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Gavina Falchi

Instantáneas de un día cualquiera

CARACAS: Sorprendo casualmente en el espejo, al pasar, mi imagen de perfil. No me gusta lo que veo. Debo hacer un esfuerzo consciente para levantar esos hombros caídos, para enderezar mi espalda doblada. Estoy agobiada, replegada sobre mi misma. No me había dado cuenta. Se me escapa un suspiro sutil de desazón.

Hoy debe haber sido uno de esos días en que todo el peso del mundo me tendió una trampa maligna y me cayó encima de golpe, venciéndome, doblegándome en silencio. Me miro de frente, entonces, y me atraviesa, fugaz, un relámpago de estupor. ¿Soy yo? ¿Soy aun yo? ¿La misma? Entonces, ¿quién es esa señora de rostro cansado que me mira desde el espejo y que se parece tanto a mi madre?

¡Ay! El tiempo, el implacable, el que pasó…


Son las siete y treinta de la noche.

Las tuberías chillan con un ruido inconfundible, un crepitar sonoro de burbujas de aire, un silbar estridente que desde hace un tiempo nos avisa, tres veces al día, de que está llegando el agua. Sí, porque en esta tierra de gracia no escasean sólo la leche, el café, el azúcar, la harina, el aceite sino también – y hay que ver ¡cuánto! – el “preciado líquido”, como suelen llamarlo los periodistas que, en un afán tan inútil como hipócrita, intentan explicar las razones de la escasez achacándole la culpa especialmente a la sequía de un prolongado verano, cuando todos sabemos que la desidia brutal y la falta absoluta de mantenimiento de las instalaciones de los acueductos de la ciudad son las causas principales de este problema, que ya se ha vuelto crónico en Caracas.

Entonces, cumpliendo al dedillo un ritual ya ensayado y experimentado debido a la esclavitud de este enésimo racionamiento, le grito a mi hijo que corra a bañarse, mientras yo friego en tiempo record los platos del almuerzo, prendo la lavadora (lista y cargada con meticulosa anticipación), activo la bomba del tanque y vuelo, literalmente, a ducharme esperando que me alcance el tiempo para preparar también la cena.

Media hora tres veces al día dura este regalo, no más.

Y no puedo dejar de pensar – ironía de las ironías – en cuánto somos inmensamente afortunados nosotros, pues a pesar de los malabarismos necesarios y de la tiranía de los horarios que nos obliga a estar en casa cuando llega ella, el agua, logramos echar “pa’ lante”. Hay zonas de Caracas, sin diferencia ninguna entre barrios humildes y urbanizaciones de clase media o alta, que  no reciben una gota desde hace meses.

No me logro ni me quiero conformar con esta vida planificada, dirigida desde afuera, desde la ineptitud y la irresponsabilidad ajena. ¡No, no y no!

Ahora, al angustia de la escasez de los alimentos, de los remedios, de los repuestos, a la pesadilla de la inseguridad aterradora, al drama de los frecuentes apagones eléctricos que nos atormenta a diario, se suma también el pánico de que un día de éstos el tanque se vacíe para siempre, las cisternas (último y costoso recurso) dejen de surtirnos y los tubos se sequen sin remedio, como el embalse de la Mariposa, donde entre grama amarillenta y tierra pedregosa se pasean unas tristes vacas solitarias, flacas y desgastadas como nuestra economía y, más aun, como nuestra esperanza.


Oigo ruidos extraños en el cuarto de Alessandro. Algo así como de golpes contra las puertas del closet, como de brincos y patadas contra la pared. Ni intento abrir su puerta; sólo toco despacio, pero no me oye. Debe estar entrenándose ese extraño animal mitológico – mitad adolescente y mitad audífonos – que es mi hijo. Aislado en su mundo  ideal – muy distinto al que agoniza, herido de muerte, allá afuera – desahoga anhelos rebeldes de una vida normal.

La juventud, ya lo sé, no entiende de encierros, ni de peligros, ni de obligados toques de queda y mucho menos de sueños fallidos. No conoce perezas ni impotencias inertes; las hormonas despiertan, se alborotan, enloquecen y se liberan, frenéticas, entre pesas macizas y abdominales de acero.

Recuerdo que también de niño, bajo la ducha, le daba golpes a la pared del baño, supongo que improvisando imaginarias peleas contra enemigos fantásticos. Todas las tardes escuchaba, entre incrédula y muerta de risa, el escándalo que armaba en su acostumbrada performance vespertina.

¿Y ahora? ¿Contra cuales fantasmas lucha mi hijo?, me pregunto. ¿Para quién o quiénes son esos golpes sonoros? ¿Cuál es la pelea?

El festival intercolegial de gaitas navideñas ya empezó y anda feliz tocando sus congas, entre agotadores ensayos e interminables presentaciones de fin de semana. Ha descubierto la fiebre del escenario, la excitación de una tarima, la adrenalina de los aplausos. Nunca lo había visto tan emocionado y feliz y yo también lo estoy, junto con él.

La alegría de nuestra juventud se impone sobre esta dictadura del miedo y de la desesperanza, sobre esta cultura nefasta de la parálisis y de la renuncia en un país que pareciera haberse organizado para la derrota, no para la vida.


Es una tarde grisácea de lluvia.

Leo, acostada, unos poemas de Márgara Russotto: Tundra, Poesie (2001-2004). Un frío helado recorre estas páginas; la desolación del invierno – sobre todo el del alma – me penetra los huesos, me eriza la piel. Hay algo en los poemas de Márgara que los hace inconfundibles, algo como un sello personal que los identifica. Creo que los reconocería aunque fueran anónimos, aunque los oyera declamar en la inmensidad del desierto.

Me topo, de pronto, con unos versos desgarradores que me alumbran con el fulgor de una repentina iluminación. Se refieren a la presencia soñada del padre que llega a rescatarla de un dolor insoportable.

Ese Me tomará de la mano: Basta fue un malentendido ya pasó no llores más Ponte el abrigo y vamos a casa” me caló hondamente en el alma, como devolviéndole luz a un rincón oscuro. Realizo que yo también esperé y soñé – quizás ni tan inconscientemente – la llegada de algo, de alguien, externo, más fuerte y mayor, que me tomara de la mano y me sacara de las arenas movedizas de mi pantano de angustias.

Eso de “mettere il cappotto” (ponerse el abrigo) lo encuentro altamente simbólico.

Es un gesto resolutivo, un gesto de libertad y autodeterminación que marca un final y un recomienzo; es como recuperar una parte perdida, o momentáneamente inerte, de uno mismo; es reapropiarse de ella, recomponer nuestra totalidad, lo que mejor somos, para volver a empezar el camino.

Está bien, Márgara. Ya nos pusimos el abrigo (solitas). Ya volvimos a casa.


Photo Credits: Jeff Drongowski

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