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roberto cambronero
Photo by: Arturo Sotillo ©

Isla Tortuga

En el agua de la dársena veo cáscaras de naranjas y coronas de piñas, estáticas, como prensadas entre vidrios salados. El único movimiento son los peces y el trajín normal de un puerto. Nos espera un catamarán, que me parece diseñado con el propósito de no navegar con sus dos cascos separados.

Adentro se pierde toda sensación de El viejo y el mar porque los asientos en fila, el aire acondicionado y una lona tapando las ventanas de la proa (nos indican que para prevenir insolaciones, lo que me parece una exageración) dan la sensación de estar en la cabina estéril de un avión. El anfitrión nos da una charla de seguridad sobre salvavidas, los cuales asegura están en todo el barco, aunque yo no vi ninguno. Debemos estar sentados mientras salimos, pero podemos estar de pie en las olas de altamar. Da una orden estricta de no aceptar hielo a ninguno de los vendedores ambulantes de la isla. Y todo lo hace con sentido del humor: que en ambos botes salvavidas hay una canasta, pero no para proteger niños sino al alcohol, la segunda anfitriona hace una pantomima al ponerse el salvavidas. La técnica funciona y el ambiente está más liviano, se reparten pastelitos de zanahoria, café y fruta en vasos de cartón. Podría seguir hablando sobre las costumbres curiosas de la tripulación (el anfitrión va por temporadas a cazar cangrejos en Alaska) o el efecto lisérgico de los tours, pero eso ya lo hizo Foster Wallace en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer. 

Después de cruzar el golfo de Nicoya por unos cuarenta y cinco minutos, y de ver los coletazos de un par de ballenas, llegamos a la isla. La cantidad de sillas con sus logos de empresas turísticas es impresionante, abarcan casi toda la extensión de la arena y desde lejos se ve la diferenciación de colores como un mapa separando regiones. Nos identifican con brazaletes y cuando camino entre sillas de otra empresa turística me siento como un invasor. 

Dejando de lado el cinismo, la isla es una maravilla geológica y se puede ver un estrecho entre dos jorobas de piedra que da hacia playa Quesera, es decir, la pezuña que le da su forma taurina a Costa Rica. La mayoría de Tortuga aún es selva, así que me adentro a uno de los senderos y por el calor le pido al guía que me muestre la ruta más rápida para no caminar más de quince minutos. 

Ya no hay guía (tendría que esperar a una expedición y detesto esperar). Me explicó que una jabalí que siempre estaba en la playa se escapó por amor y, si estoy atento, la voy a poder ver con sus crías. El reto es más grande de lo que esperaba. La ruta es subida en escalones demasiado altos y, para cansar aún más, en cada esquina hay un letrerito con fragmentos de poesía nacional. Julieta Doble, Laureano Albán, Ronald Bonilla. No recuerdo mucho de los poemas (y sí mucho como picaba el sol) pero creo que versaban de raíces, un poco de oda, la sal, esos poemas que dicen soy semilla o también soy tierra y quizás alguno sobre el caparazón solitario de una tortuga en medio del mar en un planeta que, como suponían tantos antiguos, está sostenido por otra tortuga mayor. 

Los estadounidenses piensas que el ceviche es frito, como en Perú. También escucho algo sobre aguas caribeñas, aunque estemos en el Pacífico. La misma tripulación que nos advirtió de los peligros de la comida está rodeando a un vendedor de pipas. Escucho una discusión sobre el uso de la mascarilla sanitaria. Los baños son marinos (así los llaman) por lo que tenemos que bombear hasta que se vacíen, además, no se puede desechar papel higiénico lo que produce, hacia el final del día, que el olor sea insoportable. Pero, sobre todo, hay fotografías. Muchísimas. Posan en la orilla del mar transparente. En la proa del barco (eso lo hice yo también, en una escalerilla). A las palmeras detrás de las sillas. Las pangas de pescadores y los machetes cortando cocos, para darle un sabor local.   

El paradigma de la fotografía vacacional tuvo un cambio enorme. Además del proceso (el misterio de cual saldría bien, el revelado del rollo, sobre todo, la espera) el significado de las poses y su relación con el fondo es enorme. Es cuestión de ver los álbumes viejos, donde las familias posan tiesas, abrazadas, sonriendo en exceso y, sobre todo en niños, imperaba una informalidad. No se esperaba de ellos mucho. Aparecen corriendo cerca del mar, paleando la arena, sucios de comida. 

Ahora las fotografías de vacaciones tienen mucho de publicidad lustrosa. Recientemente han aparecido series o documentales exitosos sobre estafadores. Anna Sorokin, Simon Leviev, pero también retratos de figuras homicidas como Patrizia Reggiani. Todos criminales con un elemento en común: la búsqueda de un estilo de vida glamoroso, de socialité. Sorokin, al mismo tiempo que se encarga de movimientos fraudulentos enormes, sigue los pasos turísticos de las Kardashians en Marruecos y contrata un camarógrafo. El israelí Leviev, mientras utiliza Tinder como plataforma para un esquema Ponzi, se fotografía en aviones privados.

No es coincidencia la atracción por estos personajes, como lo fue el clamor popular por Bonnie y Clyde durante la Gran Depresión. Son vistos no como Robin Hoods (porque no ayudan a los demás y no hay buena acción que salga impune), sino como un castigo necesario a la hegemonía establecida. Si Anna Sorokin no hubiera fingido ser heredera a una fortuna, no la hubieran considerado para préstamos millonarios. 

Pero los más biempensantes, que jamás podrían identificarse con un criminal, están viendo Soy Georgina. Aquí la redistribución de riqueza se da en una forma amable, pudorosa. El futbolista, Cristiano Ronaldo, que ha acumulado millones, se casa con una joven que no pertenecía a la élite. En palabra de Georgina, entraba en la mañana a trabajar en una tienda y la recogía un automóvil de lujo. 

Con la subida de precios del petróleo, la hiperinflación, la crisis de los contenedores, las secuelas de la pandemia y el mercado inmobiliario que no se ha recuperado desde la burbuja del 2008, no es extraño que el publico se torne a fantasías sobre estilos de vida ostentosos. Sobre todo, por métodos de conseguirlo expeditos, sea por estafa o un matrimonio feliz (o bien, la hipergamia). Y si no se puede, por lo menos se simula en fotos de vacaciones. Se editan, se retocan, se borra lo que estorba. Sobre todo, se suben espaciadas, de preferencia en días laborales para que la vida parezca un turismo prolongado. Conforme nos alejamos de la isla veo unos escollos con puntas blancas. Como picos nevados. Pero no es nieve, es cuita de pájaro.


Photo by: Arturo Sotillo ©

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