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Met Terracotta lekythos
Photo: The Metropolitan Museum of Art, Terracotta lekythos (oil flask), Gift of Norbert Schimmel Trust, 1989

In Memoriam

Lupita ha muerto. Siete años sin vernos, sin hablarnos, y el virus acabó con ella de un zarpazo, sin despedidas. Mi prima Lupita, la escritora de ficción – ¿qué no es ficción hoy en día?- mi tierna compañera de dislocada pubertad, de familia desclasada, que nació para ser estrella, tan amiga del glamour. Una desconocida me dio la noticia cuando acabé mi clase en la universidad. Había ido a hablar de pothos, la palabra griega para la pulsión que los vivos sienten de abrazar a quienes acaban de morir. Lupita había fallecido en un hospital de Madrid, me dijo. Cuando te alejas de alguien dejas de saber y empieza un deterioro del presente de esa persona, y un avivamiento del pasado, sostenido por recuerdos. Hasta que te enteras de algo nuevo que le ha ocurrido a esa misma persona, y la memoria da un tumbo, pero es un tumbo de recuerdos porque ya no hay presente; es imposible encajar el presente en una momia.

Pese a todas las distancias que nos separaban, quise ir a Madrid al día siguiente. Pero la muerte arrasaba con todo y el virus canceló vuelos y funerales; se instauró el confinamiento…todo quedó en suspenso allí, y enseguida aquí, en Nueva York, dónde ni sospechábamos lo que se nos venía encima. Di mi charla sobre pothos, ¿mi última charla?, y sentí el doloroso deseo de abrazar y estrechar a mi querida Lupita, porque el corazón se me había quedado suspendido como una voluta de humo apenas esbozada por el aliento.

Llamé a la madre de Lupita, a mi tía Amalia, quien, a sus ochenta y muchos años rige perfectamente. Con humor ciertamente negro, Amalia enseguida me reveló que estaba al tanto de nuestro alejamiento. Simpática, me espetó:

-Pero hija, Sara, !qué ilusión escucharte! Pero dime, ¿tu no te habías muerto?

Pues sí. Un poco sí. Pero estoy acostumbrada a tomar las cosas como vienen. Hacía años que Lupita y yo habíamos dejado de estar en contacto. Fue un declive suave, una deriva lenta. Yo me di cuenta y lo acepté sin dramatismos, pero ella parece que no. Dejé de dar señales de vida, pero ella ni siquiera lo advirtió. Nunca sabré si en realidad prefería enfadarse rencorosamente para sacar inspiración y escribir sus novelas; porque a ella le ponía enfadarse y dramatizar; era como la Tosca de Puccini: generosa, pero con mucha letra pequeña. Quizás se lo tomó como la quiebra de un supuesto pacto ancestral, de un pacto artúrico que supuestamente nos unía…de un pacto cuyas cláusulas se ha llevado a la tumba, porque solo ella las conocía ya que, seguramente, fue ella quien se las inventó. Tal vez me distanciara de ella porque se apropiaba de episodios de nuestra vida en común -y también de la mía privada, que yo le contaba- para escribir sus novelas. Lupita me devoraba lentamente, me parasitaba, y, como tantos escritores, era una depredadora nata. Mi rol con ella fue ajustándose hasta que me convertí en una sicofanta más -una Gibson girl- de entre muchas que la adoraban y le hacían la ola. Hasta que la historia de amor se me acabó y no quise seguir siendo una camarera. Porque una no quiere ser eso si no le pagan, me duele decirlo con tan pocas palabras, pero lo tengo claro. Eso es otro tipo de relación, no una amistad.

Lupita ha muerto sin funerales ni alharacas, lejos de los tanatorios. Hoy la recuerdo en esta columna para endulzar el amargo pothos que me atenaza, y deposito simbólicamente en su tumba, como era costumbre entre los atenienses hace veinticinco siglos, un lekytos lleno de aceite para el viaje. Los vivos sabemos que nuestro mundo también ha acabado, pero nos llevará tiempo hacer el inventario de lo que quedó definitivamente atrás. Y no creo que lleguemos a descansar en paz después de la pandemia.


Photo: The Metropolitan Museum of Art, Terracotta lekythos (oil flask), Gift of Norbert Schimmel Trust, 1989

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