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Illan Stavans

Poesía y compasión

The Lyrical Mandate / Mandato de Canto: Poesía venezolana del siglo XX: Introducción

Art is born of humiliation.

—W.H. Auden

En un continente donde la poesía es considerada el ancla del alma, Venezuela es una especie de misterio. Un país de unos 30 millones de gente, siempre que lo visito es imposible evitar la impresión de una abundancia de poetas. Cada semana hay docenas, acaso centenas de “happenings” poéticos, en un amplio número de esferas, además de chapbooks y una amplia gama de casas editoriales alternativas, concursos, premios y revistas numerosas, publicaciones y suplementos que despliegan manifiestos donde se anuncia un nuevo principio que rompe, de una u otra forma, con el pasado. Aparentemente cada pueblo, cada barrio, cada asociación tiene su propio poeta. Esos poetas vienen de todo tipo de lugares: unos son pobres y otros ricos; unos pertenecen a comunidades indígenas y otros tienen una mirada internacional; unos son activistas que se oponen al gobierno mientras otros están afincados en las trincheras del poder político estatal, a grado tal que un gran número han sido embajadores, agregados, jueces, congresistas y senadores. Esta multiplicidad le da a la poesía venezolana un estatus especial: es el cemento, el conducto a través del cual la sociedad civil articula en público el pensamiento y la emoción; sin ella la realidad sería menos tangible. De hecho, más allá de la calidad, es claro que este es un país donde la poesía importa.

Sin embargo, a diferencia de digamos Chile donde los niños memorizan los poemas de amor de Neruda (“Puedo escribir los versos más tristes esta noche…”), Cuba donde los versos de José Martí son adaptados a canciones populares como “Guantanamera”, Nicaragua donde Rubén Darío es considerado el bardo supremo del modernismo, México donde los “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón” por la monja Sor Juana Inés de la Cruz es casi un himno nacional en favor de los derechos de la mujer, y Argentina donde Borges es una de las razones por las cuales el tango es un asunto turístico, en Venezuela la gente tiene un conocimiento superficial, por no decir erróneo, de su propia poesía. Acaso esto se deba, en parte al problemático proceso de modernización nacional, así como a la dificultad por encontrar un camino viable para la democracia. Más que otros países de la zona, Venezuela ha sufrido bajo regímenes autocráticos cuyo efecto en la cultura ha sido el mantener la memoria, individual y colectiva en estado de constante fragilidad, el resultado de una ensalada de grupos étnicos (africanos, europeos e indígenas) que coexisten en un balance casi imposible. Igualmente preocupante es que la poesía venezolana, con la excepción de la obra del lexicógrafo, humanista, filósofo y educador decimonónico Andrés Bello (1781-1865) asociado con la época de la independencia—Venezuela es una de las primeras repúblicas latinoamericanas en buscar su independencia, lograda cuando Simón Bolívar, conocido como El Libertador, ganó la Batalla de Carabobo en 1821, y la esclavitud fue abolida más de treinta años después, casi una década antes de que Abraham Lincoln proclamara la emancipación de los esclavos en los Estados Unidos—es desconocida en el exterior, en el resto de América Latina y más allá. De hecho, en mi opinión es una de las tradiciones nacionales menos traducidas en el ámbito de habla hispánica.

Esta antología que la revista virtual ViceVersa Magazine sacará desde ahora periódicamente busca reducir ese eclipse. Con cuarenta poetas y sesenta y dos poemas (los autores más influyentes están representados por dos piezas cada uno), se enfoca en la variedad de producción del siglo veinte, a un tiempo ambiciosa y exquisita. El acto de dividir la literatura en trozos de cien años es para mí arbitrario y artificial pero en este caso la aproximación es apropiada porque si bien a nivel político nada parece cambiar—el siglo empieza cuando, en 1899, la figura militar Cipriano Castro, en un golpe de estado en el que fue apoyado por su amigo y futuro tirano Juan Vicente Gómez, quien después tomaría control del gobierno, provocando a Alemania, Inglaterra e Italia a imponer un bloqueo naval, y termina con una maniobra similar cuando Hugo Chávez, haciéndose llamar a sí mismo el líder de la Revolución Bolivariana, hace lo mismo en 1999, alineándose con la Cuba comunista y modelando estrategias de oposición a los estados Unidos y Europa—a nivel poético la transformación es profunda. Hay un rechazo contundente de la rima y de formas convencionales en favor de un impulso modernista que abraza la experimentación. Una corriente ideológica está siempre presente, animándose a articular argumentos contra la pasividad del gobierno, el nepotismo y la corrupción. La voluntad de reflejar la angustia como un producto de la modernidad, en especial en lo que se refiere a la vida en esa metrópolis monstruosa que es Caracas, ocupa un lugar central. Hay una mezcla de elementos ancestrales precolombinos yuxtapuestos con líneas de influencia extranjera de los poetas franceses, ingleses y norteamericanos. Una conexión con místicos medievales y renacentistas como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús es palpable. El surrealismo sigue siendo una fascinación. La simplicidad en oposición a la bravura lingüística y la ornamentación gongorina son polos opuestos. Un cuerpo considerable de poemas proviene de voces femeninas, casi del todo ausentes en el siglo anterior. Y la intención de ir en contra de lo parroquial, de ser leído en el contexto de los movimientos poéticos contemporáneos también es tangible.

El título Mandato de canto (en inglés, The Lyrical Mandate) viene del volumen de 1957 de Enriqueta Arvelo Larriva, que es considerado como la antorcha y el precursor del estilo que se convertiría en un motor de la poesía venezolana del siglo XX. Ella refutó la línea estética previamente aceptada del verso métrico para sumergirse en una búsqueda interna que va en tono a la modernidad. Yo entiendo esa frase como una invitación a un curso de acción, una invitación a los poetas a asumir su papel como cronistas de su tiempo, solos y en grupo. Desde esta perspectiva, el poema es una afirmación no negociable no solo de autoridad sino de autonomía. En un país donde la seguridad con frecuencia se ve comprometida y la expresión individual corre peligro, este, sobra decirlo, no es un asunto pasajero. De hecho, en, en sí mismo, un acto de desafío, una proclama en favor del orden y una refutación de la barbarie. En palabras de Wisława Szymborska, “Se requiere valentía para decir, ‘yo prefiero el absurdo de escribir poemas al absurdo de no escribir poemas’”. El contenido de la antología empieza con Arvelo Larriva, luego va a Leoncio Martínez con su asombroso poema sobre la incomodidad que viene con el exilio, permitiéndole así al lector contemplar a la poesía venezolana no solo dentro de los confines de la nación sino más allá de sus fronteras, en una diáspora hecha de poetas que voluntariamente o por razones políticas, culturales, económicas o de seguridad, han buscado refugio lejos del país. Esto quiere decir que hay dos Venezuelas, tanto en la vida como en la poesía, la Venezuela de adentro y la Venezuela de afuera.

Es típico agrupar la poesía nacional en generaciones, que se consolidan alrededor de manifiestos, revistas, o empresas editoriales. Este tipo de agrupamientos sirve de poco a los lectores que se aproximan a los poemas en traducción. Por eso, el propósito aquí es ver al poeta por sus propios méritos, sin ninguna distracción. Aun así, las notas que acompañan a cada poeta los compiladores hemos proveído referencias a esos grupos. Por lo general, el objetivo no ha sido el de ofrecer una selección exhaustiva sino la de mostrar la calidad estética al tiempo que se intenta lograr un balance en la representación. En términos de forma, hay algunos poemas que casi son haikús así como epigramas; hay también poemas en prosa y versificaciones guiadas por la narración. En cuanto al contenido, hay una fuerte corriente de poesía con filo político, del tipo practicado en América Latina por César Vallejo, Pablo Neruda y Roque Dalton, que en esta tradición está representado en poemas como “Mientras usted duerme, señor presidente?” de Caupolicán Orvalles, que en su compromiso se manifiesta abiertamente en contra de Rómulo Betancourt; o en su interés por la negritud en el poema “Píntame angelitos negros” de Andrés Eloy Blanco, que recuerda la obra del poeta cubano Nicolás Guillén en su rechazo al racismo. Hay asimismo lo que podría llamarse poesía civil de aire satírico encarnada en Aquiles Nazoa y de fuerte posición activista de Víctor Valera Mora.

Con frecuencia el abrazo ideológico tiene resultados catárticos. Esto fue evidente durante el así llamado Chavismo, que es el período bajo en el cual el país tuvo a Hugo Chávez a la cabeza. Ese alineamiento causó fracturas difíciles de surcar y balcanizó a la comunidad literaria. En contraste, hay en la tradición poética una profusión de material de autorreflexión. Octavio paz dijo en una ocasión que la poesía no es sobre los objetos que habitan nuestro mundo sino acerca de la relación de esos objetos y el lenguaje y la manera en que las palabras crean estructuras artificiales en lo que llamamos un poema. Este énfasis en la auto-reflexión y el lenguaje están presentes en muchos poemas incluidos en esta antología, acaso porque los editores tienen una cierta afinidad a ese tipo de poesía. En este sentido, el lector se topará con las investigaciones órficas de Ida Gramcko, su profunda introspección inspirada en poetas clásicos del Siglo de Oro de la poesía española, al lado del erotismo de Antonio Arraiz desde la perspectiva masculina y de María Carcaño desde la femenina; los intereses ambientales de Luz Machado; las mediaciones urbanas de Juan Calzadilla; el viaje metafísico de Elizabeth Schön; las diatribas sobre el desarraigo y la emigración de Hanni Ossott y Miyó Vestrini; la muerte como una inevitabilidad en María Auxiliadora Álvarez; y la niñez como un buque perdido en Yolanda Pantín, cuya obra me recuerda la de Edna St. Vincent Millay. En otras palabras, la confluencia, como es de esperar, es heterogénea, a veces en el entrecruce de pasiones encontradas, lo que hace que la poesía venezolana sea extraordinariamente vibrante.

A mí me atrae el tema de la inmigración como un motivo que cambia con el tiempo. Me atrae la exploración que hace Vicente Gerbasi de la odisea de su propio padre. Miyó Vestrini nació en Francia y se mudó a Venezuela a temprana edad. Su obra medita sobre la vida aislada de varias subestructuras periféricas en relación al centro de la cultura nacional. Hanni Ossott, cuyos padres vinieron de Alemania, usa su poesía como un medio para entender la tensión entre lo local y lo universal. Y el poema “Caracas, 1958” de Margara Russotto reconsidera como la mezcla verbal de los inmigrantes, en su caso el italiano y el español, se conjugan en un solo viaje. En varios poemas, como es el caso delas meditaciones de Gramcko que surgen de su visita al cementerio judío de Praga, la poeta es parte de una prolongada odisea, como viajera y no como turista, en las geografías que, al final, son tanto sobre su descubrimiento interior como lo es sobre lugares específicos en el mundo real. Estos viajes dan lugar a críticas despiadadas, como la de Gustavo Pereira en su poema “Sobre salvajes”, un tributo a Montaigne, cuyo blanco es la supuesta superioridad europea; las deliberaciones sobre el viaje en sí como una rotación del ser, como la hace Eugenio Montejo en “Ítaca”, que podría ser entendida como un homenaje al poeta griego C. P, Cavafy y que termina siendo sobre las promesas nunca cumplidas de nuestras vidas; y en retratos de la amistad como una caja de resonancia, como en el caso de “Cuerpo de amor” de Juan Liscano, que me hacen pensar en la manera en que Quevedo y Borges hablan del amor como una ilusión.

Quiero regresar al tema de por qué la poesía venezolana sigue siendo desconocida dentro y fuera de sus propios círculos y lo haré al explicar cómo nació esta antología. Hace algunos años, luego de compilar un libro titulado The FSG Book of Twentieth-Century Latin American Poetry (2011), mi alumno en Amherst College, Federico Sucre, que viene de Caracas, aplaudió el proyecto, pero me criticó—con justicia—por no incluir a un solo poeta venezolano. Le respondí que en todos mis años de estudio de la poesía en habla española no me había encontrado con algo de valor. “Trate otra vez, profesor. Estoy seguro que no buscó bien,” me respondió, dirigiendo mi atención a volúmenes que el juzgaba dignos de mi atención. Seguí su consejo y por un tiempo él y yo mantuvimos una conversación acerca de un puñado de poetas, quienes a su vez dieron lugar a un número más amplio y así en una onda de círculos concéntricos. La complejidad era incuestionable. Como resultado de nuestra conversación, Sucre en su momento decidió embarcarse en la escritura de una tesis de bachillerato sobre una rebanada de este tema, más precisamente el quiebre entre poetas chavistas y anti-chavistas del 1990 al 2010. En el proceso, él y yo trajimos a Margara Russotto, amiga y colega de la Universidad de Massachusetts en Amherst y especialista en el tema. Con su distintiva voz poética, ella nos llenó de luz en lo que respecta a la efervescencia y las complejidades de esta tradición. También nos asignó otras lecturas.

Luego de mucho pensarlo. Tengo la impresión que la ignorancia en lo que respecta a la poesía venezolana no solo tiene que ver con la inercia en el ámbito académico sino con otras razones. Una es el desinterés de las editoriales y los organismos gubernamentales fuera del país que vayan más allá de divisiones ideológicas. En el exterior hay una especia de efecto reflector que amplía las afiliaciones ideológicas que existen en el interior. Existe un sentimiento difuso de malditismo que acaso permee la psique nacional y, en concreto, a los poetas mismos, que ven la empresa como marcada por un destina fatídico que termina en un mero malentendido. Sumemos a esto la indiferencia que hay en general a los asuntos venezolanos, incluso en períodos de crisis como el actual, así como la apatía, hasta hace poco, de buscar foros internacionales, aceptando sus reglas, que promocionen la tradición. Pero mi impresión es que lo que falta—lo que necesitamos con urgencia- es un ojo crítico que, a través de la empatía y la convicción informada, ofrezca un contexto que sirva para entender el desarrollo de la carrera de cada autor, tanto en la esfera nacional como en la internacional. Todo poeta necesita un crítico y viceversa. (En castellano, un punto de referencia esencial es el volumen compilado por Julio Miranda, Antología histórica de la poesía venezolana del siglo XX [1907-1996], que se publicó en Puerto Rico en 2001).

De cualquier manera, una vez terminada la tesis de bachillerato de Sucre y habiendo desarrollado una apreciación por el tema, le sugería a él y a Russotto compensar por la ausencia de poetas venezolanos en The FSG Book of Twentieth-Century Latin American Poetry hacer una empresa similar dedicada a Venezuela. Ambos respondieron con entusiasmo. Yo creo pues que hay un mandato para los críticos. Y uno para los traductores. La traducción, como la poesía, no es únicamente sobre las palabras sino sobre los silencios: tanto el contenido debe ser considerado como el ritmo, la cadencia y la armonía. El rol de la traducción es el de escuchar la música del original y reinventarla para un público distinto. Ese ha sido el intento en esta antología. Verter no un manojo de poemas de un solo autor sino de una variedad de ellos de más en un total de tres docenas es escabroso porque no hay oportunidad de entender el tempo y “sentir” la esencia de la obra completa. En su lugar, el afán de esta selección es la combinación de voces, la suma de identidades, lo que Emerson llamó “la suma de entonaciones literarias”.

Toda antología es, por naturaleza, fragmentaria. El valor estético es nuestra prioridad básica e inequívoca. La selección fue hecha luego de discusiones extensas y profundas, no solo entre nosotros tres. Mantuvimos un diálogo invaluable, a veces exquisito, en persona, por teléfono o email, con más de diez autores, académicos y otros expertos literarios, quienes les expresamos ahora nuestro más sincero agradecimiento. Aunque yo y mis co-editores pensamos que los poetas seleccionados representan la riquezas y diversidad de la poesía venezolana del siglo XX, nuestra selección, dadas las limitaciones de espacio, no fue hecha sin considerar lo que tristemente quedaría afuera, que es lo que ocurre en empresas como esta. Decidimos así entre dos estrategias: una era incluir más autores cada uno con menos poemas; o darles a los más influyentes más visibilidad. Optamos por lo segundo, con la intención de darles a esos líderes la ocasión de justificar su lugar en la tradición.

En países marcados por la dictadura y la represión, los poetas viven bajo un yugo singular. Ello los hace más proclives a la compasión. En su deseo por entender su papel y el de los otros, estos poetas anhelan comprender lo que significa el sufrimiento y crear una consciencia de él a través del lenguaje. Eso es lo que los une: el deseo fundamental de trascender las lealtades fáciles y pasajeras mediante un retrato de nuestra humanidad sub specie aeternitatis, como diría Spinoza, más allá de nuestra propia condición. La poesía venezolana, al emerger de esa experiencia de pérdida, es una celebración de la compasión.

 


 

The Lyrical Mandate

Art is born of humiliation.

—W. H. Auden

In a continent where poetry is regarded as the anchor of the soul, Venezuela is somewhat of a mystery. A country of some 30 million people, whenever I visit it is impossible to avoid the impression of an abundance of poets. There are dozens, maybe hundreds of poetic “happenings” every week, in a wide array of spheres, along with chapbooks and an assortment of alternative publishing houses, contests, prizes, and numerous magazines, journals, and literary supplements featuring manifestoes that announce a fresh beginning by breaking away from the past. Apparently every village, every neighborhood, every association has its poet. These poets come from all walks of life: some are poor and others rich; some belong to indigenous communities and others have a more international outlook; some are activists opposing the government while others are entrenched in the nation’s power structure, to such degree that a large number have been ambassadors, attachés, judges, congressmen and senators. The multifariousness give poetry a special status: it is the glue, the regular, the conduit through which civil society articulates thought and emotion publicly. Without it reality would be less tangible. Indeed, no matter the quality, it is clear this is a country where poetry matters

And yet, unlike say Chile where children memorize Neruda’s love poems (“Tonight I can write the saddest lines…”), Cuba where José Martí’s verses are adapted into popular songs like “Guantanamera,” Nicaragua where Rubén Darío is considered the Bard of modernismo, Mexico were “Hombres necios…” (Stubborn men) by the sixteenth-century nun Sor Juana Inés de La Cruz is a national motto impugning on genre relations, and Argentina where Borges is one of the reasons tango remains a profitable industry, in Venezuela people have a skin-deep, miscued, and decidedly limited knowledge of their own poetry. Perhaps this is due, in part, to the country’s troubled modernization process as well as to its difficulty in establishing a viable route to democracy. More than most nations in the region, Venezuela has suffered repeatedly from autocratic rulers whose effect on culture has been to make memory, individual and collective, fragile at best. Made of a melting pot of ethnic clusters (African, white, and indigenous) coexisting in a delicate balance. Equally distressing is that Venezuelan poetry, with the exception of the oeuvre of nineteenth-century lexicographer, humanist, philosopher, and educator Andrés Bello (1781-1865) associated with the age of independence—Venezuela was one of the first future republics in Latin America to seek independence, achieved when Simón Bolívar, known as El Libertador, won the Battle of Carabobo in 1821, and slavery was abolished over thirty years later, about a decade before Abraham Lincoln’s emancipation proclamation in the United States—is almost totally unknown outside the country’s borders, both in the rest of Latin America and beyond. In fact, in my estimation it is among the least translated national traditions in the whole Spanish-speaking world.

This anthology seeks to reverse that trend. With forty poets and sixty-two poems the most influential authors have two pieces each), it focuses of the varied, luscious, ambitious production of the twentieth century. Dividing literature into hundred-year chunks also feels artificial and arbitrary to me but in this case the approach is appropriate because whereas on the political stage little seems to change—the century begins when, in 1899, military man Cipriano Castro, in a coup d’état in which he was aided by his friend and future tyrant Juan Vicente Gómez, who would later on take control of the government, prompting Germany, Britain, and Italy to impose a naval blockade, and it ends in a similar move when Hugo Chávez, calling himself the leader of the Bolivarian Revolution, does the same in 1999, aligning himself with Communist Cuba and modeling his policies in opposition to the United States and Europe—in at the level of poetry the transformation is profound. There is a downright rejection of rhymed, conventional forms in favor of a modern drive that embraces experimentation. An ideologically-driven trend is ready to articulate arguments against governmental passivity, nepotism, and corruption. A willingness to reflect on angst as a byproduct of modernity, especially as it relates to living in a monstrous metropolis like Caracas, takes center stage. There is a mix of ancient-pre-Columbian elements juxtaposed with foreign influences from French, English, and American poets. A connection with medieval and Renaissance Spanish mystics like San Juan de la Cruz and Santa Teresa de Jesús becomes palpable. Surrealism remains a fascination. Simplicity versus linguistic bravura and ornamentation become polar opposites. A considerable body of work comes out from women poets, almost totally silent in previous ages. And the intent to be non-parochial, to be read in the context of contemporary movements is accepted.

The title, The Lyrical Mandate (in Spanish, “Mandato de canto”), comes from a volume of 1957 by Enriqueta Arvelo Larriva, considered to be the torch-bearer and door-opener of the style that would make Venezuelan poets restless in the twentieth century. She refuted the previously-accepted aesthetic line of the metric verses to delve into an inner search that is in tone with modernity. I take the line to mean an invitation to a course of action, an invitation for poets to take command of their role as chroniclers of their times, individual and collective. From this perspective, the poem is a non-negotiable statement not only of authority but also of autonomy. In a country where safety is often at stake and where individual expression is at peril, this is no small task. In fact, in and of itself it is an act of defiance, a statement in favor of order and a refutation of barbarism. In the words of Wisława Szymborska, “It takes courage to say, ‘I prefer the absurdity of writing poems to the absurdity of not writing poems’.” The content of the anthology starts with Arvelo Larriva, then goes to Leoncio Martínez with a deeply-felt piece on the discomfort that comes with exile, thus allowing the reader to contemplate Venezuelan poetry not only as the one produced within national borders but also as that which results from living away from home, in the diaspora made by poets who, willingly or for political, cultural, economic, and safety reasons, have sought refuge outside their country. This means, naturally, that there are at least two Venezuelas: the Venezuela inside and the Venezuela outside.

The nation’s poetry is often grouped around generations, which in turn coalesce around a manifesto, a magazine, and a publishing venture. These assembling does little for audiences of translation. Thus, the purpose here is to look at each poet on merit alone, without any distraction. Still, in each headnote and in the chronology of historical and literary events at the end of the volume the editors have provided references to those groups. Overall, the objective hasn’t been to deliver an exhaustive selection but to display aesthetic quality while seeking balance and representation. In terms of form, there are almost haiku-like poems as well as epigrams, prose poems and narrative-driven versifications. As for content, there is a strong current of pungent political poetry of the type practiced in Latin America by César Vallejo, Pablo Neruda, and Roque Dalton, represented here by Caupolicán Orvalles’s “Are You Asleep, Mister President?,” confronting the nation’s leader, Rómulo Betancourt, for his unengaged attitude, and by Negritud poet Andrés Eloy Blanco, whose song “Píntame angelitos negros” (Draw Black  Little Angels for Me”), in the spirit of Cuban poet Nicolás Guillén, is an indictment of racism. There is also what one might call civil poetry of a satirical style incarnated by Aquiles Nazoa and a strong activist stance in Víctor Valera Mora.

Often this embrace of ideology has cathartic results. That was the case during the so-called Chavismo, as the period under Chávez and beyond is known. That alignment created turfs impossible to breach, Balkanizing the literary community. In contrast, there is a profusion of material about self-reflection. Octavio Paz once said that poetry is not about objects in the world but about the relationship between those objects and language and about the way words create an artificial structure known as the poem. This emphasis in self-reflection and language is present in a fixture here. Along this line, the reader will find Ida Gramcko’s Orphic investigations, her profound introspection and philosophically inspired by the bravura of classic Golden Age Spanish poet Luis de Góngora, next to the eroticism of Antonio Arraiz from the male perspective and María Calcaño from the female; the environmental concerns of Luz Machado; Juan Calzadilla’s meditations on urban life—Caracas as a monstrous megalopolis; the metaphysical journey of Elizabeth Schön; Hanni Ossot and Miyó Vestrini’s musings on “desarraigo” (a term cumbersome to translate, meaning uprooting) and emigration; death as inevitable in María Auxiliadora Álvarez and childhood as a broken vessel in Yolanda Pantin, whose work reminds me of Edna St. Vincent Millay. In other words, the confluence of heterogeneous, at times acrimonious passions is what makes Venezuelan poetry extraordinarily vibrant.

I am singularly attracted to immigration as an ongoing motif. Vicente Gerbasi’s enquiry into his father’s quest for a new life is endearing. Miyó Vestrini was born in France and moved to Venezuela at an early age. Her work explores the secluded life of various subcultures within the country’s mainstream. Hanni Ossott, a byproduct of German parents relocated to Caracas, uses her poetry as a conduit to understand the tension between what is local and what is universal. And Margara Russotto’s “Caracas, 1958,” included here, reconsiders how the linguistic hodgepodge immigrants, in this case Italian and Spanish, engage in their journey. In various poems, such as Gramcko’s musing on a visit to Prague’s Jewish cemetery, the poet is in a protracted journey, as traveler and not as tourist, to geographies that, in the end, are as much about our inner worlds as they are about real places in the world. These journeys result in acerbic critiques, such as Gustavo Pereira’s “On Savages,” a tribute to Montaigne, is an indictment of so-called European superiority; in deliberations about the nature of travel, as in Eugenio Montejo’s “Ithaca,” a homage to the Homeric saga dedicated to Greek poet C. P. Cavafy that ends up being about life as an odyssey defined by impossible promises; and in portraits of a relationship as an echo chamber, as in Juan Liscano’s “Body of Love,” an homage to Francisco de Quevedo and Jorge Luis Borges that is about love as an illusion.

I want to return to the reasons why Venezuelan poetry remains unknown inside and beyond the country’s geographic confines and do so by explaining how this anthology came to be. A few years back, after I edited The FSG Book of Twentieth-Century Latin American Poetry (2011), my Amherst College student Federico Sucre, a native of Caracas, applauded the endeavor but chided me—fittingly—for not including a single Venezuelan poet. I said that in all my years as a lover of Spanish-language poetry I had not come across anything of worth. “Try again! I’m sure you didn’t look close enough,” he replied politely, pointing me in the direction of books he deemed crucial. I took his advice and for a while he and I engaged in a thorough conversation about a handful of poets, who in turn gave room to a considerably larger cadre. The fullness was unquestionable. As a result of conversation, Sucre soon opted to embark on a thesis on a slice of this topic, more precisely the break between Chavista and anti-Chavista poets from 1990 to 2010. In the process, he and I brought along Margara Russotto, a friend and colleague in the University of Massachusetts and a specialist in the field. A distinct voice within Venezuelan poetry herself, she enlightened us about the effervescence and complexities of this poetic tradition. She also assigned us other titles to read.

After much thought, it strikes me that the ignorance about Venezuelan poetry is due to other reasons aside from those mentioned earlier. One is an ingrained disinterest by publishing houses and government organisms to publish it unless it falls along party lines. There is also a diffuse sense of “malditismo” that perhaps inhabits the country’s psyche and, more concretely, the poets themselves, who view their task as haunted and misunderstood. Add to it is a certain indifference in them, until rather recently, to look for international forums, adopting their rules. But my hunch is that what is missing—what is urgently needed–is an emphatic, well-articulated critical view that seeks to contextualize the work within the author’s career, in the national sphere, and in the international scene. Every poet needs a critic and vice versa. (In Spanish, a panoramic point of reference is Julio Miranda’s Antología histórica de la poesía venezolana del siglo XX [1907-1996], published in Puerto Rico in 2001.)

At any rate, after Sucre’s thesis was done, and having developed an appreciation for the theme and feeling, I suggested him and Russotto to compensate for the lack of Venezuelan poets in The FSG Book of Twentieth-Century Latin American Poetry by doing a similar enterprise devoted exclusively to Venezuela. They responded enthusiastically. In short, I believe there is also a mandate for critics. And there is one for translators too. Translation, like poetry itself, is as much about words as it is about silences: not only does content need to be considered but so does rhythm, cadence, and harmony. In that sense, the role of the translation is to listen to the music in the original and recompose it for a different audience. That has been the attempt in these pages. Needless to say, rendering not a bunch of poems by a single author but an assortment by more than three dozen is treacherous because there is little opportunity to tackling the poet’s tempo and “feeling” the essence of an entire oeuvre. Instead, what is at stake in this volume is a combined voice, a sum of selves, what Emerson called “the writer of writer’s intonation.”

Anthologies are, by nature, fragmentary. Aesthetic value was our first and unequivocal standard. The selection was done after deep, extensive discussions, not only among ourselves. We also engaged in invaluable, at times exquisite, conversations, in person, by phone, and via email, with more than two dozen authors, academics, and other literary experts, to whom all three of us hereby express our deepest gratitude. While I, along with my co-editors, believe the poets in this volume represent the richness and diversity of twentieth-century Venezuelan poetry, our selection, given the limitations of real estate, wasn’t done without painful editorial choices, which are unavoidable in these types of endeavors. Those choices resulted in keeping a handful of voices out. Specifically, we faced two strategies in terms of the selection criteria: to include more authors, each with a single poem; or to represent the leading voices in the tradition with a couple of samples. We opted for the latter, hoping to give at least a sense of what makes those leaders significant.

In countries syncopated by dictatorship and repression, poets often write under duress. The result is a disposition toward compassion. In their quest to understand their role and that of others, poets seek to understand suffering and to create an awareness of it through language. Therein what unites them: a rooted desire to transcend easy, transient loyalties by appreciating our humanity sub specie aeternitatis, as Spinoza would say, from above and beyond our own condition. Venezuelan poetry, emerging from an experience of loss, is a celebration of compassion.

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