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Pablo brito altamira
viceversa magazine

Kafkaracas: Apuntes de la irrealidad tropical

DOS

Mayo, atardecer.

Habíamos quedado para encontrarnos en un café céntrico.

Él no podía dejarse ver mucho, tenía orden de captura. No es que toda la policía anduviese detrás de él, porque no hay suficientes de ellos para perseguir a todos los solicitados que andan por las calles y K no era uno de los más buscados.

Pero siempre hay que tomar precauciones; el ambiente estaba demasiado tenso esos días, con lo que ese tipo de encuentros se tornaba delicado, por usar una palabra que no expresa bien el color novelesco que lo teñía.

De alguna manera, pensé, creamos esa clase de situaciones para experimentar un clima emocionante, de aventura, que imprima un significado singular al momento. Esto no es fácil de lograr en una tarde del trópico, con su verano permanente, en el que cada cosa ostenta una desnudez descarada que hace huir las penumbras de lo arcano, incluso a esa hora cercana a la noche en que las sombras se alargan y con ellas los recuerdos y los fantasmas.

Aquel lugar de la ciudad había cambiado mucho desde la última vez que yo lo había visitado, para un asunto parecido. Un centro comercial se levantaba enfrente, con vitrinas de maniquíes que observaban pasar a la gente con mirada fría, estatuas secas más seguras y mejor disimuladas allí que los inocentes peatones. En cualquier momento podría desatarse en la calle un evento violento como los que venían ocurriendo hacía ya más de un mes. El miedo podía respirarse, pero nadie lo dejaba ver. Todos actuaban como si nada pasara, como si ver desdibujarse todas las certezas acerca del porvenir fuera igualmente trivial que contemplar las nubes que se deshilachaban en el cielo esperando el crepúsculo.

Apareció, finalmente, con su gorra gris, disfraz mínimo en una mascarada donde nadie llevaba su cara puesta. Era la viva imagen de un individuo autentico, alguien que andaba por sí mismo en la dirección que solo a él correspondía.

Hablamos por un rato sobre planes que no estoy autorizado a divulgar. Me contó cómo los peces gordos se sentaban frente al televisor, cual gánsteres de película, a ver lo que contaban acerca de ellos los canales internacionales cuyas trasmisiones abiertas a la gente ellos mismos habían proscrito.

Eran unos pocos los que mandaban, o creían mandar, sobre la suerte del país. Una pandilla de ignorantes, dijo K, una cuerda de pillos de poca monta que un tornado había levantado como cometa de papel para arrojarlos en la cima de un pozo petrolero que custodiaban armados hasta los dientes. Sin mérito para haber llegado allí o para dominar a millones de personas, ni cerebro para saber qué hacer cuando sus esclavos insurgían contra ellos. Solo que esa falta de cerebro, concluyó K, les obligaba a hacer lo único que sabían hacer: asesinar a todo el que se les ponía por delante.

Me miró fijamente y entendí su pregunta silenciosa. Una vez que los perros rabiosos – los perros jíbaros, los llamaba Jorge Valls- hubieran sido exterminados ¿Cómo evitar que renacieran mutados en serpientes una generación más adelante?

No era yo el de las respuestas y K lo sabía. Era solo alguien que podía escuchar que su combate no era el de un político que solo busca deponer a un rey para colocar otro en su lugar. Ni siquiera el de un ciudadano común que quiere paz para cumplir con comodidad sus funciones biológicas básicas – crecer, reproducirse y morir- sin que nadie le dé más latigazos que los que manda ley. No era esa la libertad a la que K aspiraba. Su búsqueda era poética, intrínsecamente metafísica. Su Santo Grial era la libertad de los filósofos, la que no es de este mundo.

Por ello él, en quien se encarnaba en aquel momento el deseo de millones, era también el más solitario de todos. Porque representaba no a la mayoría, nunca a la mayoría, sino siempre a esa minoría compuesta solo por uno mismo y el misterio.

Por eso callaba. No había nada que pudiera decir que los otros entendieran. Por eso actuaba en secreto, clandestinamente, moviendo los pequeños engranajes invisibles del reloj que daría la campanada del fin de aquel ‘proceso’ en el que los años de kafkaracas se derramaban como la ardiente melaza negra que manaba del corazón herido de una tierra desgraciada como pocas.

Entonces apareció la chica, la llamaré Q.

Me pareció que la conocía de otra parte, de otra vida ,de una realidad paralela.

Venía jadeando, el pelo desordenado, la camisa desgarrada, el escote abierto, los ojos enrojecidos. Se sentó con nosotros y dijo:

– Nos venían persiguiendo, logré escapar de milagro. Lanzan lacrimógenas y disparan con armas largas. Nosotros no estamos armados, no del todo.

–  ¿Qué necesitamos?

K y yo nos miramos. Habíamos formulado la pregunta al unísono.

Q sonrió. Solo entonces recordé dónde la había visto.

– Tenemos suficiente rabia, tenemos miedo, tenemos pasión de sobra y mucha razón. Lo que más nos hace falta es compasión.
– ¿Qué clase de compasión? – pregunté.
– De la que sirve de amalgama para edificar solidaridad. Necesitamos dibujar un sueño que nos incluya a todos, incluso a los que nos adversan.

Q bebió un trago de agua de la botella que sacó de su morral. Luego vertió un chorro sobre el rostro creando un delicado riachuelo que se perdió entre sus pechos. K y yo la contemplamos solemnemente en silencio.

El sol se ocultaba y las primeras estrellas comenzaban a brillar.


Photo Credits: Eneas De Troya

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