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paola maita
Photo by: Laetizia ©

Inventario de recuerdos de un viaje (V)

No cabe duda. Ésta es mi casa
aquí sucedo, aquí
me engaño inmensamente.

Mario Benedetti

De los últimos viajes que he hecho, he sacado un inventario de recuerdos y este es uno de ellos.


Damos una vuelta más y nos vamos a la casa.

Llevábamos varios días de viaje y habíamos dormido en dos ciudades diferentes, cuando S. me soltó esta frase en medio de nuestro paseo de esa noche. Aunque no me lo explicó, sabía perfectamente que no se refería a nuestra casa de verdad, a la que habitamos todos los días. Quería decir que nos iríamos al hotel donde nos estábamos hospedando.

A pesar de que no es nuestro lugar de siempre, S. no tuvo reparos en llamarle casa. Ciertamente cumplía con los requisitos básicos que debería tener un lugar para poder llamarle así: Nos cobijaba en las noches y allí estábamos guardando nuestras cosas. A pesar de ello, algo en mí me impidió llamarle casa con la misma ligereza.

El día que pronuncié la frase estamos en casa, fue el día que llegamos a nuestro piso, en el que hacemos más que dormir y guardar algunas cosas.


Aunque nunca fue una competencia, sentía que S. me había ganado de alguna manera. Él, así fuese a un nivel muy inconsciente, se sintió en casa durante la semana que estuvimos de viaje. Él no necesitó nada más que una cama, la ropa que tenía en su maleta y estar conmigo para sentir que ese lugar era su casa, así fuese por un par de días.

Para mí, la cuestión es mucho más compleja. He vivido en lugares que han sido mi cobijo, pero que nunca los sentí como mi casa en el sentido profundo de la palabra.

Algunas de las residencias donde viví mientras fui estudiante, el primer lugar al que llegué cuando comencé a vivir en España, la casa de mi madre, las casas de mis tías, el apartamento que compartí con algunas amigas, la primera casa en la que viví con S. que estaba en la falda de una montaña, el primer apartamento que tuvimos donde teníamos lo justo para vivir… He habitado muchos lugares, pero pocas casas.


Una de tantas veces, viví en un lugar que no escogí con el corazón. Las circunstancias me llevaron a estar allí poco más de un año porque era la mejor opción que tenía en el momento. A pesar de que allí podía dormir, cocinar, comer, guardar mis pertenencias, ducharme… Ese lugar nunca lo sintí mío, como tampoco lo fueron los hoteles de este viaje.

Aquella habitación era tan pequeña que sólo cabía una cama individual, un televisor, una mesa de noche, un pequeño armario que siempre tenía medio vacío (¿Quizás esto era una señal de que no quería estar allí?), y un baño pequeño. En aquel momento, tenía un hámster que tuve que dejar en casa de mi madre porque si lo hubiese tenido conmigo, no habría tenido espacio para caminar. En ese lugar, me sentía comprimida.

No todo era tan horrible como podría parecer. A dos edificios de distancia, vivía una de mis mejores amigas y a menos de 5 minutos vivía M., otra de mis grandes amigas. Tenerlas cerca y comenzar a escribir estas crónicas allí, hizo que ese lugar se sintiese un poco menos ajeno. Aunque tener dos amigas cerca, un sitio para escribir y un techo, hicieron aquella habitación un poco menos ajena; no llegó a ser una casa de verdad para mí. La habité, pero ella no me habitó de vuelta.

Mientras escribo esto desde la mesa de mi cocina, con una sensación de comodidad hermosa, no puedo evitar pensar en el verso de Benedetti. Aquí no solo duermo, tengo cosas y un par de amigos cerca. Aquí tengo el espacio para ser yo sin reparos. Me siento a salvo y a gusto al mismo tiempo. Creo que estoy en casa por primera vez en muchos años. Al contrario del verso, espero no estarme engañando.


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