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Ideología y máscara

CARACAS: El cocuy hace camino desde la garganta hasta las venas, desde las venas hasta las piernas, desde las piernas hasta la salida de La Patana. ¿Quién fue el genio que se ideó que a la salida del Celarg, en medio de la Av. Luis Roche, un bar de sujetos como él tendría éxito? Incluso protegida por una institución del Estado –de mi Estado, pensaba–, proselitista en sus exposiciones teatrales y cultural en su propaganda, había sido escéptico en un principio de su locación. Altamira, el famoso hacendado de Santos Luzardo es ahora la urbanización más nombrada del este de Caracas. Tanto fiestas de inmensa apreciación como de reproches complejos han tomado lugar en su plaza majestuosa (¿en qué otro país se dan enfrentamientos políticos y ferias escolares y literarias, en el mismo lugar?). ¿Un lugar para nosotros en medio de los sifrinos y la burguesía?, se había preguntado en un inicio. Y sin embargo, ahí estaba, atragantándose con alcohol y música de trova.

Un bar de sujetos como él…, ¿qué tan cierto es eso? Si fueses a juzgarlo por la ideología que profesa o por su vestimenta –pantalones abombados, pulseritas tribales, clinejas incontables–, tal vez sería este un punto certero. (Si fueses a juzgarlo superficialmente, quiero decir.) Porque detrás de los poemas izquierdistas que recita de memoria y las justificaciones que hace a los militares cuando asfixian al estudiantado en sus manifestaciones, esconde una cualidad que se niega a reconocer. Sabe que quienes son realmente como él no pueden estar entre las amistades con quienes se ha criado: hombres de pura cepa, artistas que solo se conmueven por las victorias de la revolución y las piernas de una revolucionaria (quien, por los cabellos de Engels, puede todavía no saber que es una revolucionaria). En este país de hombres armados y barbudos, quien no sigue el colectivo queda desnudo con sus miedos.

Ya fuera de la Patana, impotente ante los faros que iluminan la avenida, camina en dirección a la plaza para adentrarse en la estación del metro. Sonríe, agitando su cuerpo junto al temblor de sus piernas, pensando que ha sido una buena noche, llena de buena gente, de bella gente (cosa totalmente justificada: ¿no fue Aristóteles quien dijo que las cualidades son equivalentes?). Sí, ha sido una gran noche llena de sonrisas amplias, miradas penetrantes y abrazos cálidos, calientes…

¿Qué coño es esto?, se pregunta al ver una serie de afiches a su izquierda. Mujeres desnudas que no le causan la menor alteración e imágenes abstractas saltan directamente a su vista, pero las echa rápidamente a un lado para fijarse en un póster particular. Mostrando la imagen de un sujeto azul con cabello rosado, es publicidad para el Ciclo de Cine de la Sexodiversidad que se dio en el Celarg en el mes de junio. Hace ya demasiado tiempo para ser importante o inspirar conciencia –hace ya demasiado tiempo en teoría.

Por más apoyo que le dé su partido de preferencia a tal “fenómeno,” él no está convencido. Juzgando por previos comentarios de su cuestionado presidente y más apoyadores suyos, considera que tal apoyo es solo una jugada política, un acto de astucia de la revolución. ¡Y cuánto lo hace rabiar! Harto de las máscaras, se ha visto forzado a ser una de cuerpo completo. ¿Y hasta qué punto –le gustaría preguntarse– somos el disfraz que caracteriza la persona?

Así, furibundo sin querer comprender el porqué, saca de sus pantalones un marcador indeleble (uno nunca sabe cuándo se requiere hacer arte) y decide dejar un mensaje bien claro sobre el póster. “El culo es pa’ cagar,” (sic) escribe claramente, repitiendo las palabras de rabia que gritan sus amigos cada vez que ven a alguien realmente como él cuando entra a la Patana. Y sigue su camino hacia la estación, con su cabeza abrumada de risas masculinas y retozos atractivos.

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