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Alejandro Varderi

Infidelidad vespertina (fragmento de novela)

“¿A qué misa vas tú?” Fue la pregunta que intempestivamente se presentó a todo color frente a Ana Cristina, mientras conducía al Embassy Suites Hotel de Campo Alegre a encontrarse con su amante. Ello, quizás, porque acababa de pasar ante la iglesia de Nuestra Señora del Carmen y el colegio Santo Tomas de Aquino, donde estudió justamente, quien le hizo la pregunta años antes de terminar en boda y permanecer “infelizmente casados”, como le gustaba repetir a Laurita, hasta el sol de hoy.

Sortariamente, su marido viajaba mucho y, podría decirse, aún en medio del drama político, la carestía de lo más básico, el hampa rampante y la demolición de la mayoría de las casas donde ella pasó la primera juventud, molestaba poco y le proporcionaba todos los caprichos con lo cual casi, casi, vivía como en los mejores tiempos de la democracia fundacional. Y en el caso del susodicho, el condominio en Miami era el lugar donde lo encontrarían sus mejores días, bien acompañado por la exiliada de turno, llegando a veces con lo puesto y unos pocos dólares arrancados al despelote nacional, o que él mismo le habría proporcionado a cambio de alguna joya luego obsequiada a la querida siguiente.

Obviamente, Ana Cristina siempre supo de los tejemanejes de una media naranja perpetuamente distraída en otros lechos, por eso cuando Troy llegó de improviso a sus días hizo a un lado el apego al deber, la fe inquebrantable en la solidez de la pareja y el altruismo ciego para perdonar los devaneos del paterfamilias, que las Hermanas de San José de Tarbes le inculcaron con las primeras letras, y se lanzó al ruedo.

De aquella primera corrida, nunca mejor dicho, hacía ya cinco años y en ese ínterin el menoscabo del país era, a todas luces, inusitado, pero los encuentros con Troy habían ido ganando intensidad y gusto. Se sentía, pues, ampliamente satisfecha, permitiéndole tal estado de ánimo bandear mejor las carencias y acostumbrarse a las deserciones de las amigas que acabaron por tirar la toalla, yéndose a otras tierras menos convulsionadas por los avatares del destino. Pero no ella porque, tal cual le reiteraba frecuentemente su nonagenaria madre, la tragedia ensañándose con esta Tierra de Gracia, desde la llegada de la revolución al poder cuatro lustros atrás, era una tormenta y como todas las tormentas pasaría. Por supuesto, la reconstrucción sería larga, difícil y compleja pero, ¿no fueron ciertamente los retos lo que le había dado su sazón a una existencia por lo demás plácida y predecible?

Indudablemente, la pregunta de Pablo Luis era la mejor evidencia del tipo de situaciones entre las cuales había crecido, aun cuando internamente supiera que estaban a punto de llegar a su fin para instalar otras muy distintas donde las salidas fraguadas durante la misa dominical, los guantecitos blancos, el carnet de baile y aquellos vestidos largos de organza, todavía almacenados en un closet de la casa materna, seguirían el camino del sujetador que las primeras feministas quemaron en hogueras públicas tan pronto aparecieron las anticonceptivas.

No ella, claro está,  religiosamente, también nunca mejor dicho, casada antes de poder lanzar al fuego el primero y madre por partida cuádruple, cuando la prosperidad setentera le dio a la naciente clase media, un lugar bajo el sol de las crecientes divisas petroleras y a la tradicional burguesía rentista sustanciosos beneficios, extraídos de terrenos, haciendas y propiedades urbanas. Algo que a ella le vino como anillo al dedo para hacerse con un pied-à-terre en Manhattan, conservado hasta el mucho menos brillante sol caribeño de hoy, fundamental en sus huidas cuando necesitaba escapar del desbarajuste patrio y revigorizar los rendez-vous con el hombre en una más amable geografía.

A late bloomer, me dice a veces Troy, entre un respiro y otro durante nuestras memorables citas. Efectivamente, tuve que esperar a mi sexta década para sentirme completa y libre finalmente, pues las anteriores fueron pasar de un padre autoritario a un marido indiferente y criar a cuatro hijos quienes, gracias a los astros, son completamente independientes y hasta me han hecho abuela, con lo cual aprovecho estas salidas para comprarles algún regalito a mis nietos. Por cierto, tengo que decirle a Troy que el próximo fin de semana no podré viajar porque es el cumpleaños del menor”.

El congestionamiento perenne de la avenida Francisco de Miranda fue providencial para permitirle a Ana Cristina llegar a tales conclusiones. Detenida en un nudo de carros, motos y peatones chequeó sus mensajes, a ver si Troy había llegado ya a la suite o si estaba como ella avanzando a paso de tortuga, pero no había dejado ninguno. Laurita sí le envió uno recordándole que mañana tenían hora en la peluquería y luego almuerzo con Carmen Luisa, quien había llegado el día anterior de Miami donde, como tantas otras amigas, se había instalado “casi definitivamente”, decía, porque aún Caracas la llamaba con el eco de sus pájaros y sus chicharras.

Alzando la vista hacia el Ávila, se evadió por unos segundos del desastre circundante y respiró hondo intentando reconocer, en el aire calentado por la hora y el monóxido de los tubos de escape, un hálito de la pureza del que envolvía el cerro, “tan necesario, no obstante, como este asfalto en cuyos huecos he perdido incontables amortiguadores”, reflexionó, imaginándose en sus paseos cotidianos por la montaña cercana a su edificio, construido sobre el mismísimo terreno donde estuvo una vez la casa de sus abuelos. Venderla en las postrimerías de aquella imperfecta, pero hoy anhelada democracia por quienes contribuyeron con sus votos a arrumarla cual si de la maltrecha arquitectura moderna caraqueña se tratara, fue ciertamente un golpe maestro. Suerte tuvieron ella y su hermano Gonzalito de contar con el asesoramiento del novio de este —un lince en eso de los bienes raíces— quien negoció la transacción, quedando para la pareja el penthouse y para ella uno de los apartamentos en el piso de abajo, además de una buena cantidad en efectivo administrada sabiamente por su hijo mayor desde las oficinas del Citigroup neoyorkino.

Manifiestamente, el esposo tenía allí cuarto propio aun cuando lo utilizara poco prefiriendo residir en habitaciones más excitantes. Pero todo fuera por aparentar ante los otros. “Un desatino, me digo a veces, porque hasta la conserje sabe que no nos aguantamos dos días seguidos. Aunque es lindo reunir a nuestros hijos en aniversarios y fiestas de guardar. De hecho Pablo Luis y yo todavía vamos juntos algunos domingos a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, que fue lo que le dije cuando me preguntó a qué misa iba la primera vez, antes de ir a almorzar a casa de mi madre.

Han pasado tantas décadas y, sin embargo, la rutina sigue idéntica a cuando estaba soltera y Pablo Luis empezó a frecuentar nuestra casa. Si bien entonces papá aún vivía e imponía el orden y las órdenes, haciéndonos casi imposible pasar un rato alejados de aquella mirada vigilante, asaltándome todavía hoy apenas cruzo el pasillo hasta el salón donde la butaca, desde donde capitaneaba nuestros destinos, sigue exactamente en el mismo lugar. Nada parece haber cambiado, salvo el cansancio que los años han ido depositando sobre muebles y objetos; testigos mudos de tantos episodios desvanecidos, pero que a veces se materializan en algún girón rescatado por el azar a la vorágine de los días”.

Un cornetazo insistente la sacó de aquellos ensimismamientos, devolviéndole la realidad del embotellamiento e inmovilizándola frente a su propio rostro visto sobre el espejo retrovisor. Aprovechó para retocar ligeramente el labial y corregir unas imperfecciones del maquillaje, mientras volvía a revisar su celular por si Troy había enviado algún mensaje. Al abrir los correos electrónicos, se encontró con uno conminándola a participar en la marcha de las “Mujeres resteadas con el 2016”, el sábado a las 10 de la mañana en la autopista Francisco Fajardo y la autopista de Prados del Este, organizada por María Corina Machado, Lilian Tintori, Patricia Ceballos y otras abanderadas de la resistencia femenina, en protesta contra la sentencia del “Tribunal Supremo de (In)justicia”, lo llamaba irónicamente Laurita, para impedir que se realice el Revocatorio contra el presidente Maduro.

“Lastimosamente, esta convocatoria no va a cambiar ni un milímetro la intransigencia gubernamental, enroscados sus representantes a la silla presidencial con más fuerza en tanto la oposición haga un mayor despliegue de la suya. Visto lo visto, algunos hasta andan pidiendo la mediación Papal pero, tal como están las cosas, ni que bajara el mismo Santísimo habría consenso, entre dos países enfrentados desde hace lustros dentro de esta nación de infortunios”.

Un motorizado zigzagueando entre los carros le dio un golpe al suyo y la miró con odio contenido mientras seguía de largo. Ana Cristina tuvo ahí una revelación, pues comprendió que los niveles de resentimiento, azuzados desde el palacio presidencial, hacían ya imposible diálogo alguno al haberse perdido el respeto hacia el otro. Si bien algunos contingentes heroicos de lado y lado, buscaban revertir esta tendencia desplegando comprensión y deseo de reconciliación, muy a pesar incluso de ellos mismos, ante el lúgubre cariz que habían tomado los acontecimientos patrios, a partir de la caída de la renta petrolera y el continuo desabastecimiento.

Con el ambiente político tan al rojo vivo y la calle hirviendo, dada la peligrosidad del hampa y de los contingentes armados por el propio gobierno, Caracas había involucionado hasta las tensiones, pugnas y belicosidades de siglos anteriores que, se pensaba, las últimas décadas del XX habrían logrado apaciguar. “Otro espejismo”, razonó ahí ella, calculando la magnitud de las pérdidas con respecto a la seguridad, el poder adquisitivo y la capacidad de conservación y restauración del mapa urbano, que hacían prácticamente épicas las salidas de casa. Ello, incuestionablemente, siempre y cuando se realizaran antes de que llegara la noche, porque entonces sí que la incertidumbre de volver vivos a casa aumentaba exponencialmente.

Ana Cristina había adoptado con sus relaciones la susodicha estrategia a fin de poder seguir poniendo un pie fuera del portal. Socializaba, pues, con luz natural únicamente y se replegaba tan pronto caía el sol. Por eso lo encuentros con Troy giraban en torno a matinés y vespertinas, haciéndolos aún más conspicuos; lo cual la tenía algo mortificada, no fuera que algún desaprensivo conocido la identificara públicamente, rompiéndose el quebradizo y ambiguo tejido que la pareja había esparcido sobre sus excelsos retozos.

Un mensaje de texto del galán le entró finalmente, donde le decía que no había podido llegar al hotel porque el menor de sus hijos estaba con una pierna rota en la Clínica Ávila, tras chocar su moto contra un auto que se dio a la fuga. Al menos al muchacho no le pasó nada grave y esperaban dar pronto con el conductor de la camioneta blindada, según informó un testigo, que vieron subir a toda velocidad por la avenida principal de la Castellana cuando rozó apenas la moto porque, de lo contrario, el joven estaría ahora en la morgue.

Ana Cristina se desvió con intención de ir a la clínica pero se contuvo, ya que la madre, hermanos y amigos cercanos estarían seguramente montando guardia frente a la puerta del cuarto. Ella, aunque se cruzaba ocasionalmente con aquella, no tenía amistad alguna, si bien había estudiado junto a Laurita en el Merici. Pero, a diferencia de esta, se había ajustado perfectamente al molde educativo, impartido por las monjas ursulinas, rechazando consecuentemente a todo aquel que hubiera osado advertirle de las infidelidades de Troy.

No que no lo sospechara, pero así evitaba reconocer abiertamente una situación, cuya única solución habría sido un divorcio al cual nunca habría consentido. Prefería mantener el estatus de dueña de casa y conyugue ejemplar, porque el de mujer descasada iba en contra de su naturaleza. Además, así conservaba su posición dentro del reducido círculo social donde se movía, habiendo casado ya a la hija con uno de los pilares del mismo. Pero Jorge, el menor, apenas empezaba la universidad y parecía destinado a seguir los pasos de su progenitor: rebelde, voluble, despreocupado y picaflor.

Ana Cristina decidió entonces hacer acopio de paciencia y poner rumbo a casa de Laurita, quien en sus elásticas tardes siempre tenía un rato para conversar con las íntimas. Esta, a diferencia de la mayoría de ellas, se encontraba venturosamente casada con quien le había resultado fiel. Y como no habían tenido hijos, vivían consagrados el uno al otro, compartiendo sus destinos sin los desasosiegos propios de tantas parejas conocidas.

Tampoco se veían obligados a convivir cual si de dos extraños se tratara, no. Laurita y su marido salían, viajaban y se divertían juntos, atrayendo hacia su entorno a damas menos afortunadas buscando un modelo a seguir o, al menos, curiosas por desentrañar el secreto de aquel éxito. Ella, críptica, recomendaba “sinceridad y diálogo” a fin de subsanar errores, malentendidos y faltas porque “errar es de humanos y arrepentirse de sabios”, agregaba con un pícaro mohín, cuando alguna amiga se desesperaba y quería lanzar su matrimonio por la borda.

La cantarina voz de Laurita se escuchó por el intercomunicador y Ana Cristina abrió la reja, sintiéndose algo agitada dado lo inesperado del suceso donde se había estatizado su tarde. Al entrar, le sorprendió un grato olor a incienso, que la amiga siempre ponía cuando se disponía a realizar sus ejercicios de yoga. Como ya había terminado, la convidó a sentarse y relajarse, mientras ponía a hervir agua para el té y traía unos minúsculos dulces sin azúcar, perfectos para acompañar el sabor algo amargo de la bebida. Repasando la sosegada decoración de la sala, Ana Cristina se tranquilizó finalmente. Aquí podía dejar atrás el drama nacional, el caos urbano; las ansiedades y miedos de no saber, no tener, no encontrar, no lograr asfixiando al país y consumiendo a la gente que, desmejorada, demacrada, enflaquecida circulaba aturdida a la espera del milagro salvador. De hecho las iglesias, y no solo aquella que fue testigo de sus intimaciones juveniles, volvían a estar llenas de feligreses pidiéndoles a vírgenes y santos una señal, conducente a disolver la interminable pesadilla donde se hallaban sumergidos todos, pese a que algunos privilegiados, entre los cuales se contaban ellas, lo tuvieran menos trágico.

“Pero ni aun así existen garantías de poder seguir manteniendo la cordura en esta situación, calificada por los entendidos desde ‘delicada’ a ‘crítica e insostenible’. Aunque, desafiando el cúmulo de fuerzas pugnando por dominar a las otras, el país continúa existiendo en un limbo o ‘funcionando por ósmosis’, como me repite continuamente Pablo Luis, a la vez que ordena y dirige, desde sus negocios hasta nuestras apariciones públicas como pareja bien avenida”.

Laurita regresó con la tetera y, mientras servía la infusión, fue enterándose del contratiempo que tenía a la amiga sentada frente a ella, en lugar de estar retozando entre las sábanas con su amante.  

—Lo importante, dadas las circunstancias, es no haber padecido algo peor. De seguro Troy te llama mañana o pasado y se resarcen de los reveses de hoy. Entre tanto, podríamos chequear la cartelera, a ver si hay alguna película aquí cerca y luego comemos.

—Me encanta que sigas haciendo planes, igual a antes de Caracas convertirse en la ciudad más peligrosa del mundo. ¿Te imaginas a dos señoras como nosotras dando vueltas por el centro comercial, porque es el único lugar donde podríamos ir, buscando un cine o un restaurante después de las siete de la noche?

—Pues con mi marido vamos mucho. No hemos dejado de salir a pesar del miedo colectivo. Si una tiene cuidado no tiene por qué pasarte nada malo.

—Querida, no te creía tan inocente. A mi hermana unos antisociales, saliendo de Plaza las Américas, casi le cercenaron el cuello intentando arrancarle un collar, de bisutería por supuesto.

—Bueno. Sola no salgo yo tampoco, pero yendo las dos los riesgos son mucho menores.

—Seguro. Así se lo ponemos más fácil a los ladrones: dos por el precio de una.

Desistiendo a abandonar la protección de aquellas paredes, las dos amigas siguieron sorbiendo té, comiendo pastelitos y dejando que la mirada correteara entre las hojas de los helechos y los pétalos de las bromelias del jardín interior. Por la claraboya, el sol inundaba de reflejos la vegetación y los objetos alrededor. Ahí Ana Cristina suspiró hondo, no tanto por las reminiscencias acumulándose manifiestamente esa tarde, sino por la particular densidad de la luz caraqueña imposible de encontrar en ningún otro paisaje.

Eran entonces estos bienaventurados episodios lo que seguía reteniéndola y dándole sentido a una cotidianeidad, si bien más amable que la de muchos, igualmente vulnerable a cataclismos y contingencias, imposibles de prever y mucho menos evitar o resolver. “Solo queda encomendarnos a santos y potencias, agarrar las llaves del carro y salir a la calle porque, de lo contrario, la vida se nos acabará yendo mientras contemplamos por la ventana el mismo panorama”.

—¿Y dónde andabas tú que te quedaste ensimismada viendo mis bromelias?

—Pensaba en la disyuntiva entre asumir riesgos o estatizarme en lo habitual y repetido.

—Ya el hecho de tener un amante habla volúmenes en cuanto a tu intención de no quedarte inmovilizada.

—Aunque en mi caso tampoco ha sido tan complicado. Con Pablo Luis de sátiro saltando por incontables camas, a lo largo de estas casi cuatro décadas de matrimonio, el terreno estaba, creo, lo suficientemente abonado. Además, de Troy no espero nada pues desde un principio me aseguró que, a pesar de lo maravilloso de lo nuestro, nunca dejaría a su mujer.

—También a él le interesa seguir manteniendo la fachada de marido ejemplar.

—Bueno, en esta ciudad pueblito donde vivimos esas cosas tienen su efecto, especialmente para los hijos y sus prospectos dentro de la resbaladiza pirámide social en la que nos afianzamos todos.

—Quizás tengas razón. Pero como nosotros no los hemos tenido, eso nos da más libertad a la hora de tomar decisiones tan serias. No que mi marido y yo estemos pensando en una separación, compréndeme; pero nunca se sabe.

—¿Y eso? A ustedes los hacía la pareja mejor avenida entre nuestras amistades.

—No me malinterpretes. Ni él ni yo tenemos motivos de queja. Muy al contrario, nos sentimos más compenetrados ahora que cuando nos casamos hace casi tanto como ustedes.

—Lo recuerdo. Él y Pablo Luis estudiaban juntos y nos rondaban a la salida de la misma iglesia.

—Tienes razón. Ni me acordaba ya de eso.

—Tampoco yo, hasta esta tarde cuando pasé frente a la de Campo Alegre y, de repente, volvió a materializarse ante mí aquel pretérito, entonces considerado por mí como perfecto, desde la inexperiencia de mis quince años.

—¡Quince años teníamos! Éramos casi unas niñas.

—Y así de ignorantes nos habían mantenido nuestros mayores, pensando que la mujer debía llegar inocente al matrimonio para mantener al marido satisfecho.

—Lógico, así él no se sentiría inseguro ni intimidado, porque no habríamos tenido la oportunidad de comparar.

—Cierto. Ahora que estoy con Troy me doy cuenta de que Pablo Luis fue desde el principio un pésimo amante.

—Afortunadamente, yo no tengo quejas en ese apartado.

—Pero tú eres la excepción, Laurita. Ninguna de las amigas de aquellos años podemos decir lo mismo. Por cierto, aprovechando que está de regreso Carmen Luisa, voy a organizar una reunión en casa con las amigas de entonces.

— Divino querida, ya sabes que a mí me encanta verlas a todas, además, así nos ponemos al día.

—Y criticamos a quienes haya que criticar.

—Pero bueno, dejémonos de tonterías y al grano: ¿vamos o no vamos al cine?

—Sí, vamos.

—En Paseo las Mercedes ponen la última de Woody Allen.

—¿Cafe Society? Hace días que tenía ganas de verla.

—Pues tan pronto nos acabemos este té salimos.

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