Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
adriana mora

Jugando a ser delincuentes

La violencia juvenil en Bucaramanga, Colombia, ya no es exclusividad de los estratos bajos. Cada vez más, menores de edad de clases sociales privilegiadas entran a formar parte de grupos delictivos. Pero, ¿Por qué un joven pudiente incursiona en el mundo del crimen?

Daniel estaba contento. Era la noche del 16 de diciembre en Bucaramanga y al siguiente día sería su cumpleaños. Para empezar a celebrarlo, fue con Felipe, Nicolás, y Laura a una discoteca. Salieron de allí a las dos de la mañana y caminaron dos calles hasta la 33, la calle principal de Cabecera, una de las zonas más costosas de la ciudad, con cafés, restaurantes, bares y discotecas, algo así como La Condesa del DF o el Palermo bonaerense. Ya era viernes y Daniel estaba contento, pero la alegría se convirtió de golpe en una imagen difusa, mal enfocada, el jarrón de la mesa que el viento tira al suelo y hace estallar en pedazos. Daniel cumplía 23 años y recibió un pase a la clínica como regalo.

Fue un desconocido quien le pidió que subiera al taxi, que la herida era muy grande y fue Laura quien lo ayudó a entrar. Había perdido su camiseta Hollister azul y podía verse el corte del hombro izquierdo derramando sangre, como un río enloquecido que se ha salido de su cauce. En el hombro derecho tenía una herida más pequeña y también de allí salía sangre mientras los ojos azulgrisáceos de Laura se llenaban de lágrimas, esas lágrimas adolescentes que conmueven en las telenovelas de la noche. Daniel se bajó primero y fue atendido inmediatamente en urgencias. Como la navaja había cortado un vaso, tuvieron que cauterizarlo. Afuera, en la sala de espera, Laura era interrogada por un policía. Adentro, pálido y frío, Daniel temía perder la movilidad de los dedos de la mano izquierda y como un muñeco de trapo al que le cosen el brazo, la enfermera de turno le estampaba veinticinco puntos sobre el hombro. Y “yo soy músico”, “soy músico”, repetía.


La policlínica es pequeña y como todas las clínicas huele a alcohol y sangre seca, a medicamentos y desinfectante, el olor de la vida y el olor de la muerte, ese ambiente incómodo y extraño infectado de bacterias y llanto. Entro en la habitación 101 y encuentro a Laura sentada con los pies de Daniel sobres sus rodillas, secándolos despacio y a Daniel con pantaloneta negra y sin camisa quien, sentado en una silla de plástico blanco, supervisa la labor. La herida del hombro izquierdo es grande, con un morado alarmante alrededor. La del hombro derecho es más bien pequeña y los dos cortes al lado del labio pasarían imperceptibles si no fueran por las curitas color piel a medio despegar. Al verme, Daniel sonríe, se pasa una mano por el pelo mojado tratando de acomodar su corte de jugador de fútbol argentino, como el del Kun Agüero por ejemplo, corto adelante tirado hacia un lado y largo atrás. –Siéntese– me dice mientras deja libre la silla y se sienta en la cama. Lleva cuatro días internado y se acaba de enterar que por poco la herida llega hasta el tendón, que de haber sido así habría perdido la movilidad del brazo izquierdo, hubiese tenido que abandonar las clases de bajo, guardarlo con la guitarra eléctrica en el fondo del clóset, dejar la banda de punk-rock.

Daniel es guapo y moreno, tiene un piercing en la oreja izquierda y una pequeña barriga que no se adivinaría con camisa. Basta verlo para saber que es un niño cool, de esos que usan los pantalones caídos dejando ver la marca del bóxer. Aún le quedan dos semestres para terminar una carrera costosa en una universidad privada.

–Yo iba caminando adelante con Laura, Felipe iba atrás y cuando me di cuenta, él estaba como forcejeando con un man que le quería robar el Smartphone. Yo fui a respaldarlo y luego llegaron más manes, eran unos 10 y tenían patecabras. No recuerdo cómo eran, pero eran menores, no tenían más de 18 y no estaban vestidos como ñeros, tenían pantalones anchos, camisetas y gorras, no eran manes pintas pero tampoco se veían gamines. Me quité la camisa y me la amarré en la mano, ellos tenían cuchillos y había que defenderse. Sentí una puñalada en el hombro izquierdo, la del hombro derecho no la sentí. En la cara me pegaron un puño y empecé a botar sangre por la nariz y por el hombro–.

–Ellos solo querían armar problema, ahora hay muchos grupos de manes que no son ñeros y no necesitan robar pero lo hacen para montarla de malos– Daniel mueve la cabeza de lado a lado en signo de reprobación.

–Y muchos son menores de edad– remata Laura mirando a Daniel, como cada vez que dice algo que considera importante.

– ¿Cómo está el paciente?– El Dr. Wintong Lora asoma por la puerta. Con su soltura costeña se acomoda en medio de la familia y empieza a aplicar la psicología aprendida en tantos años de ejercer la medicina, una no funciona sin la otra.

–Vamos a dejarlo tres días más aquí en observación. Es por su bien, queremos evitar que las heridas se infecten, ahora las pandillas orinan los cuchillos con los que atacan para asegurarse de que realmente están haciendo daño a las víctimas–. La cara de Daniel y compañía son una sola mueca de desilusión, pero imposible no dejarse convencer por el Dr. Lora, habla con la convicción de la experiencia pulverizada con ese entrañable acento monteriano.

–Antes había que cuidarse de los ñeros, de los gamines, pero ahora también hay que hacerlo de manes de clase media y de los niños ricos– me dice Daniel cuando el Dr. Lora y Laura salen de la habitación.


Jaime estaba tomando aguardiente con dos amigos un sábado en la noche. Dos chicos –pantalones anchos, camisetas, tenis blancos, gorras de color escandaloso– llegaron a pedirles licor. Jaime y sus amigos no cedieron y se inició una pelea cuyo resultado fue el traslado de Jaime a la clínica a causa de una puñalada. Todo ocurrió frente a los porteros de turno del conjunto residencial de Jaime, un condominio de casas, apartamentos y aparta estudios costosos con vistas a la autopista que une Bucaramanga con su área metropolitana. El portero llamó a la policía, pero los intrusos lograron huir a tiempo. Sin embargo en la zona, colmada de condominios similares de estrato cuatro, ya los tienen identificados. No es la primera vez que protagonizan una riña similar en el lugar, de hecho ellos mismos viven por el sector, 150 metros más arriba del otro lado de la autopista en un conjunto de apartamentos con piscinas y canchas de tenis donde se sabe que viven varios chicos que forman la pandilla y donde otros más que no viven allí pero que también pertenecen a ella, pasan la mayor parte del tiempo.

Según el portero y varios residentes de la zona, cuando han sido capturados por la policía, han quedado libres a las pocas horas, por ser menores de edad, por no haber encontrado nada en su poder o porque los más afortunados tienen padres que mueven influencias para evitar su detención y eso en un país como Colombia es suficiente para bajar a la justicia del tren en la primera estación. Uno de los residentes me cuenta el caso de un joven aprehendido, cuyo padre abogado al llegar a la estación de policía, le dijo: “Tranquilo hijo que yo lo voy a sacar de aquí, este no es lugar para usted”. Es cierto, ese no es lugar para un chico, pero si no son corregidos por los propios padres, ¿A quién vamos a dejar esa tarea?

En los últimos años han aumentado en Bucaramanga los delitos cometidos por menores de edad. Según datos de la Policía Metropolitana, en el primer semestre del año fueron arrestados 614 chicos por hurto, tráfico y/o porte de estupefacientes y armas, homicidio y daño en bien ajeno. En total se registraron hasta agosto 3.168 detenciones por los mismos hechos, es decir, los menores han cometido el 19% de esos delitos, una cifra alta que destierra a Bucaramanga del paraíso de la tranquilidad que la ubicaba lejos de ciudades como Bogotá o Medellín donde el sicariato se ha instalado con fuerza entre los jóvenes de las comunas, los cinturones miseria.

Sin embargo saber exactamente cuántos de estos menores detenidos en la ciudad pertenecen a clases favorecidas, es una tarea complicada. Cuando los menores son detenidos in fraganti, son llevados a las instalaciones de la Policía Infantil y Juvenil donde son judicializados y remitidos al Sistema de Responsabilidad Penal para adolescentes del ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar) que pasa a hacerse cargo del caso. Mientras tanto son solo estadísticas, números sin nombres y apellidos en una lista incesante.


Silvia tiene 14 años pero parece de 20. Alta, morena, pelo negro largo liso, curvas pronunciadas, las culpables de la apariencia de “niña mayor”, bueno eso y el maquillaje y la ropa de adulta y los tacones. Cuando habla, la fachada de exuberancia latina se cae. Habla como una niña, la niña que es, la niña de 14.

–Es sólo por diversión que lo hacen. No es que quieran hacerle daño a alguien, simplemente es por pasar el tiempo–.

Estudia en un colegio femenino, de esos que promulgan una educación basada en valores cristianos. Vive en un conjunto de apartamentos apostados en la autopista de Bucaramanga que pagan servicios correspondientes al estrato cuatro al que pertenecen, lo que dentro de la categorización informal que se hace en Colombia encajaría en una clase media alta; un conjunto residencial cercano al condominio de las canchas de tenis donde viven algunos chicos de la pandilla ya identificada en el sector y de quienes ella es amiga.

–Ellos no necesitan hacerlo, los papás les han dado el estudio, les compran ropa, pero como te digo, es una forma diferente de pasar el tiempo, les gusta que les tengan miedo, versen como malos–.

Mientras Silvia habla, pienso en “La Naranja Mecánica”, la novela de Anthony Burgess que posteriormente llevaría al cine el magistral Stanley Kubrick, en la que un grupo de chicos londinenses encuentran placer practicando la ultraviolencia. Después, pienso en las telenovelas que se instalaron en lo más alto del rating en la franja nocturna de los canales nacionales, las imágenes de capos es la referencia más cercana, la cultura de lo narco, del dinero fácil, del malo siempre vence, ese lugar común con el que quieren hacernos identificar erróneamente a los colombianos, el hablado paisa que se exportó al resto del país, el “parce” llegó desde Medellín para quedarse, como si toda una historia y un acervo cultural se redujeran a eso, como si no tuviéramos más para ofrecer, como si fuera un fiel reflejo de lo nuestro, una maniobra de los productores de televisión que deciden qué es lo que vende y decidieron por nosotros que la mafia está de moda, que eso es lo que quiere el pueblo, que eso es lo que somos y una generación de jóvenes va creciendo con un capo-adinerado-que-no-se-la-deja-montar-de-nadie como ídolo.

–Yo nunca los he acompañado, aunque algunas veces que he estado con ellos sí se han peleado con otros tipos, pero nunca han matado a nadie–.

Pienso ahora en Daniel y en su cara asustada en el momento en que la voz cantada del Dr. Lora decía que le habían tirado a matar.

Me da algunos nombres que busco en Facebook cuando llego a mi casa. Todos son fotocopias de sí mismos, usan gorras Nike, chaquetas Puma, camisetas Hollister o camisas de rayas con manga larga abotonadas hasta el cuello, jeans anchos, tenis blancos Adidas, piercings en las orejas, gafas oscuras en la noche, levantando el pulgar o haciendo que disparan un arma imaginaria. En las fotos en que aparecen sin camisa tratando de sacar los músculos que no tienen se ven como niños jugando a ser grandes, algunos con cadenas de oro y tatuajes en los brazos, muchos con rosarios colgando, pinta de sicario de televisión y se me hace difícil imaginar a una niña como Silvia o como otras que aparecen en las fotos, tan prolijas, tan cuidadas, tan bonitas, a su lado. Muchos han estudiado en colegios privados, sus familias no serán dueñas de casas en Ruitoque o apartamentos frente al mar en Cartagena, pero tampoco son niños pobres, viven en condominios de edificios, esos conjuntos encerrados con portero donde se supone que no viven chicos como ellos, porque esos, viven en el norte y en esta parte de la ciudad solo vive “gente bien”, unos más ricos que otros, pero todos “bien”, una clase media/media alta emergente, la del centro del sándwich de la estratificación social.

Es miércoles 22 de diciembre y en otra parte de la ciudad, un chico que pudo haberse convertido en uno de ellos, o mejor, el chico que ellos debieron ser si no hubiesen escogido, en este juego, ser del bando de los malos, se prepara para dejar la Policlínica después de seis días. El Dr. Lora anuncia que las heridas no se infectaron, que ya le pueden dar de alta, pero lo que realmente ha querido decir es que esta vez una familia celebrará completa la Navidad, no todos tienen esa suerte.


Photo Credits: Oscar Ayala

Hey you,
¿nos brindas un café?