Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Paola Maita
viceversa magazine

El infierno de la señora Ímber

Hace unas semanas le comentaba a M que la Venezuela que describe Sofía Ímber en «La Señora Ímber», las memorias que le dictó a Diego Arroyo, yo no la reconocía porque no la viví. Era un país boyante, con una capital que era la envidia de América Latina. M, que también vivió esa Caracas en particular y esa Venezuela en general, me contaba en un correo que su hija de mi misma edad tampoco reconoce esa Venezuela cuando ella se la cuenta.

Hace unos días, cuando viajé a la Caracas que sí conozco, no la otra, para hacer uno de los 29473 trámites administrativos absurdos que debemos los venezolanos antes de irnos del país, lo hice en unas condiciones que creo que ni la imaginación más psicópata podría construir.

Me encontré con que ahora sale un solo bus diario desde la estación de autobuses ejecutivos de mi ciudad hacia la capital. Además este viaje está condicionado a si y solo si el bus Maracaibo viene vacío. Es decir, de esa línea en la cual en septiembre del año pasado salían entre 2 y 4 al día, ahora hay un solo bus que hace un viaje al día dese Maracaibo a Caracas haciendo cargas y descargas de pasajeros durante todo el trayecto. No son caprichos de la línea, es que no hay cauchos, repuestos, aceite de motor…

Para ahora tomar ese único bus que sale entre las 7 y 10 de la mañana, hay que llegar a la estación a las 6, sin saber si ese día habrá asientos libres, y si trae, tampoco se sabe cuántos. Cuando avisan a la estación el número de pasajes disponibles, comienza la venta. Hay que pagar en efectivo, esa palabra detestada por todos los venezolanos en este momento, porque estamos tan en crisis, que otro «no hay» que se suma a nuestro vocabulario es el del dinero en el tradicional papel moneda. Aunque parezca improbable, cumplí con todos los requisitos.

Las veces que he ido a Caracas, confirman mi hipótesis de que el progreso en Venezuela no se detuvo con la llegada al poder sino mucho antes, a mediados de los 80. Creo que la arquitectura de Caracas es una extraña mezcla de épocas cuyo desarrollo explotó en un momento para luego quedarse casi paralizada. Es como un viaje a la Venezuela de la época de Sofía y de M en unas condiciones que ninguna de las dos se imaginó.

Hasta esta visita, nunca me había tocado caminar por el centro ni andar en el metro. El balance en líneas generales es positivo porque el estándar es bajo. Logré hacer el trámite y no me robaron. Toda una ganancia. Ahora, la experiencia dejó su saldo negativo en las emociones.

Viví la locura que para otros es cotidiana, la del atropellamiento para entrar y salir de los vagones del metro en una de las estaciones. Jamás me asusté porque no fue muy diferente a la cola de los buses en la universidad, pero me rompió el corazón una ancianita de ojos azules de la que jamás sabré el nombre, a la que nadie le daba paso y que casi fue tumbada por el río de gente que salía. Sé que sonará ingenuo, pero me impresionó. Me propuse ayudarla a que se montara en el vagón sin que la atropellasen otra vez y que pudiese llegar hasta su estación. Entre varios lo logramos. Quiero pensar que llegó bien a su casa, pero aún resuenan en mis oídos dos frases que me murmuró en medio del apretujamiento en el vagón.

«Mi primer viaje en metro lo hice en el ’83. Era una delicia», me dijo con la añoranza de quién ha visto decaer lo que en algún momento fue un servicio modelo. Otra vez me topé con esa Venezuela que no viví, la de la Ímber y la de M. Se siente como un país de otros, no el mío.

«Es que no tengo a nadie para autorizar para que vaya a cobrarme la pensión». En esa segunda oración sí reconocí a mi Venezuela, donde a los viejos los atropellan en el Metro de Caracas y andan asustados por la calle. La Venezuela donde ellos se quedaron solos padeciendo la crisis y la burocracia que jamás imaginaron.

En ese viaje me dolió de todo: el hambre en los ojos de un niño, el señor cabizbajo que se mantenía lejos de la muchedumbre para no ser atropellado también, conocer el Metro de Caracas en su peor momento, la posible imagen de mi mamá en unos años, el pensamiento de que si M estuviese aquí quizás estaría pasando por esto, los posters educativos sobre las normas de uso del metro con estilo socialista que nadie lee, el tufo del que no tiene dinero para comprar un desodorante… Me dolió el país, y más aún la señora de ojos azules que miraba a su alrededor, quizás buscando algún rastro de ese metro de su primer viaje, uno que quizás no vuelva.

Este definitivamente ya no es el país que describía Sofía Ímber en sus memorias, ni el que me describe M en sus correos o el del metro en el año ’83. Es un país donde «no hay pasaporte nuevo» a menos que tengas 1000$ (Se lee mil dólares. Sí dólares. No, no es un error) para pagarle a alguna mano negra, uno donde la única moneda que tiene valor es el billete verde extranjero, porque el tiempo que se acumula en la edad o esperando un bus que no sabes si llegará se ha vuelto insignificante, y ni hablar del Bolívar.

Si Sofía Ímber alguna vez se imaginó un infierno, debe ser algo como esto.

Hey you,
¿nos brindas un café?