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paola maita
Photo by: ismael villafranco ©

Ida sin retorno

Las veces que me he planteado la posibilidad de volver a Venezuela, únicamente la imagino bajo una razón crítica e inminente sobre la que yo tengo poco o nada de control.

Ciertamente, la pandemia de la COVID-19 nos ha demostrado que muchísimas cosas nos pueden exceder en un suspiro. Sin embargo, en 2019 también imaginaba mi regreso de esta manera accidentada y urgida. Poco tenía que ver con un viaje de placer o de reencuentro. 

Esta imagen catastrófica no viene de haber tenido una mala vida en Venezuela. Las nubes donde almaceno mis fotos desde hace años insisten en recordarme que alguna vez fui feliz allí. WhatsApp me recuerda que mi familia sigue allí. Cuando pienso en alguno de los libros que sé que están en mi biblioteca de allá, vuelvo a pensar en esa parte de mí que existió hace un par de años. Aunque intente imaginarme volviendo a esos sitios, aunque sea por la mera ficción que nos permite la nostalgia de creer que es posible volver a los lugares para revivir una emoción, una gran parte de mí insiste en convencerse de que eso ya no es posible. A Venezuela solo vuelvo por una emergencia, digo en el fondo de mis pensamientos. 

En ese mismo rincón, descubro frases pronunciadas por otras personas, que alguna vez me aconsejaron que no hay que decir de esta agua no beberé, porque la lengua es el castigo del cuerpo. Estas dos frases proféticas del poder de la palabra me llevan al lugar desde el cual miro las historias de los otros, de aquellos que conozco que tienen más años que yo en esto de haber migrado. 

Intento rescatar las historias de algunos migrantes de mi infancia. Mi profesora argentina de ballet, mis profesoras nigeriana, trinitaria, colombiana y británica de inglés, los abuelos italianos de algún amigo del colegio, el papá alemán de una amiga… Sé que algunos de ellos murieron en Venezuela, sin querer dejar el país que les había adoptado a pesar de que las circunstancias pudiesen impulsarles a hacer lo contrario. De otros, la mayoría de ellos, no tengo idea si volvieron a sus países para vivir, de vacaciones o si se quedaron soñando con un regreso que nunca les llegó.

 


 

La abuela de V. tiene 91 años. Con esa edad, está migrando por segunda vez en su vida. Ha regresado a España, su país de origen. Basta con escucharla un rato para darse cuenta de que este fue un regreso casi obligado. Ella había venido muchísimas veces a visitar su familia, pero jamás consideró volver a vivir aquí. Sin embargo, a mediados del 2019, la vida le hizo volver en términos negociados por otros.

Sabe que aquí está bien, el bien que se dice para explicar que alguien tiene las condiciones de vida mínimas necesarias. Sin embargo, cuando habla de Caracas y de su casa allí, es imposible no notar que las extraña. A ella, que no quería volver a vivir aquí, le tocó hacerlo por una situación sobrevenida. 

La veo y me da miedo pensar en que me pase lo mismo: tener que regresar sin quererlo. También pienso en Marjane Satrapi, cuando en Persépolis cuenta que después de 4 años volvió a Teherán, y no reconocía nada. Sus padres, la ciudad, las amigas que tenía allí… Nada de eso resonaba con ella. A su vez, a ella tampoco la reconocían. Se cuestionaba el por qué había llegado a tener amistad con aquellas chicas que ahora le parecía que no tenían nada que ver con ella. Su madre la trataba como la adulta en la que se había convertido, y eso para ella también era extraño. Volvió a una ciudad que ya no era la misma, ni ella tampoco lo era.

 


 

Amanecí una mañana escuchando la combinación del sonido de una suave lluvia mediterránea con el ruido de la ducha que S. tomaba. Esta mezcla me hizo pensar que estaba acostada en mi cama de Venezuela y que caía un torrencial aguacero tropical.

En este estado de entresueño, volví por un momento a la habitación que me vio dormir durante tantos años. Pensé que mi vida en España había sido un sueño, que me despertaría con el olor de las arepas y con el uniforme del colegio colgado en la puerta. 

No sé si ese instante cuente como un regreso. Fue tan corto, que ni siquiera me dio tiempo de cuestionarme cómo me sentía. Es lo más cercano a un regreso que he tenido en 3 años. 

He regresado sin volver y ese es el único regreso que puedo concebir en este momento.


Photo by: ismael villafranco ©

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