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Michele Castelli
Michele Castelli

¡Italianos mata burros!

Giose se atreve a ir solo al abasto de don João, en la esquina de El Rosario, para hacer la primera compra desde que llegó al nuevo mundo donde aspira a convertir en realidad los sueños que trae escondidos en su alma hinchada de esperanzas. Claro, los paisanos que viven con él en la pequeña pensión al lado del Cine La Vega le habían repetido varias veces, para que aprendiera, los nombres en español de objetos y alimentos más comunes.

– La mela, acá, se llama “manzana” – solía instruirle, en particular, su primo Federico que ya llevaba un par de años en la Caracas bonita. – Se escribe con “zeta” pero se pronuncia “ese”. “Tomates” son en cambio i pomodori, mientras que al prezzemolo le dicen “perejil”. Un poco difícil de pronunciar esa “jota” que no existe en italiano, pero no te preocupes porque tampoco la dicen bien quienes llevan muchos años en esta tierra de gracia, tan generosa como el buen samaritano que vendó las heridas al pobre hombre que cayó en las garras del ladrón terrible.

Así va aprendiendo Giose anotando en una pequeña libreta de tapa negra las palabras que le enseñan sus amigos, y otras que escucha de las conversaciones en la calle cuando ya cerca del anochecer, después del duro trabajo montado en los altos andamios de las Torres en El Silencio, pasa el tiempo sentado en un murito aledaño a la pensión mirando a las muchachas que pasan mostrando los ricos pechos del color del ébano que llevan bailando libres de sostenes en las blancas camisetas desabrochadas casi hasta el ombligo.

Don João, el portugués, ya conoce al joven a quien ha visto varias veces en compañía de sus amigos, consecuentes clientes del abasto. Por eso, lo acoge con palabras afectuosas.

– Hola italianito – le dice. – ¿Cómo sigue tu trabajo, allá en las Torres, cuyas terrazas en el ocaso ya comienzan a ocultarse entre las nubes que a diario bajan desde El Ávila, el cerro misterioso de Cabré? Qué alegría, algún día, cuando los nietos miren hacia el cielo, poderles contar que entre el acero, y el cemento, y el granzón de ese gigante que vigila el valle, también están enterradas las gotas del sudor que de tu frente caen como el rocío sobre las hojas frescas de la mañanita. Benditos sean tus brazos y esas manos callosas que ayudan a forjar el futuro de un país que se llenará, muy pronto, de apellidos raros. Pero en fin, amigo, dime, ¿en qué puedo servirte?

Giose mira fijo en los ojos al comerciante, haciéndole entender por el asombro dibujado en las mejillas que ni una papa frita había captado de la poética referencia a su epopeya. En cambio, la última pregunta le llega clara, tanto que rápido contesta en su español de escasas palabritas:

Dammi, por favore, un kilo di tomates, spaghetti di marca “Torresina”, y un pezzo di burro senza sal.

¡Ay Dios mío, padre poderoso! Ahora el confundido es don João. Es él quien no entiende, ahora, qué cosas raras come el italiano, y por qué las pide en un abasto. En todo caso, piensa entre sí bastante preocupado, si en su pueblo natal se acostumbra este alimento que acá no se concibe, debería saber que lo apropiado es solicitarlo en otra parte.

Sin embargo, para no entrar en detalles con el joven, que por lo demás haría fatiga a entenderle el parlamento, se limita a decirle:

Lo siento, amigo mío. No vendo burros. Todo lo demás acá lo tienes. Te cuesta un bolívar con cuatro puyas.

En el local, por la mala suerte del pobre inmigrante, también está presente un jovenzuelo, moreno fuerte de pelo chicharrón. En verdad, nada comenta mientras dure primero el soliloquio de don João, y luego el pedido de la mercancía con la respuesta tajante del viejo comerciante. Se le ve, sin embargo, en el rostro oscuro liso como el mármol, una mueca de repulsa mixta con una risita irónica mediante la cual confirma la convicción ya generalizada entre el criollo de que esta gente que viene de muy lejos ha acostumbrado el estómago a muy viles manjares para matar el hambre. No hallan ahora cómo deshacerse de esa conducta que acá no tiene sentido, piensa, pues lo que abunda es carne de ternera, pescados de todo los sabores, y vegetales sabrosos y por bojote. Así, apenas sale de la tienda y se reúne con sus amigos que esperan en la acera de enfrente jugueteando con una pelota de goma que con mucha habilidad se tiran unos a otros atrapándola con extraños guantes para no golpearse las manos, grita como un desatinado, acompañando las palabras con una carcajada impresionante:

¡Ya no tengo duda! ¡Lo tengo confirmado! Luis tenía razón cuando nos contaba que los musiúes de mierda cazan a los burritos que andan sueltos por las praderas de Coro. ¡Qué asquerosos son! En sus países de origen los venden en todas partes: en los mercados, en las vías públicas, y hasta en las tiendas de géneros alimenticios. ¿Que cómo lo sé?

Pues acabo de presenciar la prueba irrefutable en el abasto de don João.

Cuenta con lujos de detalles lo que ha escuchado e indica al joven que anda con una bolsita de tomates y otras cosas en la mano, como el protagonista de tan terrible historia. Sin otra seña que la simple intuición de saber todos juntos lo que tienen qué hacer, corren como desalmados hacia aquel ser que apaciblemente se dirige a su casa y lo rodean gritándole palabrotas que lo asombran:

– ¡Italiano muerto de hambre, come tu mierda si te gusta tanto, pero deja tranquilos a nuestros pobres burritos sabaneros! ¡Italiano mata burros, qué arrecho eres: en esta tierra se respetan los animalitos que no hacen daño!

Giose no entiende. Piensa más bien que la patota que le grita esas cosas ha venido a robarle la compra miserable, por eso se les cuadra cerrando los gruesos puños ante su cara como el boxeador cuando prepara la guardia para luego lanzar el upper del nockout. Los jovenzuelos, al notarlo tan decidido a dar la batalla, y también considerando que no hubiesen podido con él a pesar de ser tres contra uno, pues en la cara el italiano lleva dibujada la furia de cinco fuertes luchadores, escapan como liebres cuando un perro de caza los persigue. Corren sin freno por los laberintos del barrio Paraparos, jurando venganza no tanto por la afrenta que significa la huida cobarde, sino por la defensa del animalito amado, el mismo que en el presepio, piensan, le da calor al niño Jesús en la gruta.

– Qué te pasa – le preguntan los amigos a Giose cuando llega a la casa y lo ven tan agitado.

– Pues que me han agredido sin motivo tres bravucones gritándome cosas que no he entendido – responde él con rabia, teniendo aún los puños cerrados en señal de desafío.

Ya más calmado, decide finalmente preparar la cena para todos e informa con orgullo que ha ido sólo de compra.

Quería hacerles una sorpresa – dice. – Cocinarles una pasta al burro con los trocitos de hongos secos que todavía me quedan en el pote de vidrio que traje de Santa Croce. Lástima que don João no tuviera el ingrediente. La prepararé igual con perejil y salsa de tomates.

Apenas Giose cierra la boca y se dirige hacia la cocina para iniciar la faena, al primo Federico le asalta la duda y le pregunta con algo de ironía en las palabras:

Dime una cosa. ¿Tú le pediste el burro, así no más, al portugués?

– Claro – responde éste de inmediato. – Me dijo que no vende burro en su negocio, aunque me pareció verlo expuesto en la vitrina junto con mozzarellas, quesos de varios tipos y salchichas alemanas. No insistí porque me hubiese obligado a un diálogo que todavía me cuesta mantenerlo, pero estoy seguro de que me mintió, y no entiendo por qué lo hizo. Dicho de paso, tampoco la cara que puso para denegarme el producto me pareció normal… Además, los mismos jovenzuelos que me agredieron me gritaban algo así como matto burro, o come burro, o cosa parecida. Yo me he preguntado qué tiene que ver un matto con il burro. En fin, no entiendo nada, estoy perdido. Como una aguja en un sembradío de trigo.

Ya Federico lo ha captado todo. Ya no hay duda en su rostro curtido quemado por el sol. Por eso remata de esta forma:

Ay de ti qué confusión tremenda. Tu mente ahora es una torre de Babel, un kilo de estopa difícil de saber dónde comienza el cabo y cuál es la cola. El burro que buscaste en el abasto se llama “mantequilla” en castellano. En cambio esa misma palabra del italiano, escrita y pronunciada exactamente igual, significa “asno” en esta tierra y en otras donde se habla el español. Por eso, seguramente, se extrañaría don João cuando en su tienda junto con los tomates también pediste el burro. De igual manera podrás explicarte ahora la burla de los jovenzuelos cuando te gritaban detrás que eras un italiano “mata burro”, esto es que sacrifica, que degolla al asno para comérselo. En otras palabras, ellos pensaron que si alguien busca el “burro” en un abasto es porque se lo come quien lo pide. Y si alguien se lo come, habrá otros que se prestan para matarlo…

Se ríen los amigos a plenas carcajadas sin saber que por esta ambigüedad semántica a los italianos en toda Venezuela se les achacan las culpas de la desaparición de los burritos que, extrañamente, en otros tiempos, siempre andaban sueltos en manadas inusitadas por las bellas praderas ricas de hierbas perfumadas.


Photo Credits: Chile_Satelital

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