Entré a Latinoamérica por la Estación Central de Nueva York. Si, la misma que tiene el reloj y que sale en las películas. Ahí uno se abre paso entre la gente con la indiferencia y el anonimato. Los tropezones no exigen pedir disculpas porque son inevitables y socialmente comprendidos. Entre tumbos me abro camino a través de un mar de idiomas, de locuras, de sin sentidos, música y ruido, muchísimo ruido. Son las 6:30 de la tarde de un viernes, y mi destino final es Jackson Heights, Queens.
Después de un número incontable de escalones me apoyo de una columna y espero. El sonido del metro se ha convertido, desde que me mudé a esta ciudad en una emoción, un gatillo que me llena de un poco de adrenalina y felicidad. Sé que la sensación la comparten los que esperan conmigo, sin embargo, nadie expresa nada, la idea de celebrar la llegada del tren es interna y anónima, como las miles de almas que dejé atrás hace minutos. Las luces amarillas se hacen más grandes y el retumbar metálico más intenso. Mis compañeros de camino y yo vemos a los que esperan del otro lado con sentimiento de triunfo, como si fueran culpables de que el tren que a ellos les toca tomar no haya llegado. “This is a Queens’ bound local 7 train to Flushing Main, the next stop is Vermon Bulevar Jackson Avenue. Stand clear of the closing doors please”. Las puertas se cierran. El carro es un semi cilindro hermético en el que parecemos estar empacados al vacío. Este no huele mal y hoy viaja a buen ritmo.
El recorrido son once estaciones y el tren a Queens sale a la superficie. A lo lejos se ve la silueta de Manhattan, como una sombra que desafía al cielo. Mientras la ciudad se pierde en la distancia, mientras el tren se acerca a mi destino, la arquitectura cambia, cambian las miradas y cambia el idioma. Todo empieza a ser más familiar, más propio. Dos señoras, de esas a las que vale la pena escuchar hablar, discuten la vida de Myriam, que consiguió un novio nuevo y dejó a la mamá sola. El brinquito con el que terminan cada palabra las delata, son mexicanas. A mi derecha un hombre moreno, con cejas enormes, y una barba azabache, escucha música en sus audífonos a niveles que seguramente no son saludables. De los auriculares se escapan notas de un vallenato que no puedo identificar, sin embargo, una camisa del Atlético Nacional en la que se lee “Orgullo Paisa” me saca de la duda, el señor es colombiano. El tren empieza a bajar la velocidad “This is Jackson Heights Roosvelt Avenue” Las puertas se abren y me abro paso a la salida.
La calle me recibe con una brisa de cilantro y un caos en español. A lo largo de la avenida miles de luces iluminan un universo gastronómico latinoamericano. “Tacos dos dólares” me dicen al pasar. Sigo de largo. Una cuadra más adelante, un hombre con la camisa de los yanquis llora mientras habla por teléfono y dice entre lágrimas “Te juro que no lo vuelvo a hacer” la frase, aunque triste para él, me hace feliz. En la próxima cuadra me cruzo con un bar en el que se lee “El abuelo Gozón” y que no dice bar sino bailadero, porque no es sólo para tomar, sino también para bailar. La puerta escupe una estrofa de una canción de Daddy Yankee “Antes que te vayas dame un beso” y la música se queda atrás mientras sigo el recorrido por una familiaridad que parece surreal. La imagen se repite en cada cuadra, chuzos, arepas, lechón ecuatoriano, ceviche, llamadas a Colombia, Perú, México y Argentina.
En la cuadra siguiente me encuentro con unos amigos. Ninguno es latinoamericano, y la gente se lo hace notar. A ellos no les importa. Viven en el área y saben como moverse. Me llevan a un bar que se llama Scorpion. La imagen es decadente y adictiva. La barra está repleta y el murmullo alcohólico es, como el resto de la zona, en español. Al final del bar, e iluminada por una lámpara, se erige la reina del lugar, una rocola que hace sonar canciones por un dólar.
Mientras tanto uno de mis acompañantes se acerca a la barra y pide “cuatro guaros” con acento americano marcado, pero con la seguridad del que sabe lo que está pidiendo. La bar tender, con un vestido demasiado pequeño para dejarla moverse con naturalidad, sonríe y sirve cuatro vasos. Los amigos los traen a la mesa. Uno se pone de pie y le pone un dólar a la rocola. Al terminar un corrido mexicano, suenan los Beatles. Brindamos y nos dejamos llevar por la conversación. Uno me ve y después de terminarse la última gota me dice “This is the best neighborhood in the world”. Por alguna razón, su afirmación me enorgullece.
Salimos del Scorpion envenenados y entonces el nombre tiene sentido. La próxima parada se llama Terraza 7 y es considerablemente menos decadente. El bar nos recibe con un golpe de salsa en vivo. Suena bien, demasiado bien para ser gratis. La gente baila y se ríe. También habla, con conocidos y desconocidos. Pedimos más guaros y con cada trago se arma una nueva historia. Una abogada dominicana, nacida en Queens que quiere cambiar las leyes de inmigración. Un poeta peruano que está convencido de que Vargas Llosa es lo peor que le pudo haber pasado a la literatura de su país. Un argentino que acaba de abrir su primer restaurante de asado. Un colombiano que quiere irse a ayudar a las víctimas de la guerrilla y miles de historias que solo tienen en común ser del mismo continente.
En ese entorno no pude dejar de pensar en Bolívar y Miranda, en la gran Colombia y el Incanato, sueños fallidos y absurdos que murieron antes de nacer. En esos bares había comunidad. Los corridos mexicanos terminaban con vallenatos y reggaetones y todos cantaban al unísono. Bolívar entendía la diferencia de psicologías como una de las causas de la ruptura del sueño latinoamericano, pero ahí en Queens, parecíamos estar pensando todos lo mismo.
Ahí nos unía el idioma, la geografía, las dificultades de la inmigración y la nostalgia. También nos unía el sueño americano, este del norte, no el del sur. Pero ese del sur, el sueño fallido, la unificación del continente parecían, al menos bajo la influencia del guaro, una posibilidad.
La idea continuó a pesar de terminada la música, salimos del local dando pasos en falso. En el camino y sin intención uno de los nuevos conocidos me tropezó. “Perdón Carlos” lo escuché decir. “Tranquilo” le respondí. Eran las 3:30 de la mañana de un sábado en Jackson Heights, Queens.