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Arturo Serna
Photo Credits: Kevin Dooley ©

Intemperie

La gran desdicha de un hombre de letras es, por lo general, no apegarse a nada. El hombre de letras está desamparado, dice Voltaire. Lo que el francés entiende como desdicha y como desamparo, para mí constituye el mayor bien. No apegarse a nada, sugiere Nietzsche. Y tiene razón. La libertad del pensamiento puede ser una realidad cuando no adherimos a ningún sistema de pensamiento. En todo caso, de lo que se trata es de ejercitar la facultad del razonamiento cada vez que se requiera, en cada caso y sin una respuesta prefijada. El sistema de Hegel, por ejemplo, se convierte en atadura, en llana esclavitud. Si un filósofo sigue el orden previo de sus razonamientos, lo que hace es convertirse en esclavo de sus convicciones. Por eso, es mejor no apegarse a nada, aunque esto implique un penetrante y extraño dolor. La filosofía se ejerce como un acto de valentía en medio del desierto. El filósofo se arroja, realiza un feliz y audaz movimiento de piezas, en un tablero futuro, utópico, en el que nunca obtendrá la caída del rey. No hay rey, no hay partida final. La partida se termina con la muerte.

No hay sede papal ni espacio garantizado para el pensamiento. La filosofía sigue su carrera imparable con el aporte individual y solitario de cada arriesgado pensador. Solo los osados ayudan. Cada filósofo contribuye a continuar esa torre invisible que se ha construido desde el tímido poema de Parménides hasta los brulotes de Rorty o del más ignoto filósofo provinciano. El pensamiento avanza a pesar de los tropiezos, de las guerras y de los fracasos. No tenemos otra herramienta que esa posibilidad de evaluar, en medio de la tormenta, lo que se pierde y lo que se fuga.

Es alto el costo del desapego. El autor original o solitario paga caro su atrevimiento. El filósofo vive esa condena de una forma irreversible. El fácil desprecio social avanza con pasos agigantados. El sector más bruto de la sociedad no soporta que un hombre se ilusione con la libertad. Contra el viento como silbido moral, el verdadero filósofo prefiere la intemperie silenciosa que el cilicio intelectual.


Photo Credits: Kevin Dooley ©

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