía de allí mucho humo lacrimógeno. Al llegar vimos que la gente tosía, se tapaba la boca con pañuelos, se doblaba en arcadas de náusea. Silbaban balas y todos corrían. Pasamos entre ellos y llegamos al lugar de donde venían los disparos. Dos francotiradores escondidos tras la reja de una ventana, encapuchados, se concentraban en su tarea.

Podíamos escuchar sus pensamientos través de palabras sueltas que saltaban dentro de sus cabezas como palomitas de maíz en una olla caliente.

– Patria, muerte, enemigo, lealtad, miedo, órdenes, ellos o nosotros…

En un carro detenido cerca, un militar de alto rango daba órdenes por un aparato de radio, sentado en el asiento trasero. Un soldadito mudo esperaba en el volante.

Fuimos con ellos hasta un bunker muy custodiado. Un portón metálico se abrió y entramos al sótano en que estaban estacionados una veintena de automóviles con placas oficiales. Tomamos un ascensor con el militar y subimos a un piso 20. Al abrirse la puerta pudimos observar un amplio ventanal desde el que se dominaba la ciudad, o lo que quedaba de ella. Humo rojo, gente que corría, focos de incendio por todas partes. Una pintura del Bosco animada y enmarcada por el frío aluminio del ventanal blindado, que servía de sordina.

Volví a pensar que soñaba, pero la chica dijo:

– No es sueño, es pesadilla. Lo que antes llamaban ‘realidad’.

Entramos a una sala muy espaciosa con grandes pantallas en las que se mostraban imágenes que daban una idea fragmentada de lo que ocurría afuera. Había varias filas de escritorios en que los técnicos tecleaban frente a monitores con total concentración.

En una mesa de directorio, unas veinte personas (la mayoría uniformados, casi todos varones) hablaban al mismo tiempo sin escucharse entre sí.

Un manotazo en la mesa produjo un momentáneo silencio y el dueño de la mano gritó, parodiando y burlándose con sorna de los comentarios del grupo:

– “Yo pienso”, “Yo siento” ¡Basta! No quiero más ideas ni más sentimientos ¡Quiero acción!

Como movidos por una corriente magnética, todos los que estaban en la mesa, a excepción del que había gritado y de los dos que estaban a su lado, se precipitaron hacia la puerta, donde produjeron un breve embotellamiento para poder salir.

Los técnicos continuaban tecleando.

– General – dijo uno de ellos ( un chico de veintitantos, gafas gruesas, pelo muy corto) ¿Seguimos el mismo protocolo?

– Sigan el protocolo que les dé la gana, pero pulvericen al enemigo.

La chica se me acercó.

– La acción sin idea ni sentimiento lleva a la muerte – me dijo al oído.

Era un gesto innecesario, pero yo lo repetí para responderle.

– Muy cierto. Somos la viva prueba de ello.

– Viva no, muerta.

En ese momento empezaron a llegar los aviones. Sus imágenes poblaron las pantallas y los monitores y produjeron un frenesí en los teclados. Alguien abrió la puerta que daba al ventanal y salimos.

Pudimos ver cómo el cielo se cubría de pájaros metálicos que avanzaban en horda, como langosta hambrienta.

La chica me miró en silencio y dijo:

– Siento que ya me toca. Puede que dejes de verme en un momento. Tal vez nos encontremos en la nube. A ti no te falta mucho. Cuando reinicien allá arriba…

No concluyó la frase.

Yo hubiera querido preguntarle cómo se llamaba, dónde podríamos volvernos a ver, cómo sabía lo que venía luego aunque decía que era la primera vez.

Todo eso se juntó en mi cabeza y no pude trasmitirlo a tiempo. Ella se desvaneció en el aire antes que yo supiera si lo había recibido. Aún lo ignoro.

Lo último que vi fue una multitud de fantasmas que surgían y se elevaban sobre la ciudad a medida que los aviones disparaban y arrojaban artefactos de muerte. Recordé la frase de la chica sobre la idea y la acción. ¿ Cuál era la idea, en efecto, de destruir sin descanso? ¿ Qué resultaría de esa acción insensible e idiota?

Ojala le hubiera preguntado su nombre, me dije. Sería un consuelo.

Me quedé imaginando cómo habría sido nuestra vida si nos hubiéramos conocido antes de morir. Tal vez nos hubiéramos enamorado. Tal vez habríamos…

Me pareció oír su voz que respondía, interrumpiéndome:

– El futuro ha quedado atrás.

Como una burbuja de jabón que se estremece, también yo me estaba desvaneciendo.


Photo Credits: Fernando Rojas

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