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Pablo Brito-Altamira
Photo Credits: Gabriela Camaton ©

KAFKARACAS: Apuntes de la irrealidad tropical

 

CINCO

Agosto

La ciudad dormía una siesta forzada que llevaba ya meses.

Pocos peatones y menos vehículos se desplazaban de alguna parte hacia otra, ambas inciertas. Desde el aire, donde nos movíamos como cometas de papel y caña, la visión del valle era espléndida. La montaña parecía sonreír, o tal vez no, pero callaba. Era una postal congelada con la más bella luz del mundo, luz de postal al fin.

Parecía que la eternidad se hubiese instalado, como un suspiro detenido para siempre, y que el reloj marcara una hora que ya nunca cambiaría. Pero era una ilusión. Nada estaba quieto, solo que el camino del hielo a la ebullición es lento y se hace difícil percibirlo desde afuera, sin termómetro, hasta que rompe a hervir. Pero no había termómetro, ni qué decir antibióticos, mucho menos insulina o insumos para realizar diálisis. En el hospital la cola para anotarse en emergencia era demasiado larga como para que la atención pudiera realizarse con la celeridad del caso, por lo que todos se sentían allí paralizados entre el dolor presente y una probable muerte precoz. Mejor no apurarse.

Se habían acostumbrado a hacer cola por el arroz, por la harina, por el papel higiénico y no era muy diferente hacer cola para morir. Era un sacrificio que se había asumido como natural, una ley de la naturaleza.

– Así son los vicios- dijo Q. – Te inyectan la droga pero el cuerpo no sabe que es veneno. Después de varias dosis el cerebro confunde la droga con alimento y te impulsa a obtenerla a como dé lugar. No puedes ya vivir sin ella.

Y así seguía ocurriendo. Otra vez una elección se había impuesto para evitar que la gente eligiera. El conjunto social funcionaba como un gran organismo adicto a la droga que aguantaba la falta de libertad hasta la próxima dosis de ilusión. Eso, al menos, era el hilo conductor de la gran telenovela ciudadana.

Había, afortunadamente, relatos más simples, humildes, sinceros. El de los niños, por ejemplo. Ajenos a las distintas ficciones adultas, podían transitar sin ser muy manipulados por el terreno de juego imaginario que les era propio, como el artista por su arte. Solo que botas y votos pisoteaban el jardín de la infancia y la niñez invadiéndola con sus esclavitudes y sus abusos, para que también los pequeños fueran obligados a aparecer como extras en la salvaje tragicomedia que la gente seria se empeñaba en llamar realidad.

-Tal vez es eso- dijo Q respondiendo a una pregunta que solo ella conocía. – Como todo es tan bello se han acostumbrado a identificar esa belleza natural con la simple ciudadanía. Somos bellos y ‘chéveres’, nuestras playas, nuestras mujeres, nuestras selvas lo demuestran. ¿Qué más queremos? Pensamos que lo que nos rodea es idéntico a nosotros y que vivir es contemplar el paisaje y beber . Nos olvidamos que ser es hacer.

Caminábamos de pronto por una avenida concurrida. Una boca de metro, cerrada. Otra. Una escalera mecánica que no funcionaba. Trenes que no llegan.

Ya en destino, decidimos subir a la montaña. A medida que ascendíamos, la ciudad aparecía ante nosotros como una aparición, sus colinas y sus bosquecillos de verdes variadísimos salpicando la estructura urbana iluminada por un sol dulce y brillante. Me dije que ese era un lugar en el que cualquiera querría vivir, un valle primaveral como pocos.

Visto así, de modo pintoresco, sin conversaciones, risas, llantos, disparos y todo el ‘audio’ y los efectos especiales era una imagen idílica.

– Ya entiendo por qué la llaman la sucursal del cielo, hay que estar muerto para disfrutarla.

Casi en la cima de la montaña encontramos un mirador desde donde se apreciaban las dos laderas, una que dominaba la ciudad y la otra que mostraba, allá abajo y allá lejos, la costa del Mar Caribe, el de los legendarios caciques, conquistadores, piratas. El de los viajeros que descubrieron para Occidente un nuevo sueño y un nuevo delirio, habitado por seres de todas las mitologías y todas las locuras de la historia.

El ambiente era húmedo y penumbroso. Las copas altas de los árboles apenas dejaban entrar la luz. Los aromas de tierra y de fronda penetraban con el aire y despertaban ensoñaciones de antiguos relatos de la selva. Como el del doctor Knoche, que mantuvo un cadáver embalsamado sentado en un escritorio a la entrada de su finca por 40 años. Custodiando junto a sus perros, embalsamados también, el mausoleo de su familia donde las cinco momias de su familia esperaron por él hasta que murió y recibió el mismo tratamiento que ellos. Fue colocado en el mausoleo para coronar una larga investigación que había dado como fruto el compuesto que al ser inyectado momificaba los cuerpos sin necesidad de extraer los órganos internos. La fórmula de la sustancia se fue con Knoche y no ha sido posible replicarla, dicen los historiadores.

Bella historia que nos cuenta una bella difunta que se pasea regando flores muertas y contemplando el mar. Explica tal vez el modo en que los demonios del poder han logrado zombificar a la población entera para extraerles la voluntad y someterlos a su antojo necrófilo. Mientras se difunde la noticia de 37 jóvenes ‘presuntamente’ asesinados con las manos atadas a la espalda, las autoridades se comen unas a otras siguiendo el argumento de una opereta funesta en la que unos culpan a los otros y solo mueren los extras inocentes mientras las figuras del reparto se reparten la taquilla.

Sí, quedan los niños. Hermosos como una promesa del cielo pero sujetos a las órdenes del cuartel al que le han quitado la “u” para que no haya vuelta atrás. Con la sonrisa que puede mover una montaña cada día y que cada día las botas, los cascos y los discursos falsarios intentan desmentir con la letanía del poder usurpado:

“No habrá futuro, no habrá paz, no habrá libertad. No tendrás tú ni nadie lo que yo no tengo”.

Cuando cae la noche e iniciamos el descenso a la ciudad en la que algunas luces empiezan a encenderse, vagamos por las calles que van despoblándose, viendo a los buitres nocturnos que van tras las sobras que los depredadores del día han dejado olvidadas.

Allí, dentro de los espacios todavía íntimos, los abuelos cuentan cuentos de otros tiempos y los pequeños se preguntan si son recuerdos o son sueños, si son realidad o si alguna vez podrían llegar a serlo.

Los libros dicen que hubo una vez allí un país. Pobre tal vez, provinciano y salvaje. Que tenía sin embargo alguna idea de dignidad, algún respeto por la vida, alguna solidaridad.

Hablan también los libros de sabios eminentes, de artistas notables, de hombres de bien, casi todos muertos en el exilio. Lumbreras que en muchos casos fueron traicionadas por los suyos y murieron acorralados en el laberinto trágico de la indiferencia, la indolencia y la insolencia de sus congéneres.

– La música fúnebre no está hecha para bailar- dice Q. – Y no se puede vivir creyendo que burlas a la muerte, porque te tocará el destino de Sísifo y serás condenado a morir cada día. Construirás palacios, ciudades, puentes. Acumularás millones que nunca te ganaste y sentirás que el mundo te pertenece.

Pero presta atención a los relatos. Hubo una vez un país y hubo arte, inteligencia, técnica, maletas repletas de prendas compradas en las tiendas de lujo del mundo entero. Y también devoción y entrega, bondad e inocencia. Educadores que creyeron que la humanidad era el joven que les tocaba formar. En compañía y rodeados por la más exultante manifestación de vida, con tibieza de la brisa, dulzura de las frutas, celestialidad de los cantos de las aves.

Nada de eso ha quedado después de tantos saqueos, tantas guerras, alzamientos, motines y golpes que destruyeron minuciosamente lo que se había edificado. Pero la fatalidad del fénix está marcada en la heráldica de kafkaracas, y la energía renace contra todo pronóstico como el brioso caballo blanco del escudo, que en un momento galopaba hacia adelante y ahora, con igual fuerza, galopa hacia atrás.

Mañana saldrá el sol de nuevo. Ojalá queramos verlo.


Photo Credits: Gabriela Camaton ©

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