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Juan Pa erguido como un espavel

Cuando llegué a su casa y lo vi por primera vez después de muchos años, me alegré, le tomé la mano derecha y se la apreté fuerte. También lo abracé. Solo un poco después, cuando nos explicó su condición, caí en la cuenta de que solamente sintió mi brazo en su nuca y hombros.

Nos habíamos conocido en la escuela México, en el barrio josefino de Aranjuez. Fuimos compañeros por seis años, desde el primer grado hasta graduarnos. Era un chiquillo pequeño, flaquito, moreno y sobre todo risueño. Su sonrisa amplia y generosa se le pronunciaba por ser un poco dientón, como conejito de dibujos animados. Cada recreo jugábamos fútbol con todos los compas. Él era delantero. Siempre metía goles “en milpa”, o sea, fuera de juego, pero él decía que era el goleador. Lo era.

Después de nuestra graduación, no lo vi más, hasta ese domingo de agosto pasado cuando un grupo de excompas fuimos a visitarlo a su casa en Zapote. Entonces nos explicó su situación.

Una noche, dos años antes, estaba estudiando para un curso de su carrera de arquitectura y empezó a sentir dolor en el cuello y luego un fortísimo dolor de cabeza. Éste se volvió insoportable. Se le empezó a dormir el brazo y luego todo el lado derecho del cuerpo. Pocas horas después estaba ya inmóvil en el hospital y sin sensación en todo el cuerpo. Cayó inconsciente y quedó cuadrapléjico. Había sufrido una hemorragia interna que se infiltró en su médula espinal y se complicó por su hemofilia.

Permaneció inconsciente durante treinta y nueve días. Los médicos le recomendaron a su esposa, Kathya, desconectarlo. Pero ella esperó contra toda esperanza mientras cuidaba a sus tres hijos, Justin, Melissa e Isaac. Le esperó con tanta fe que nunca perdió la sonrisa. Los médicos y familiares de otros pacientes la buscaban para animarse ellos mismos.

Y Juan Pa reaccionó. Recobró la consciencia. Eventualmente pudo hablar y alimentarse sin sonda. Sufrió muchos percances más, como un paro cardiorespiratorio, pero seis meses después del accidente medular regresó a casa.

Desde entonces empezó su lenta recuperación. Cuando lo visitamos, ya no necesitaba sondas, hablaba normalmente y movía un poco su mano derecha. Todo por su perseverancia con la fisioterapia y el apoyo incondicional de Kathya y sus hijos, pues los médicos lo desahuciaron. Pero solamente tenía sensación en los hombros, la nuca y la cabeza.

Lo más admirable para mí fue su actitud. Seguía risueño y bienhumorado. Kathya le cuidaba con amor, en una ardua labor, diaria y constante: alimentarlo, vestirlo, moverlo, atender emergencias e imprevistos. Pasaban estrecheces económicas, pues la pensión del Estado apenas cubría una fracción de los gastos familiares y el cuidado de Juan Pa era un trabajo de tiempo completo. Pero todos en casa empujaban juntos. Se les veía felices y esperanzados en nuevas terapias y tratamientos. Compartimos por varias horas con nuestro amigo y él en ningún momento buscó conmiseración. Disfrutó y nos regaló sus risas y buen humor.

Cuando me despedí, quería sentirlo y que me sintiera. No sé por qué, pero espontáneamente apoyé mi frente en la de él, le agarré la nuca con mis manos y me quedé así por varios segundos. Luego me aparté. No dijimos nada. Me agradeció el gesto con su mirada y yo le agradecí su ejemplo con la mía.

Reencontrarme con Juan Pa me cambió la vida radicalmente. Por años, viviendo en la Yunai, lamenté la falta de afectuosidad corporal de los anglosajones: no se tocan, no se besan, no se dan la mano, de vez en cuando se abrazan, pero no mucho. Me pesaba vivir entre ellos. A menudo pasaba días y semanas sin ningún contacto físico. La vivencia de mi cuerpo y el de los otros, la falta de contacto, me parecía triste, inexpresiva, hasta inhumana.

Pero toda la actitud que percibí en Juan Pa, como en Kathya, fue de agradecimiento por la vida, de esfuerzo por recuperarse y de esperanza. Por ello varias veces, ya de vuelta en Brooklyn en el otoño, me desperté de madrugada, solo en mi cama, pero ya no sentí tristeza, ni soledad. Tampoco lamenté el no sentir ninguna caricia, ningún abrazo. Me acariciaba yo mismo los dedos de cada mano con los pulgares. O sentía mi pie izquierdo en la planta del derecho y daba gracias a la Vida porque podía mover mis pies y sentirlos.

Estar vivo y sentir: es un regalo maravilloso. Me lo enseñó Juan Pa con su ejemplo, pues quiso vivir y quiere sentir.

Desde entonces cada vez que he aterrizado en San José lo he visitado, como hoy. Tiene excelente semblante. Siempre sonríe, como cuando éramos niños y jugábamos bola en la escuela. Ha continuado su fisioterapia intensa varias veces por semana. Ya mueve más su mano y brazo derechos y logra relajar los hombros y moverlos un poco. Y me contó que un día sintió frío y se le erizó la piel. ¡Se le erizó!

Ahora su esperanza, como la de Kathya, es buscar apoyo para comprar una silla mecánica que le permita no solamente estar sentado sino también erguirse y permanecer de pie, soportado por arneses ergonómicos. Desde el accidente, solamente ha podido estar sentado o acostado, pero nunca erguido. Cuando probó la silla con los técnicos de la empresa importadora, vivió por primera vez en tres años la experiencia de estirar todo su cuerpo y dejar que la columna y todos sus órganos se acomodasen. Al percatarme de ello tuve que desviar la mirada un momento para no llorar. Y más aún cuando me confesó su sueño:

—Mi hijo Justin se casa en octubre. Quiero entrar de pie, a su lado, a la iglesia.

Y así lo imagino yo ese día, ya próximo: entrando sonriente a la boda con Kathya y Justin, erguido y firme como un gigantesco espavel de nuestros bosques, tan gigantesco como su espíritu de Vida.


“La obra fotográfica es propiedad exclusiva de su autora, Carla Tomassini, y al compartirla no se transfiere ningún derecho sobre la misma, sino que sólo se autoriza el uso acordado entre las partes. Cualquier otro uso deberá ser autorizado por escrito por la autora.”

www.carlaojo.com

Instagram: @carlaeyeball

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Moy Arburola
Moy Arburola
6 years ago

Grande Juan Pa! Y Gracias Dani por compartir esta inspiradora historia!

Amelia Quijano
Amelia Quijano
6 years ago

¡Hermosa historia! Arranca lágrimas y provoca profundas reflexiones. Y qué bueno que la ilustra una foto de la inspiración de mi hija, Carla Tomassini.

Sonia DV
Sonia DV
6 years ago

Gracias Dani, me hace recordar una frase que alguien me escribió en uno de esos días regulares: «de todas las cosas que llevamos puestas, la más importante es nuestra actitud»

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