Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
arturo serna
Photo by: Tiago Almança ©

Juan Rodríguez y el poema «La valerosa sangre ibérica del santo guerrero Gaspar de Medina»

Debemos la conservación de la obra de Juan Rodríguez a la generosa mano de su hija, Estela Arredondo.[1]

Antes de analizar el largo poema de Rodríguez, quisiera hacer un resumen de su biografía. Juan Rodríguez nació en un pueblo del sur de la provincia de Tucumán en 1935. Murió en 2000. Su vida se terminó en un accidente automovilístico. Publicó solo dos libros en vida: la novela autobiográfica La patria se cuenta a sí misma (1995) y el libro de cuentos El alma de un gorrión (1985). El poema épico dedicado a la figura singular del capitán Gaspar de Medina permanece inédito. Rodríguez fue un fervoroso católico, un defensor de la familia y de la tradición nacional.

A pesar de no acordar con la ideología que acompañó la vida del poeta homenajeado en este artículo, haré una referencia a algunos aspectos por considerarlo un claro referente de la tradición poética oculta de Argentina, esa que la “cabeza de Goliat” suele olvidar o desdeñar. Los méritos de Rodríguez están a la vista del que lee su obra breve. Pero como son pocos los lectores que ha cosechado en vida, sirva esta semblanza para incitar a su lectura.

El escritor Juan Rodríguez ha plasmado en su poema épico La valerosa sangre ibérica del santo guerrero Gaspar de Medina las hazañas del capitán que luchó contra los indios de Tucumán. La escritura desgrana las escenas de los enfrentamientos armados con los indios calchaquíes y la muerte de Don Gaspar. Las hazañas narradas con fervor patriótico son imaginadas desde una óptica claramente religiosa y nacionalista. Una parte importante de los sucesos son imaginarios ya que no hay testimonios directos de los acontecimientos desarrollados en los versos numerosos. Se refieren algunos hechos incluidos en el viejo libro del padre Lozano, sobre todo aquellos episodios vinculados al incendio de la ciudad antigua y a la muerte de Galuán:

“El primero a echar de ver el riesgo, fue el teniente gobernador Gaspar de Medina, cuya vigilancia y cuidado despertó el estallido de las maderas que se abrasaban, y aunque poseído del asombro, fue la primera y natural advertencia de su valeroso ánimo empuñar las armas y montar a caballo, pero al salir a la calle, reparó por todas partes repartidos los enemigos, que se divisaban bien, por ser tanta la claridad, como si fuera de día, además que se daban a sentir con la algazara con que celebraban su hazaña, cual si aquellas luces fueran luminaria para su victoria. Imaginaba Medina al ver despoblada la calle, que él solo, de todos los españoles, había quedado vivo, pues le parecía imposible aquel silencio de los vecinos, si ya no hicieran número con los muertos, y esta persuasión lo tuvo confuso, hasta que se le juntaron otros dos españoles, y ahí empezaron a oír ecos de lastimosa gritería en todas las casas, según que iban sintiendo los efectos funestos del incendio. Encamináronse los tres hacia la plaza a donde concurrieron los bárbaros por todas partes: sobresalía entre todos Galuán por el orgullo, así como en el cuerpo. Cerraron dentro de su escuadrón a los tres héroes valerosos; y Medina, alentando a los compañeros a que acometiesen a Galuán de cuya muerte dependían sus vidas, rompió seguido de sus dos compañeros con animosa intrepidez por lo más espeso de los enemigos, abriéndose camino con la muerte de muchos, hasta llegar a Galuán, y segarle de un golpe la cabeza.”

Otra fuente de Rodríguez para su poema es la Breve historia de Tucumán, del poeta Lizondo Borda. Impregnado por las fuentes, ha creado un texto conjetural sobre los instantes cruciales de las batallas, los días de descanso, la tregua ínfima, el incendio de la ciudad antigua y el entierro del guerrero octogenario. Cito un pasaje dedicado a la fecha del famoso incendio ocurrido en la primera ciudad de San Miguel:

El teniente gobernador Gaspar de Medina
es el primero que da noticia del incendio.

Escucha el estallido de las frágiles maderas
y corre como un ave rapaz en medio del caos.

Aunque atrapado por el asombro
no se deja vencer el ánimo valeroso
y empuña las armas y monta a caballo.

Al salir a la calle desierta nota
que nadie hay entre las piedras
y ve los múltiples enemigos
repartidos entre las casas y las piras.

Dios desde las alturas guía
al impecable guerrero entre las naves
que se queman como en Troya
mientras las llamas se elevan como furias.

Medina imagina al ver la calle abandonada
que solo él se encuentra en la ciudad vacía
pero se equivoca. Un poco más tarde
como hormigas que escapan del calor furioso
unos soldados aparecen en el barro
y los guerreros, como seguidores de David,
combaten contra la fiebre diaguita.

En medio de la natural refriega
escuchan voces tristes, lastimeras
de compatriotas que sufren por las quemaduras.

Las almas de los indios, lejos del único Dios
amenazan a los valientes soldados de Cristo
y nadie sabe cómo fue pero los ibéricos
vencen al grupo de bárbaros irredentos.

La sangre corre como el río que está cerca
y de pronto, Gaspar de Medina, erguido
entre las llamas ve que el gigante Galuán
sobresale entre los vivos y los muertos.

Orgulloso, como un cuervo alto y grueso
busca acabar con la vida de los héroes.

Medina corre como un caballo brioso
e irrumpe en el improvisado campo de batalla.

Le siega de una vez la gran cabeza.

En ese instante reaparecen
los cuerpos perdidos de otros españoles
que luchan con la cruz y con la espada.

Corren, desordenados, y vuelven con ímpetu
“las espaldas en confusa fuga” en el barro.

Cuando todo parece terminado
y como una forma de afirmar el destino
se alzan las figuras sutiles y frondosas
de los apóstoles Simón y Judas.

Las presencias venerables de los santos
insuflan el terror a los sin alma.

Por eso brilla en la memoria
el fervor ardiente de los ciudadanos
por los santos que hasta hoy son los patronos.

Gaspar de Medina fue el enorme
cristiano que barre la ira de los indios
que quisieron quemar los cuerpos
y los blasones blancos. No pudieron.

Ganó el espíritu santo, gracias al bravo brazo
del teniente gobernador Gaspar de Medina.

Dice Rodríguez hacia el final del fragmento citado: “Las presencias venerables de los santos/insuflan el terror a los sin alma”. En estos versos se cifran dos afanes del poeta: los santos no solo conducen el destino de los tucumanos sino también la historia de los hombres; por otra parte, el segundo verso sostiene la creencia común según la cual los indios no tienen alma. Rodríguez parte, como su maestro Alberto Rougés, del supuesto del alma. Pero aquí importa menos el supuesto que la negación del alma atribuida a los aborígenes. Es claro que el poeta está usando alma como sinécdoque de inteligencia. Comparte, con una buena parte de la intelectualidad argentina, la sospecha de que hay una única clase o raza que es poseedora de la inteligencia. Todos los que no son de ese grupo selecto, son inferiores o no tienen el atributo principal del ser humano. Insisto: considero que desde el punto de vista estético el poema épico de Rodríguez es casi una proeza literaria. Mis reparos tienen que ver con el contenido ideológico que sostiene la armadura de los versos.

En el último canto, se describe de forma modernista el velorio y el multitudinario séquito que lo acompañó. Cito un fragmento:

Miríadas de guerreros acompañan el alma
del temible y próspero capitán de la encomienda.

Sobrevuela en la montaña un canto sumo
formado por las almas de los santos superiores
que vieron nacer a este hidalgo supino
en la lejana patria amada. Aunque él no vio
en las tierras americanas las consecuencias,
supo con vigor el logro que significaba
para el futuro de la patria que avizoraba.

En estos versos, Rodríguez fuerza el sentido de la vida de Gaspar de Medina. Declara la existencia casi contradictoria de dos patrias: por un lado dice que los santos “vieron nacer a este hidalgo supino/en la lejana patria amada”: España. Más abajo dice que el capitán disfrutó con vigor “el futuro de la patria que avizoraba”. ¿Cómo podía ver una patria que aún no existía? ¿Acaso tenía habilidades de tahúr o arúspice? En los años que vivió el capitán Medina –siglo XVII– no existía la idea de un país como Argentina. No se había producido la declaración de la independencia de las provincias del Río de la Plata. Por tanto, el poeta adopta la idea de una conciencia que sobrevuela los tiempos. Le adjudica a Medina una idea imposible: según mi interpretación de los versos dedicados al funeral, Medina ha muerto con la extraña conciencia de dos patrias: la pasada –España– y la futura, Argentina. Se nota el esfuerzo por hacer aparecer en la conciencia del guerrero el amor de Rodríguez por sus dos patrias. En este sentido, el poema es claramente autobiográfico. Rodríguez le atribuye un sentimiento que no tiene: este recurso es una forma de expresar su propia subjetividad.

Aunque no comparto su pensamiento político debo decir que Rodríguez es un poeta diestro. Con el “método” del francés Marcel Schwob –la creación de una vida imaginaria a través de los versos– y bajo la impronta tardía del nacionalismo de Leopoldo Lugones, canta la gloria de los guerreros españoles, la importancia de la gesta, el coraje de los conquistadores y la lucha para librar la tierra americana. Si el ciego de los dones lo hubiera leído estaría encantado con la pericia formalista del tucumano. Si el filósofo Alberto Rougés hubiera muerto unos años después, habría escrito loas a los esmerados versos católicos.


[1] Estela Arredondo tuvo, como su padre, una vida trágica. Hija natural del poeta, estudió ingeniería en la Facultad de Ciencias Exactas de la UNT y, al poco tiempo de obtener el título y de publicar su único libro –un exquisito volumen de crónicas–, se suicidó. Estela conoció a su verdadero padre mientras estudiaba en el colegio secundario. Según cuenta ella misma en el libro Los años que no estuvo, fue el propio poeta el que le alcanzó el libro de versos “La valerosa sangre ibérica…”. Estela guardó el inédito bajo la cama de la pensión en la que vivió durante todos los que estudió en la universidad, según me informó una amiga inseparable. Según la misma fuente, Juan Rodríguez no dio el apellido a su única hija. Ni Estela –en su libro—ni su amiga pueden dar explicación coherente sobre este asunto. Estela fue criada por la madre y primera pareja de Rodríguez, la pianista Elvira Ortés, y el carpintero Julio Arredondo. Según la amiga, Estela le confesó que su padre vivía avergonzado por la elección sexual de su hija. La adoraba pero rechazaba la homosexualidad abierta de Estela. La testigo dice que es muy probable que Estela hubiera tomado la decisión de suicidarse porque no pudo soportar el rechazo de su progenitor. Una agrupación feminista de la provincia de Tucumán lleva el nombre de Estela Arredondo como un homenaje a la lesbiana que se suicidó. Como una forma de hacer visible la problemática en una ciudad tan conservadora, la agrupación difunde panfletos en las redes con el nombre y el rostro de Estela. Por otra parte, una agrupación partidaria de las dos vidas, ha usado como emblema de una campaña el nombre de Juan Rodríguez y citan en una pancarta unos versos del poema épico dedicado a Gaspar de Medina.


Photo by: Tiago Almança ©

Hey you,
¿nos brindas un café?