Porque todos- sin excluir a los herejes, coleccionistas de excomuniones, etc.-, creemos en algo y es este algo, a fin de cuentas, lo que pudiera explicar el sentido total de nuestra conducta.
Juan de Mairena
Antonio Machado es tal vez uno de los poetas españoles más celebrados, pero menos conocidos (en profundidad) de todos los tiempos. Ha dado con versos célebres y recordados “caminante no hay camino…”, y su obra ha sido objeto de ilustres homenajes (el álbum de Serrat sería señero) que, paradójicamente, han eclipsado ese ámbito fascinante de su legado: el pensador insólito que llevaba dentro. La eterna disputa entre Filosofía y Poesía fue abordada de forma genial por su voluntaria adhesión al simulacro: la creación de heterónimos. Ese camino que recorrió en paralelo al gran poeta lisboeta Pessoa y que le brindaría los mejores tonos para la ilación de su fina ironía. Acaso María Zambrano pudo recorrer un tránsito similar pero ubicándose siempre en las regiones fronterizas, a conveniencia para la mirada múltiple. Juan de Mairena fue, sin duda, el más importante, contradictorio y delicioso de los inventos de Machado. Su interés redundantemente poético por querer ser otro se cristalizó en la exquisita colección de pensamientos intitulada: “Sentencias, donaires, apuntes, recuerdos de un profesor apócrifo” publicado en 1936.
La publicación de este libro le hizo creer a Machado que se había liberado de su alter ego más dominante. Pero las circunstancias políticas y sociales de la España escabrosa de aquel año le hicieron hacer reavivar –nunca mejor dicho- a Mairena. Las puertas de la guerra civil significaron una catástrofe inefable que sólo el maestro (¿o el discípulo?) de la duda podía afrontar. La sensibilidad de Antonio Machado no podría asimilar esa tragedia frontalmente. Pero su heterónimo más logrado sí; era republicano, como él, y dogmático en su anti-dogmatismo. Obsesionado con ayudar a educar a España, veía cómo España se abandonaba al primitivismo más vil. Hacía muchos años atrás que en algún poema había escrito: “Busca a tu complementario/ que va siempre contigo/y suele ser su contrario”. La ironía vital determinaría ese triste contraste con su hermano Manuel. Ambos se alistaron como combatientes en bandos contrarios y nunca más volvieron a reunirse. Pero Antonio había moldeado a sus “complementarios” en un sentido intelectual. Su vena andaluza dominaba el ritmo de su obra poética, pero la vena castellana lo llevó al sueño razonado (valga la contradicción) de su refinamiento intelectual filosófico. Maestro de escuela en Soria, Baeza y Segovia, acometió la inquebrantable labor de ir “borracho melancólico,/ guitarrista lunático, poeta/ y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla” por los campos de Castilla.
Aunque bastante más joven que Unamuno, Azorín y Maeztu, siempre se le vinculó a la generación del 98 por esa diluida obsesión por tratar de pensar qué era realmente España. Su penosa muerte de Colliure en el 39, después del trágico éxodo, simbolizó también su negativa definitiva a tolerar el franquismo, ni siquiera desde lejos. Como la ironía de Mairena lo desmontaba todo, incluso la farsa de la gloriosa herencia imperial hispánica, tal vez pudo elucubrar algunos últimos aforismos que intentasen traducir la tragedia. Pero Mairena seguramente hubiese tenido que inventar, a su vez, otro heterónimo para poder traspasarlo al papel.
La historia vital de Machado es apasionante por su delicada modestia en medio del exabrupto y el caos general. Mantener la firmeza de la cordura en el medio de la locura colectiva más nefasta. La proyección poético-imaginaria de un profesor que enseña el arte de la socrática mayéutica a deshora es la base de una filosofía tan certera como etérea: llevar la duda hasta las últimas consecuencias. Y sobre todo, aprender a dudar de uno mismo siempre. Mairena vino a ser para toda la obra de Machado, aquello que Borges deslindó en unos versos: “debo justificar lo que me hiere. /No importa mi ventura o mi desventura. /Soy el poeta”.
Debe haber sido indescriptible el estado de abatimiento final al cobrar consciencia de que, no sólo su causa política, sino su destino más vaporoso habían sido “derrotados”. Como el pasado debe ser materia de infinita plasticidad –como recomendaba Mairena a sus alumnos-, hacer el ejercicio de imaginación de los últimos días del gran poeta sevillano nos llena de pesar precisamente por tener que soportar semejante trance con su terrible lucidez: el peor de los castigos. Llegar al límite del pensamiento y de la expresión, pero en carne viva. Mientras tanto, los tiempos convulsos lo van arrasando todo y se vive esa noción de creer que todo se va al diablo, cuando en realidad eso ha pasado una y mil veces antes, y desde la distancia del tiempo y del espacio, cuando ya todas las cosas parecen haber retomado su lugar, lo que parecía un dolor insondable del poeta se convierte en una tenue sonrisa del pensador.