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Dina Di Donato

Jean Aristeguieta y Elvira Senior

Para Elisa Lerner

A la orilla del agua una mujer escribe
adivina su sed
Jean Aristeguieta (1921-1916)

Una tarde de enero falleció en Caracas la poeta Jean Aristeguieta y casi no hubo lugar en el Facebook para su duelo, pues todos lloraban a David Bowie.

La primera vez que bailé con una mujer estaba sonando en la radio algo de Let’s dance o de China Girl y no nos acercamos al hipódromo de los bosques de Boulogne donde Bowie daba un concierto porque en esos tiempos casi todas las mujeres enamoradas que yo conocía preferían estar a solas. A esa mujer le pregunté, puesto que era de Caracas, si conocía a Aristeguieta. Ella manejaba únicamente referencias de oídas y como venía de haber compartido talleres literarios con autores en edad de parricidios y matricidios, recordaba despropósitos tendenciosos. Con el tiempo he comprendido que el asunto, con algunas autoras, no era acoso moral propiamente dicho, sino orientar la lectura de los amigos y evitar lo no canonizable del momento.

En Upata nos habían dado tres modelos de escritoras locales. Tres fantasías. Nadie supo decirnos de ellas ni tampoco dónde estaban sus textos. Una enloqueció mucho antes de yo nacer. Cuando los vecinos la ofendían, para vengarse, les tocaba al piano la guasa La Sapoara toda la noche y los insultaba en el periódico local, pero en latín y griego. Nunca cruzó el río, se decía. Las otras dos cruzaron muchas veces los charcos. La otra, cansada de hacer lo que le venía en gana durante los carnavales de Brasil, vivía devorando montañitas de hielo en una ciudad vecina, convertida en personaje. La última había terminado en una isla griega. Era Jean Aristeguieta. Al momento del concierto de David Bowie en París, ya había buscado su obra en los tramos de los libros del consulado, en Kléber, y me encontré únicamente con su retrato en el monte de la Pitia.

Cuando al fin tuve en mis manos su propia selección de textos, Ebriedad del delirio (Antología 1954-1979) pensé, desde el título, que toda su época estaba allí bajo los efectos de las lecturas de Mircea Eliade, el homenaje a la hierofanía atribuida al gran tema nativo, a los modos discursivos ejemplares, en los que ser de la poesía también implicaría transformarse en excéntrica oficial.

Un acatamiento al deber ser de las pitonisas de Delfos. Sí. Jean Aristeguieta había respondido a la poesía, pero como lo hiciera cualquier muchacha seleccionada con el misterioso azar para cumplir la función de recoger las voces de su tribu y llevarlas a escritura. La guiaba una visión. Sí. El mandato personal de descubrir su propia vida. O como siguiendo el oráculo de Creso, si eres humano, procura pensar cosas humanas, nunca bajo el signo de las musas de provincia, acuñado por Balzac y que aún ponía bajo sospecha a muchas poetisas de los años cuarenta cuando Jean empezaba a publicar. En Aristeguieta, el delirio funciona como un trance creativo, no como la alienación mental sufrida por un ser femenino con inquietudes artísticas, tópico conocido como bobarismo.

En Ebriedad del delirio, la poesía registra la vida diaria de Jean Aristeguieta pero sin soltarse de la mano de Juana del Valle. Hay fechas, dedicatorias, rasgos bioficcionales diseminados y lecturas. Una bitácora de poeta con una escritura singular: la de un yo universal y un yo femenino situado en el lindero. Cuando la halagaron por sus escritos adolescentes en los años treinta porque le dijeron que sería otra Juana de América, se quitó el nombre de Juana. No por orgullo, sino porque quería andar a su aire. Pronto fue atajada en el deber ser. Estuvo a cargo de proyectos editoriales y publicó a docenas de jóvenes poetas del mundo. También a poetas que solicitaban subsidios y ella atendía. No pedía más cartas de presentación que los poemas. Quedan homenajes de reconocimiento como podemos adivinar: un libro titulado por su autor, Larga mano para Jean, el poema que Alejandra Pizarnik le dedicó.

Durante este periodo, la tensión entre la realidad anecdótica y la imaginaria se imponían a los modales femeninos y el resultado se mostraba, casi siempre, a través de la fragmentación. Algunas escritoras optaban por algún tipo de trasterramiento, el mutismo o su equivalente, el verbo diplomático, el homenaje, la palabra obligatoria. Para Aristeguieta, mucho antes que un exilio, pero interior, la primera incomodidad territorial asignada fue la palabra misma poetisa.

Evelyn Guzmán Bigott, investigadora venezolana, le dedica una página electrónica a Jean Aristeguieta donde cita lo que Trinita Casado y Antonio Reyes le escuchan decir a comienzos de los años cincuenta:

Poesía femenina es uno de los disparates más descomunales, ya que en forma contraria “poesía masculina” provocaría un escándalo. El todo consiste en que la protesta de las mujeres no ha surgido con unidad. Otra cosa: la palabra “poetisa” es oscura y falsa. Poeta es quien da su corazón por la esencia de lo bello, y poetisa es una palabreja manca, desmadejada e inútil. Ojalá se la pudiera desterrar, no solo del uso corriente, sino también de la cultura desvanecida de los gacetilleros.

Alfredo Silva Estrada me puso en contacto con Aristeguieta y fue entonces cuando comprendí que su Intento de diálogo con las actrices trágicas, involucraba el afán de consolar al ser femenino que se enmascaraba entre paisajes telúricos, raíces arquetípicas y paraísos verbales, para amar a otra.

Imagino a una Aristeguieta viajera que entra en el cementerio Acattólico de Roma siguiendo la dirección de la pirámide, de las ruinas greco-latinas que solían esconderla, para visitar la tumba de John Keats, pero se tropieza con la de Belinda Lee cerca de la de Percy Byshe Shelly. ¿Qué hace una actriz en el vecindario de Carlo Emilio Gadda, de Antonio Gramci, Axel Munthe, Dario Bellezza y otros, en la misma tierra final que acogería los restos de la poeta Amelia Roselli? Belinda Lee acababa de protagonizar La larga noche del 43. Era todavía Anna Barilari y poco estaba quedando de sus personajes de virgen o mesalina, de su historia con un príncipe expulsado del Vaticano, hacía poco tiempo, por haber querido seguirla en un pacto adúltero y suicida. En La larga noche del 43 el fascismo asesina, los hombres se enferman y la joven esposa huye sola y desaparece. Belinda Lee, como todas las muchachas sacrificadas que conocemos, es enterrada mucho antes de los treinta años. Su tumba es brutal: un bulto de túnicas ondulantes sin rostro.

En su Antología, Jean Aristeguieta escribe varios intentos de diálogo: uno con Belinda Lee y otro con Alejandra Pizarnik -quien en Textos de sombra, de 1972, escribe:

A Jean Aristeguieta,
A Árbol de Fuego.

escribiendo
he pedido, he perdido.

en esta noche en este mundo
abrazada a vos,
alegría del naufragio.

he querido sacrificar mis días y mis semanas
en las ceremonias del poema.

he implorado tanto
desde el fondo de los fondos
de mi escritura.

Coger y morir no tienen adjetivos.

Iba a preguntarle si realmente pudo hablar con Pizarnik cuando Aristeguieta había cumplidos sus 94 años. Quería saber si habló fuera de marginalidades discursivas, sin temor a alejarse de los rasgos de grandeza o esencialismos obligatorios de su momento (no en los códigos que tenían que ver con de darle sentido al azar individual), pero ella me cortó entusiasmada porque acababa de ver en televisión a una pareja de bellísimas actrices venezolanas que contaban que estaban casadas y criaban a una niña.

Jean me hacía reír de cierta manera guayanesa, aunque siempre había un momento de la conversación en la que lloraba por su pareja fallecida recientemente. Al final de su vida escribió en Caracas una Biografía Poética de Elvira Senior que me hizo llegar. Elvira fue una pintora secreta. Jean, antes de morir, le dedicó largas horas a agregar de su puño y letra -en todos sus libros- el nombre de Elvira al lado del suyo. Su puño fue firme y su letra clara.


Photo Credits: Yağmur Adam

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