Mi amiga estaba verde y azul, no con el verde de la envidia o el de los trajes de Sue Storm, la chica invisible de los Cuatro Fantásticos. Lo suyo, entre el frío y la melancolía, es más un verde gris. Y todo porque vio en el MoMA a una venezolana a la que admira mucho y con quien no logró establecer contacto. Un verde que se va decolorando y pronto pasa a aire: el de la invisibilidad suya, por falta de articulación. Su diagnóstico de fobia social a fin de cuentas no es más que eso, diagnóstico típico de suburbana – antes montuna– así que practica y practica desde niña para curarse.
Como parte de una terapia que consiste en desdramatizar sus tormentas en un vaso de agua, mi amiga la invisible, casi en fase de verborrea, me confiesa pasajes de lo que ya es su larga lista de desaciertos como en la ocasión en que Paul Auster elogió su francés y entonces ella cortada ni siquiera siguió hablando en español. Eso sería gracioso a los veinte años. Ahora te coloca en el terreno de la gazmoñería y eso cansa.
El yo de mi amiga se termina de desunir, pero junta mucho aliento y ya está aquí de vuelta, para hablar del París de su juventud, cuando Julio Cortázar sube al vagón y su novio de entonces le conversa. Ella flota en una nube. Estaba en París porque también quería escribir. El novio, incómodo por el silencio de ella, se apuró a explicarle a Cortázar es que tiene problemas de oído, aprovechando para lanzar con todas sus letras solamente oye a brujas que le soplan cosas por detrás de la oreja. (Cortázar acababa de elogiar su enorme cabeza mediterránea llena de culebritas y su amigo quería hacer alusión a la Maga pero le salió la palabra bruja). Por la tumusa de mi amiga es que a lo mejor a Cortázar se le ocurrió el cuento de Circe, le digo ahora. La había visto a ella en el futuro. Mi amiga convertida en una mancha de la medusa borrosa que va desapareciéndose en un vagón de tren veinte años atrás, materializa una cara que me sonríe. Agradece el protagonismo.
Siempre en París, Vasco Szinetar retrata a Emil Cioran en una cena donde ella hizo su postre de galletas María con chocolate negro La India. Cioran no lo tocó, pero elogió su poema que el novio le tradujo al rumano, mientras ella, (sí, claro, tan callada) fue a esconderse cuando Szinetar sacó la cámara. Como el postre no fue tocado por Cioran tampoco aparece en ninguna fotografía para la historia. Y a nadie le interesó su poesía.
Lo de mi amiga, sospecho, tiene que ver con un ego autorial mal resuelto, pero me frena la idea, lo de la vez aquella que un ex presidente de Venezuela la tropezó con su vaso y la bañó en alcohol y Bryce Echenique (que la reconoció porque era una de sus estudiantes de Vincennes) le ofreció su chaqueta, pero ella se escurrió. No logró farfullar ni siquiera las gracias, no se quedó con la chaqueta ni quiso dar su dirección para el cheque que le prometían para gastos de lavandería.
Tampoco en Caracas le fue mejor. La tarde en que le presentaron a Pancho Massiani en un restaurante donde comía la crema y nata del arte nacional, ella optó por echarse sobre la mesa ocultando su propio texto entre la melena, haciéndose la dormida.
Otra noche, en la que al fin conocería a Ednodio Quintero en Ciudad Bolívar (fueron en el mismo avión y a la misma feria, ella se escondió detrás de Ben Ami Fihman) empezó a leer con firmeza y hasta con gracia (ensayada durante una semana, sin poder dormir) pero le dio el asma. Tuvo que salirse. Recuerda, eso sí, las noches mezcladas al agua de Bolívar. Ella revolviendo el oxígeno frente al río sin hablar con nadie mientras duró el evento, ni siquiera con los escritores más dulces, que los había.
Se la tragaba la tierra cuando se encontraba en grupos, no sólo de personas que pudieran ser intimidantes por su violencia o por su prestigio, sino que la tierra se la tragaba cuando estaba entre personas. Y mi amiga, por andar invisible tampoco se enamoró de un científico, como el que le tocó en suerte a la heroína Susana Storm, ni de un escritor establecido, de esos que hacen bien para los momentos en los que las radiaciones nos alteran el cuerpo, a falta de recurso interior y externo.
No fue que en su entorno la mimaran. Nadie tomaba por enfermedad la falta de guáramo ni de juicio para manipular, doblar la luz y plantarse, bien sólida como lo que mostró cuando tuvo a su alcance a Elisa Lerner, que estaba en su peluquería, otra gran amistad abortada. Hizo acopio de voluntad, dispuesta a concertar una entrevista, cruzó la puerta del local, pero solamente entonces comprendió lo inapropiado de aquella gestión. Terminó no hablándole a la escritora Lerner, obviamente, y con un alisado japonés que le puso la melena al estilo del personaje de la miniserie Scandal, donde una chica genio tiene debilidad por un presidente norteamericano.
Otro de sus arranques de invisibilidad involuntaria que lamenta fue en la biblioteca de la calle 42 con 5ta, cuando alguien parecido a otra genio, Nivaria Tejera, al verla cargada de libros en venezolano, creyendo que eran en mexicano la abordó:
—Disculpe, ¿Usted no es Carmen Boullosa?, me dijeron que buscara a una gran melena.
Mi amiga se mortificó tanto, que ni siquiera pudo confirmar si se trataba de la gran Nivaria de París la que preguntaba. Soltó los libros y, muy predecible, pegó una carrera y esta vez volvió a parar en una peluquería de donde salió con el pelo al rape.
Hay que buscar dentro de los síntomas de la ansiedad social de la adulta lo de quitarse o ponerse el pelo en la cara, lo de romper capítulos completos, lo de perder archivos de libros y también lo de hablar a destiempo o de forma desbordada y enfrentarse desarmada a reales peligros. Lo de ofrecer ella misma en bandeja su cabeza, nunca mejor dicho. Siempre acá, cuando se enteró de que gracias a Stefania Mosca no la botaron de la universidad del Bronx donde empezaba a enseñar por considerarla escuálida (eran otros tiempos en los que en la academia circulaban los mitos correspondientes). Le escribió largo y sentido, pero acerca de su obra literaria porque la leía con fervor desde siempre. Claro que rompió la carta, porque lo protocolar hubiera sido un adecuado saludo y no una emoción que sonara amiguera. Para cuando quiso cambiar la carta por una llamada ya fue demasiado tarde: Mosca agonizaba en Caracas. Esto me lo cuenta con una lágrima, que es lo único que veo. Una lágrima en una servilleta de papel del mejor restaurante salvadoreño de Alto Manhattan donde la invisible me enseña a comer pupusas.
Al principio me preocupaban sus cambios de colores que atribuía a cosas de mujer mayor, pero un día la vi desaparecer completamente ante mis ojos. Ahorita mismo, para hacerla salir, le digo que va muy bien, que la horchata tiene una temperatura perfecta. Que siga, que ya se le ve más y que articula mejor, que en el MoMA lo que sucedió es que no la reconocieron entre tanta gente, porque seguramente le habrían dado una oportunidad, que no olvide la sencillez ni la simpatía de los venezolanos sanos.
En realidad lo que sucedió fue que repitió varias veces Encantada de verte, lo que puede sonar muy, pero muy falso, viniendo de una persona borrosa. Y la otra ripostó, bueno, espero que nos veamos en otro momento para seguir encantándonos, dándole su merecido a mi amiga, que en realidad tiene una parte boba incurable.
—Es que nadie te ha visto nunca de pelo corto, fue que no te reconocieron —le insisto.
Pero mi amiga ahora se pone roja. Un tomate con miedo a que no me lo coma.
—Tranquila, tranquila. No voy a escribir sobre tu caso, digo, pero noto que estoy hablando sola.
Photo Credits: Cristian Bortes