En algún lugar de la India, uno cualquiera de ese universo infinito que es aquel país con cientos de millones de habitantes, miles de dioses, centenares de lenguas y un río que es todos los ríos, para no extendernos demasiado en su descripción, hay una mujer que vive dando abrazos a las miles de personas que a diario la buscan, por cierto provenientes de todos los rincones del planeta. Se trata de una especie de dios encarnado en una mujer gruesa, sonriente, cálida y, sobre todo, que más parece una abuela de un mercado cualquiera que una sacerdotisa del arte de abrazar. Y no fue necesario sino saber de su existencia para que naciera en mí el deseo de ir a recibir uno de esos abrazos. De inmediato investigué la ruta para llegar a ella y, para mi sorpresa, era casi más fácil llegar al reino de los cielos que al de los abrazos; luego de llegar a Nueva Delhi había que subirse a un par de trenes, a dos barcos y medio, dos autobuses y caminar algunos kilómetros sin contar los de la fila de espera que suele extenderse hasta las afueras del pueblo en donde reside la diosa. Todo esto, por supuesto, equiparado al factor dinero, que es el que menos me acompaña porque, se sabe, así es la vida de los poetas. Al hacer las cuentas necesarias para saber que no me alcanzaba sino para el medio barco, cerré los ojos e hice el viaje mentalmente, una y otra vez, disfrutando cada abrazo y cada hora en la fila de espera, hasta que de tanto recibir amor de una diosa me convertí en uno que bendecía escribiendo.
Algo parecido le sucedió al científico que recién se enteró de la existencia del pasado y se propuso construir la máquina del tiempo para ir al futuro a destruirla luego de que se convirtiera en nada más que memoria colectiva.
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