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Paola Herrera
Photo Credits: Ludo Rouchy ©

Inside a Song

Estoy escuchando “Un Vestido y Un Amor” de Fito Paéz, un cantautor y director de cine argentino, además de uno de los mayores exponentes del rock argentino. La primera vez que la escuché fue amor a primera estrofa, esa atracción importuna que tenemos con canciones que sucumben latidos, que irradian pureza.

…Te vi juntabas margaritas del mantel, ya sé que te trate bastante mal. No sé si eras un ángel o un rubí…

Recuerdo la vez primera que me dedicaron una canción, yo era una chiquilla que todavía no sabía decidir si el helado de brownie era superior al de oreo, entonces de pronto perdida entre la ciudad de los primeros amores, de ese rato que te dura toda la vida, tomé aquello como el acto de romanticismo más acicalado que me habían obsequiado. La guitarra estuvo presente, la voz no era melódica, pero la persona era luz y cuando se enciende un alma, las lágrimas agrias se lanzan al suicidio y no existen más, los recuerdos lúgubres cavan su propia tumba y se sepultan allí hasta que la visita del desamor toque el timbre de casa y se quede a vivir por un tiempo.

…Te vi, saliste entre la gente a saludar. Los astros se rieron otra vez, la llave de mándala se quebró o simplemente te vi…

Las canciones son historias nuestras con ritmos que otros cuentan por nosotros, son un lugar inabarcable y un jardín que mustio, aún no pierde su esencia. En ocasiones encontramos en la vida musical todo lo que siempre quisimos que alguien nos dijese, nunca tarde porque he aprendido durante todo este tiempo que ninguna canción llega tardíamente, que siempre aparece de manera indulgente en nuestros arrabales. Durante los instantes más indicados.

No hacías otra cosa que escribir y yo simplemente te vi. Me fui, me voy, de vez en cuando a algún lugar. Ya sé, no te hace gracia este país. Tenías un vestido y un amor y yo simplemente te vi…

Al primer concierto que asistí, estuvo de protagonista el rock alternativo -uno de mis géneros predilectos-, tenía quince años, estaba extasiada, la música se adentraba en los sentidos, ellos –los sentidos- comenzaban a construir una orquesta sinfónica en la sinergia de mis órganos, ese ímpetu de los instrumentos musicales en conjunto a la voz del cantante establecían una dinámica funcional entre anatomía, sensibilidad y espiritualidad del ser, nunca nada se le ha podido igualar a esa conexión artista-espectador en la experiencia de un concierto. Mientras ellos –los artistas- hacen de su escenario un hogar, el público –nosotros- hacemos de sus canciones un elixir.

Uno de mis cantantes preferido decía en una entrevista que la primera vez que él grabó un disco dentro de un estudio sintió claustrofobia, tanta que decidió culminar el resto de las grabaciones en compañía del público y en un lugar muchísimo más agrandado, así que retomó todo de nuevo, contrató un estudio amplio y lo suficientemente subjetivo y sus canciones se grabaron en acústico, delante de un cúmulo de personas que vaciaban sus entresijos con lágrimas, el mar se vestía de pupilas en los rostros de aquellos que vislumbraron aquel espectáculo colmado de sortilegios. Y desde esa vez, se rehusó a volver a grabar sus canciones dentro de una cabina sin público. Decía que nada más satisfactorio para un artista que ver a sus espectadores respirar cada verso que emergía de las enredaderas de sus cuerdas vocales, de sus sentimientos más impíos o devotos, de sus sentimientos más cándidos o adulterados. De sus emociones, en fin.

De eso hablo, de esa exactitud de una canción en remover fibras, de esa singularidad de llevar fiesta dentro de nosotros, algunas quizá terminen en borracheras de recuerdos dolientes, otras por lo contrario traen embriaguez de veranos al ocaso, de primaveras al alba. No todo es malo dentro de una canción.


Photo Credits: Ludo Rouchy ©

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