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Sergio Marentes
Photo Credits: shanelevi ©

Imaginar salvó más especímenes que las vacunas y la oración

Entre las tantas cosas que hago, debo contar, paradójicamente, las que no hago. Por ejemplo, una de ellas, y quizá la que más, es cantinflear, o por qué no, robarle tinta a los que sí escriben buenos poemas o los que sí terminan de escribir sus novelas sean buenas o no, y hasta estorbarle al estado y al mundo con mi improductividad, que no es otra cosa que mi traición al todopoderoso padre capitalismo. Y lo digo porque entre las tantas cosas que hago también hay que contar, paradójicamente, las que nunca haré, como ser un jeque árabe que invierte una pequeña y casi invisible parte de su fortuna en un jugador de fútbol que es más artículo publicitario que deportista, y con la que se podría sacar del hambre a un país entero del África o pagar la deuda externa de un país del tercer mundo, por ejemplo, a Colombia, o dedicarme a la venta de mis libros, que de paso es la venta de mí mismo, es decir, a malvenderme para que mis libros paguen la desvergüenza, o hasta ser un criador de renos en Laponia y, ya entrado en gastos, un ayudante de papá Noel o, simplemente, un anónimo empacador de regalos para niños inexistentes.

Aclaro que todo lo anterior es, además de lo que usted, desconocido lector, decida, una falacia del tamaño de un dios adulto. Y lo digo porque lo siguiente tiene la importancia de un evangelio canónico y hasta la de un poema bien hecho o, mejor todavía, la de uno desaparecido a tiempo. Fui contactado por un millonario del medio oriente para ser parte de su equipo de estrellas literarias con la promesa de recibir en mi cuenta bancaria una cifra que no suma sino Vargas Llosa, pero a lo largo de toda su vida, eso sí, sin contar el descalabro luego de la campaña política de finales del veinte. Entre lo que se me ofreció hay una cláusula simple. En caso de firmar no podría librarme del misil nuclear dirigido a alguna de las tantas ciudades de Latinoamérica que habito regularmente. Se trata de firmar y tener en claro dos cosas: una sería mentir sobre mi ubicación para hacer que el proyectil falle en caso de mi incumplimiento; y la otra, no mentir, para que, en caso de la detonación, pague quien tenga que pagar por bordear las márgenes de la ley. Como sea, si firmo, estaré vendiendo mi alma al diablo.

Aunque la solución es una de las que más uso: firmar con mi autógrafo. En ese caso, quien morirá será el escritor y no el ciudadano. De paso me parecería lo más justo, pero lo consultaré con mis abogados. No todos los días las pesadillas se convierten en realidad.


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