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Intelectuales españoles en la verticalidad de Manhattan

Los intelectuales españoles se han hecho sorpresa en la verticalidad de Manhattan desde mucho tiempo atrás, llevados por diferentes razones o por distintas formas de exilio. Así, Juan Ramón Jiménez en 1916 viajó a los Estados Unidos para casarse con Zenobia Camprubí, y paró en el Manhattan de John Dos Pasos a fin de encontrarse ante una ciudad cuya escala haría, años después, consignar a Federico García Lorca en una de sus cartas el hecho de que toda Granada podría caber en tres de sus rascacielos.

A la llegada del poeta a Nueva York, en 1929, Federico de Onís, descendiente de los Onís que vendieron la Florida a los Estados Unidos, tras dar un tiempo clases en la Universidad de Puerto Rico, dirigía el departamento de estudios hispánicos en la Universidad Columbia, donde también se encontraba Ángel del Río. El poeta León Felipe impartía clases en la Universidad de Cornell y José Camprubí, cuñado de Juan Ramón Jiménez, era editor del periódico La Prensa fundado por catalanes. En Columbia funcionaba también el Instituto de las Españas, y bajo su denominación se incluía también a Hispanoamérica, si bien dentro de una óptica más bien imperialista, dada la cercanía de la pérdida de Cuba y el modo como España se aferraba aún al antiguo orden. Y en la esquina de la calle 42 con la Quinta Avenida, tenía su sede la Alianza Hispana y Americana que editaba la revista periódica Alhambra, también fundada para contribuir al acercamiento entre ambas culturas.

Tras la Guerra Civil, tanto anarquistas como intelectuales republicanos emigraron hacia los Estados Unidos, especialmente a Nueva York, si bien la mayor parte prefirió afincarse en Latinoamérica; quizás por esas mismas razones históricas que nos llevaron, en 1992, a recordar, que no celebrar, los quinientos años del encuentro entre las dos culturas. Llegan así Jesús González Malo, editor del periódico España libre, Joan Corominas quien se radicaría en Chicago, Odón Betanzos Palacios, Joaquín Casalduero, Enrique Montesinos y Fernando Ayala, asociándose la mayor parte de ellos a los departamentos de estudios hispánicos de las universidades norteamericanas, y contribuyendo consecuentemente a la difusión de la cultura y literatura españolas en el país. Todos se mantuvieron en estrecho contacto con lo que ocurría en España, especialmente a través de la revista Papeles de Son Armadans fundada y dirigida por Camilo José Cela.

Otro intelectual español que igualmente comenzó su carrera en Manhattan fue el madrileño Víctor Fuentes, llegando vía Caracas a esta ciudad en 1956, cual “prófugo aventurero”, como él mismo se define, buscando horizontes más amplios, en un momento cuando la España franquista había agotado sus mecanismos de terror y el país se encontraba sumergido en la inercia. Era el pleno “tiempo de silencio”, que con la novela de Luis Martín-Santos empezaría a resquebrajarse a principios de los años sesenta.

Años aquellos, los de la segunda mitad de la década del cincuenta, fue cuando se produjo la ola de emigración más intensa desde la inmediata postguerra. De hecho, mi propio padre arribó desde Barcelona a las costas venezolanas, para quedarse por seis lustros, a la vez que Fuentes pisaba las descoloridas alfombras de los cines en Times Square.

Al poco tiempo, este autor entró en contacto con el grupo de intelectuales exilados, e ingresó en la Universidad de Nueva York donde culminó su doctorado en literatura española. De esa época recuerda las tertulias en una tavern de la 106 y Broadway, donde conoció a Odón Betanzos y a Jesús González Malo, con quien escribió varios mensajes al Papa y a algunos presidentes, denunciando las atrocidades del franquismo. También comenzó a escribir sus primeros poemas y cuentos, enviándole uno a Cela quien prometió publicarlo en Papeles. El texto nunca apareció y Fuentes empezó a inclinarse hacia la crítica académica y el ensayo. La Revista Nacional de Cultura de Caracas publicó en 1963 su primer artículo, acerca de Ana María Matute, y recogido por José Cardona en su edición de Taurus sobre novela española de postguerra.

A mediados de los años sesenta, Víctor Fuentes decidió, a diferencia de otros intelectuales españoles, y como la mayoría de sus pares latinoamericanos, no regresar a España sino establecerse definitivamente en los Estados Unidos. La Universidad de California en Santa Bárbara lo contrató como profesor hasta la fecha.

En uno de sus viajes de vuelta, en 1990, consignó algunas impresiones de aquella época, en tanto volvía a recuperarse en la ciudad:

Nocturno y Aurora. “¡Alejarse! ¡Quedarse! ¡Volver! ¡Partir!” Toda la mecánica social cabe en estas palabras de César Vallejo, que me vienen al sobrevolar el aeropuerto de La Guardia, esta noche de julio de 1990, reviviendo la sobrecogida emoción con que, en el otoño de 1956, me asomara, prófugo de la España franquista, al cielo nocturno de Nueva York. ¡Aquella primera noche en el hotelucho de Broadway y la 55!, ignorando a la cucaracha y con la trepidación de estar, por fin, dentro de una película de gangsters. El anuncio de neón iluminando o apagando el interior del cuarto y, tras el sucio visillo, me estuve esperando al asesino que no llegó, hasta que rompió la aurora de Nueva York con sus “cuatro columnas de cieno”, según el verso de Lorca.

Oficina y denuncia. Eran los tiempos del hombre de traje gris y aquella misma mañana me enfundé el uniforme: traje de franela gris con dos pantalones por el precio de uno, camisa blanca Arrow, corbata negra, zapatos Floresheim y corte de pelo al cepillo. Y me lancé, calle 42 abajo, en busca de trabajo, perdido entre la multitud de la lonely crowd. Rechazado de las oficinas, donde transité con la sensación del “hombre invisible” de Ralph Ellison, acabé lavando platos en una delicatesen de Broadway haciéndome pasar por puertorriqueño.

Gonzalo Sobejano, profesor emérito de Columbia y crítico de amplia trayectoria, igualmente se estableció en Manhattan, a principios de los años sesenta, combinando su trabajo académico con la creación literaria hasta hoy, tal cual lo registra en “Septiembre, once”: “Ni un latido de viento a la despierta/ capital del afán nada anunciaba./ De repente —y después— dos rayos sordos/ sangraban muerte en lívidas cascadas”.

A principios de la década del setenta Dionisio Cañas con su compañero José Olivio Jiménez se radicó en la ciudad, permaneciendo en ella hasta 2005 cuando regresó a la Península. A lo largo de aquellas décadas, Cañas produjo un corpus poético y crítico sumamente complejo y renovador, donde se incluyen también los eventos de poesía-performance y de escritura colectiva realizados en galerías, centros culturales y lugares públicos de Manhattan.

“Nunca andará solo el hombre que con otros/ Ha compartido un instante feliz/ Porque las calles le recordarán un nombre/ Aunque vea a su amor escrito con el humo,/ O le espera la muerte en cualquier bar”, asienta el poeta en “La flor de la alfalfa”, como una manera de profundizar en la errancia y la desterritorialización, de las cuales Manhattan fue para él la geografía escogida y nunca abandonada, aun cuando viva hoy en un pequeño pueblo de la Mancha.

Las últimas décadas del siglo XX consignaron la presencia de numerosos poetas españoles en la ciudad, aunque solo de paso. A diferencia de los latinoamericanos, no tenían ya necesidad de emigrar, pues España ofrecía libertades políticas y apoyos económicos y sociales muy superiores a las de los Estados Unidos. Ana Merino, Luis Moliner, Juan Carlos Marset, Francisco Javier Ávila, Josefina Infante-Voelker, Antonio Rodríguez Jiménez, Daniel Pineda Novo, entre muchos otros, pasaron por Manhattan, a la que dedicaron textos y libros, si bien escritos desde la distancia o esbozados durante sus cortas estadías en la Gran Manzana.

En la actualidad, Hilario Barreo, Marta López-Luaces, Inmaculada Lara Bonilla y Francisco Álvarez Koki, son cuatro voces españolas que se han ido abriendo espacio en la metrópolis, arelándose a sus avenidas y haciendo casa con la memoria urbana, donde indeleblemente permanecen y escriben. Todos ellos asociados a diferentes universidades y/o proyectos literarios. Ediciones, blogs, revistas, talleres y series literarias, de los cuales forman parte como autores, organizadores o participantes, se enriquecen en el nuevo milenio con sus aportes.

En el caso de Hilario Barrero, quien fuera por varios años profesor del Departamento de Lenguas Modernas de Borough of Manhattan Community College, CUNY, su obra comprende, entre otros temas, el de la observación del paisaje neoyorkino desde la introspección, con objeto de crear un corpus poético muy personal e íntimo, donde la ciudad es la presencia permanente que siempre está sin estarlo:

Ni amarillo jaramago ni mármoles vencidos/con su espalda quebrada de abandono;/un tropel de invasores derriban al silencio/en su alta clausura de pájaro exiliado,/avanzando hacia el mar que se tiñe de guerra./Una brisa de hielo les derrota en la orilla/ sus pies petrificados, cegada por los dardos de sal/su mirada de barro, regresan, atrapados de bruma,/ arrastrando sus sombras congeladas,/a las tiendas oscuras donde la luz ayuna/dolorida en cilicios vidriados./Visten las gaviotas su túnica pesada,/monjes lentos camino de maitines,/llamadas por las voces de una lluvia extranjera/que despoja a la ojiva de su claustro de olas./Alejados del mar, guerreros de otras guerras,/los rostros del verano estrenan fruto ardiente/que les hiere sus venas de un hondo escalofrío./Liberada de invierno su mirada,/desnudos, se pierden en lo espeso/donde el placer y el vicio habitan/regresando mordidos para siempre/por el plomo veneno de sus ritos/sin saber que es la muerte quien les llama./Y sin más protección que tu mirada arbotante/que apuntala la niebla de mi piel, asustados,/buscamos la salida entre tanto desorden./Los bárbaros han sido derrotados y el diluvio comienza./(¿O tal vez sí que saben que van hacia la muerte?).

Cincela el poeta en “Easter Sunday en Coney Island”, como una manera de atraer hacia sí los lugares consignados por el lenguaje, cual si fuera una fotografía dable de eternizarlos para el disfrute de un lector-espectador alerta y abierto a sus humores y amores.

Marta López-Luaces, profesora de estudios hispánicos en Montclair University, igualmente se aboca a la ciudad, desde un nomadismo donde paisajes, lenguas y culturas se imbrican, para entretejer un tapiz afectivo con sus calles, barrios y comunidades étnicas:

Desde el Bronx/ a mi ciudad/ desde los ojos/ de esta niña negra/ a mi mirada/ desde África/ a Sudamérica/ desde la esclavitud/ a la postmodernidad/ desde nuestro inglés/ a nuestra marginalidad/ desde su brasileño/ a mi mal gallego/ desde este español/ a su voz: —¿E voçe que faz aquí?/ desde la inocencia de una palabra/ a la memoria de una raza.

Apunta en “Llegar”, avizorando ese otro que es y el poema graba en el recuerdo de quienes le precedieron.

Inmaculada Lara Bonilla, profesora de Estudios Latinos/ Latino Americanos en Hostos Community College, CUNY, recoge las experiencias del entorno sensible al cual Manhattan le pone el marco:

¿Será que hoy no hay lluvia/que atraviese las torres densas/para mecernos?/O será cosa de la guerra/y de los otros azares/imposibles/por carnosos,/desnortados./O la niña que/se alza ligera/ tras las puertas/y gira transparente/armándose de hojas/de volantes muy largos,/sorprendida/en plena gota fresca de pirueta/desde la balconada blanca./Será la calle de perfil/los muebles,/el estudio de/promesas eternas/y largas cuerdas/detrás su pestillo.

Recrea en “Debate junto al plomo”, para convocar a los personajes que la mirada poética consagra con su lenguaje, y no son sino desdoblamientos de un yo escindido, entre el aquí y el allá, pero siempre en sintonía con el movimiento perenne de esta urbe inagotable.

Francisco Álvarez Koki, desde su lugar como activista cultural entre Galicia y Nueva York, ha producido una obra extensa, en la cual la conciencia social constituye el sustrato de textos, cónsonos con sus preocupaciones personales. En sus palabras: “Siempre me he definido como un obrero que escribe poesía. No escribo para matar mi vanidad, ni para regocijo de los que mandan. Mi poesía es directa si es social, e intimista hasta la piel del alma, si es amorosa”.

La bañera como un barco/ te mecía en el tiempo,/ y a través del agua/ yo era tu silencio./ El agua tenue se hundía/ por tu hermoso cuerpo/ mientras la luna se filtraba/ con todos sus misterios./ Los visillos de la ventana/ jugaban con el viento,/ mientras la bañera te rodeaba/ con sus brazos de hierro./ El agua, otra vez el agua/ en su dulce chapoteo/ subía por tu piel/ para entrar en tus secretos./ Yo era el vendaval/ que soplaba en tus velas/ y era el maremoto/que sacudía tu bañera./ Pero al final fue el tiempo/ más firme que mi fuerza/ y me volví playa y me volví puerto/ para ser agua de tu misma bañera.

Asienta el poeta en “Sonata para un cuerpo en la bañera”, haciéndose de agua con esta Isla donde seguirán atracando los poetas españoles, hechizados, como Federico García Lorca, con “las delicadas criaturas del aire”, sobrevolando eternamente el cielo entre los cañones que conforman, con sus moles de cristal y concreto, los rascacielos de Manhattan.

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