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Gianfranco Selgas

Instalaciones del azar

Quisiera saber lo que busca.

—Maurice Blanchot

 

 

Tengo una sensación recurrente: la de integrar una fotografía en la que un personaje se encuentra recortado y figura como espacio hueco en la memoria. Debo reconocer que, antes de narrar el acontecimiento al que haré referencia más adelante, encuentro en cierta imposición del azar una cuestión que me causa gracia e interés a partes iguales. No podría precisar a qué gravamen imaginario me refiero, pero sí que estos eventos, dominados por experiencias cercanas a lo contingente, me obligan a vigilar las prestaciones de lo eventual.

Ante mí tengo seis fotografías monocromáticas organizadas en sucesión cronológica, enmarcadas en un rectángulo perfecto. Cada una presenta la fragmentación de un acontecimiento trivial: el desplazamiento en tren de un lugar a otro. Noto en las primeras cuatro imágenes la reiteración de un paraje bucólico: montañas difuminándose al fondo; la impresión opaca de árboles que se intercalan con edificaciones austeras; el movimiento frenético que la cámara es incapaz de capturar y que tiene como producto la conjunción nebulosa de elementos de lo natural. Por otra parte, las fotografías quinta y sexta presentan dos instancias locativas: la estación destino y el interior de un vagón de ferrocarril, vacío. La muestra que menciono pertenece a Viaje en la memoria, Lausanne-Miland, del fotógrafo Paolo Gasparini, y me topé con ella por mera casualidad, como quien dice, al revisar la edición del año 1995 de la revista oficial del ya extinto Ministerio de Relaciones Exteriores del país del que provengo. Estas reproducciones, que en su estatismo capturan desplazamiento, llamaron repentinamente mi atención no tanto por sus cualidades estéticas, sino por lo indeterminado en su esquema compositivo: la posición incómoda a la que invitan en tanto infligen la experiencia de habitar un espacio intersticial, dominado por una instancia vacilante, de localidad exigua o difusa.

Difícil precisar en qué momento aquel rectángulo de imágenes que he intentado describir transfiguró en la confusión a la que ahora haré mención. Decía que me hallaba mirando el trabajo de Gasparini y tuve, producto de ese acto asociativo entre experiencia vivida y memoria, la sensación de revivir lo que el pasado verano cuando me encontraba de visita en Kalmar, al sur de Suecia, y acabé en el Museo de Arte de la ciudad. Me encontraba, pues, de visita en aquella ciudad por cuestiones referentes a lo literario y quise aprovechar las pocas horas libres de las que disponía para recorrer el casco histórico. El desplazamiento por las calles desconocidas, que iba rehaciendo con el andar o a través del diálogo indeterminado con algunos transeúntes que me procuraban información de acuerdo a mis demandas —detallaré esto en breve—, me suponía una primera instancia de hesitación, entre el estar y el no estar, marcado por mi ignorancia referente a los lugares en los que me ubicaba. Comentaba previamente el diálogo con transeúntes, y a lo que me refiero es a que abordaba a las personas cual turista extraviado, preguntando dónde quedaba la plaza central, la iglesia principal, el mejor café de la zona o los museos. De esta manera, siguiendo referencias más bien nimias y tras algunos tumbos, terminé frente a la estructura cúbica del Museo de Arte de Kalmar.

En su interior la arquitectura del lugar se dispone cual caja china, y me descubrí, casi con sorpresa, desplazándome a través de una serie de pabellones hexaédricos, de color similar al de la arena húmeda, en donde se habilitaban las exhibiciones que iban desde instalaciones hasta pinturas y esculturas diseñadas por diferentes artistas de la región. No tardé en notar la condición sosegada del museo: de entre lo material, yo parecía ser lo único animado. De hecho, durante buena parte de mi estancia en el edificio, éste no se privó nunca de esa condición de abandono que apesadumbró mi visita. En ocasiones podía experimentar la fragilidad del espacio indeterminado, de alguna manera acorralado, y que me dejaba la impresión austera de lo inconmensurable. Si me detengo a reflexionar sobre esto podría decir que es un pensamiento comedido el de la hesitación. En lo particular me solicita sin prisas la partición de mi persona y me ubica necesariamente en una disyuntiva que se extiende a lo ficcional. Lo digo porque en ese instante, sin tener por seguro en qué lugar me encontraba mientras abandonaba un hexaedro para adentrarme en otro, ingresé en un pabellón de formas poliédricas, dominado por un haz de luz lechosa que penetraba el mural de vidrio con vistas hacia la playa báltica que abraza al museo. Hablo en plural cuando hago referencia a las formas porque, aunque me sabía en un área de proporciones bien definidas, no era capaz de experimentar la materialidad que describo; debería decir en cambio que su constitución era múltiple, inabarcable para la vista y por tal razón a un paso más allá de lo tridimensional. Guardo una foto que registra mi estancia, pero que falla en comunicar lo que expreso en tanto no me fue posible capturar el movimiento que remite a la sensación que intento describir. Entonces, tras aventurar unos pasos en esa sala marcada por la plasticidad, noté las instalaciones de Meira Ahmemulic, organizadas en una esquina.

Lo primero que llamó mi atención fue Walking, una repetición caligráfica sobre papel rayado o simple del gerundio ‘caminando’, en inglés. La instalación ocupaba al menos cinco mesas dispuestas en forma de ele, todas acristaladas y con elevación a media altura. Tras las láminas de vidrio reposaban unas catorce páginas tamaño carta; cada una, como decía, con el vocablo ‘walking’ escrito en ellas, solo que una diferenciada de la otra por cuestiones de la tipografía puesta sobre el papel, por la coloración elegida para trazar la escritura, por el orden dispuesto de las palabras, etc. Más allá de esto, mi atracción recaía en lo inaudito de la expresión: si bien invitaba al movimiento, su ejecución estaba totalmente cancelada, restringida, si se lo quiere, por los límites de la hoja y de la mesa. Es decir, esa representación continua de la palabra se me presentaba como un ejercicio alusivo a la acción motora, al no detenerse en tanto el gerundio implica el estar, precisamente, caminando. Leía, ya mucho después de haber abandonado el museo y sentarme a escribir estas páginas, que Ahmemulic describe la idea del caminar como resistencia, como práctica social y creativa que otorga, al mismo tiempo, distancia y proximidad. Sin embargo, de vuelta a ese momento, mi sensación era la de poner en duda su acontecer. Viendo la palabra escrita mi necesidad era la de caminar, pero la tapia de cristal me obligaba a observarla como reflejo inerte de una acción prohibida, anulada, un potencial en mi imaginación donde la liminalidad del acontecer es maleable, por así decirlo. Cuando miro las fotografías de Gasparini hallo algo similar: me urge ver el tren en movimiento —y con él el paisaje campestre y urbano— pero me es imposible, no tengo manera de rehuirle a la incertidumbre de lo que podría suponerse tácito. Reconozco —eso sí— la seducción que experimenté ante el poder evocativo de la instalación de Ahmemulic, y también que me abstraje durante varios minutos, en un acto introspectivo de reducción personal, al reflexionar estas cuestiones que intento organizar por escrito.

 

 

Debería indicar en este momento la instancia cumbre —aunque puede que haya ocurrido antes o mucho después, no lo puedo precisar—, cuando mi atención se quiebra al darme cuenta de la presencia de alguien más en la sala de exposiciones del museo.

A mis espaldas, sin quitarle la mirada a los ‘walkings’ sucesivos de Ahmemulic, escucho el movimiento de otra persona. Sus pasos alteran esa nulidad a la que me había sometido el museo, espacio que, debo admitir, me había engullido por completo. Tendría que agradecerle a aquella persona su interrupción porque para ese entonces me sentía como una extremidad minúscula del pabellón, otro objeto atrapado entre murallas. La curiosidad me pudo y, con disimulo, noté a una mujer, quizás entre sus cuarenta o cuarenta y cinco años, repasando las diferentes instalaciones dispuestas en la sala. Sus movimientos, opuestos a los míos, eran gráciles. La descripción que doy es adusta. Preferiría decir que ella se movía como si el espacio le perteneciera, como si estuviera en su propia casa, pero esto es absurdo, carece de sentido. Mi impresión era que ella ya había sido partícipe de este pabellón otras tantas veces. En el lapso de un par de minutos recorrió la distancia completa del poliedro al menos un par de veces, evitando la zona en la que me encontraba, pero no por ello dejando de mirar cada vez que se hallaba cerca. Es en ese momento cuando me pregunto si es que acaso aquella mujer no sería Meira Ahmemulic. No disponía —al menos no en ese instante— de pruebas para asegurar o contradecir mi interrogante. En mi vacilación decidí apartarme de Walking. Asumí, erróneamente, que aquello podría darme una pista sobre ella. Trato, en ese momento de confusión, de obviar a la mujer, y centro mi atención en la segunda y última pieza de Ahmemulic: Ett språk måste vinna/One language needs to win.

Ahora, sentado frente a la computadora mientras escribo, la única distracción que puedo anunciar es la del recuerdo mismo que se cuela en mi intención de organizar el relato comprensible de mi experiencia. La revista con las fotografías de Gasparini reposa a mi lado, pero pongo en duda esta situación de simulada calma en la que me encuentro. Fijas e inmodificables, las imágenes que reviso postulan sin embargo su potencialidad. Como si de una acción larval se tratase, su omnipresencia me sugiere la habitación de un territorio condicionado por la ambigüedad, donde cualquier definición viene insinuada, nunca prescrita. Me explico: estas fotografías parecen recelar de mi pensamiento; de manera sucinta, los objetos indeterminados que representa terminan en recreaciones fatuas de mi imaginación —no me pertenecen; hay apenas un intento de intelección por medio de la observación sostenida—, esquivando mi intencionalidad. Es como si la imagen pensara por mí, surtiendo cualquier cantidad de efectos que turban la instancia enclenque de la referencia locativa. De manera que la cuestión es la siguiente: ¿Estoy observando las fotografías de Paolo Gasparini o me hallo, todavía, en la sala de exposiciones del Museo de Arte de Kalmar?

Las piezas de Ahmemulic, de una simpleza extraordinaria, me conmueven. Un televisor un tanto arcaico proyectaba el discurrir de Ett språk måste vinna/One language needs to win. Tres componentes audiovisuales dominaban las escenas de la película: primero, la fijación de la cámara estática que captura lo que ocurre dentro del marco determinado por sus dimensiones; segundo, la voz, presumiblemente de la realizadora, que narra en sueco la configuración de las barreras visibles e invisibles existentes entre los contingentes sociales, culturales y económicos, y la sutileza del lenguaje como faceta de inclusión y exclusión en referencia a lo anterior; y tercero, el cintillo del subtitulado en inglés que se genera como paratexto ajeno en lo formal, pero interrelacionado al film. Estas imágenes, también, las conecto con las de Gasparini; de hecho, debería decir que son detonantes o el resultado de estas elucubraciones, un empuje desde una profundidad insondable.

Como espectador descubro que a pesar de que mi compromiso con la proyección es total, no dejo de cuestionarme por esa otra presencia que, de alguna manera, me complementa: mientras me encuentro estacionado, frente a frente con la pieza artística; ella —la mujer, ¿Meira?— está en constante desplazamiento, en conjunción con el resto de piezas artísticas expuestas. Por un instante anhelo ser ella, que nuestros cuerpos se intercambien y que sea yo el que abandone la estancia, el que desaparezca, como lo hará ella, supongo, a través de la puerta de la sala, conduciéndome a un destino que a mi imaginación le cuesta canalizar y exteriorizar. Mi necesidad de apropiación colinda con la manera en la que poco a poco me siento inmiscuido en —enajenado por— la película. A esto me refería cuando mencionaba la impostura del azar: en mi convicción de que aquella desconocida visitante era Ahmemulic, y de que el destino nos había cruzado como trenzas en un fajo de tela, tuve la necesidad imperiosa de acercarme a ella e iniciar una conversación. Se me ocurrió que, a modo de iniciar ese diálogo imprevisto, le preguntaría algo trivial sobre las instalaciones; luego deslizaría algún comentario sobre la película, esperando que esa aproximación calculada conllevara a la eventual revelación que estaba buscando. Sin embargo, en el instante en el que me armé de valor para girarme y aproximarme a ella, no fui capaz de moverme. Mi cuerpo estaba anclado frente al televisor, afectado por esa rémora. Más bien: me descubrí integrante de las imágenes que veía en el aparato, y solo fui capaz de gestar un movimiento psicológico, reflexivo, valiéndome de un mecanismo ficcional en el que las posibilidades irreales asumen un valor solvente de realidad.

No recuerdo en qué momento me desprendí de esa ensoñación que menciono para retomar la escritura que ensayo en estas páginas. Debo admitir que, en aquel momento ininteligible, no había abandonado el pabellón cuando experimenté la sensación a la que refiero en un principio. En esta ocasión el personaje recortado venía a ser yo, y el estado de vacilación en el que me hallaba, incapaz de localizarme en mi propio cuerpo y lengua, merodeando los alrededores de un espacio irreconocible, me sometía a un estado de extenuación sostenida.

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