Inesperadamente, somos Ícaro y Völund.
Según consta en un poema de la Edda mayor, Völund fue un joven herrero que se enamoró de una blanca valquiria en el norte de Germania. Vivió con ella siete años hasta que un día ella y sus dos amigas –que se habían casado con los hermanos de Völund– desaparecieron sin dar explicaciones. Los dos hermanos del herrero salieron a buscar a las mujeres exóticas. Völund, en cambio, se quedó en su taller preparando setecientos anillos de oro para cuando su mujer volviera.
El rey sueco Nudid se enteró del suceso y robó la inesperada espada y las esplendentes joyas de Völund. Luego envió a sus soldados a apresar a Völund. El rey lo abandonó en una isla presuntamente de hielo. En la isla, el salvaje Völund se dedicó a forjar anillos futuros.
Dos hijos del rey Nudid le pidieron que les dejara contemplar las joyas. Völund no se negó y los mató con la velocidad de su espada esplendente. El rey Nudid no supo que Völund había hecho copas con las cabezas de los chicos y gemas con los dientes. El herrero sirvió un banquete con los utensillos que ocultaban el ardid siniestro.
La hija del rey le pidió que le repare un anillo. Völund aceptó el encargo con interés. Pero engañó a la joven aspirante a reina y la durmió con una bebida venenosa, la violó y la descuartizó.
Pronto, Völund, hábil artesano, preparó unas alas en el taller improvisado y huyó volando de las garras del rey. No hubo sol ni astro que lo detuviera.
El destino de las frágiles alas creadas fue distinto en el caso de Ícaro. Unos mil quinientos años antes de la huida del agraciado Völund, el rey Minos, famoso por su codicia, le encargó al arquitecto Dédalo que construyera un palacio y, en el interior del palacio, un laberinto en el centro de la isla de Creta.
Dédalo le preguntó para qué era el laberinto. Minos ocultó el propósito, al principio, y le pidió que obedezca sin preguntar nada. Cuando el palacio y el laberinto estuvieron terminados, el artero Minos le confesó que el objetivo del laberinto era que el minotauro fervoroso devorara a los humanos inocentes que intentaran entrar a su palacio. Dédalo y su hijo Ícaro se horrorizaron y le pidieron al rey que los dejara ir. El arquitecto no quería ser responsable de ese espacio espantoso. El rey se negó. Les dijo que ellos eran los únicos que conocían el secreto del laberinto y que nadie debía enterarse. Los obligó a vivir en el palacio hasta el día de su muerte. Dédalo y su hijo Ícaro fueron recluidos en la torre más alta.
Con los días, el ingenioso Dédalo pergeñó un minucioso plan para huir. Preparó con esmero unas alas para él y para su hijo. Con una destreza sutil y lenta, el padre colocó las alas en la espalda tímida de Ícaro. Luego subieron a la ventana de la celda y se elevaron en el cielo de la Hélade. A pesar del consejo certero de su padre, Ícaro, entusiasmado, alzó su cuerpo liviano y feliz y se acercó a los rayos funestos del sol. El final fue previsible. La caída no se detuvo. Las plumas invisibles y el cuerpo invisible se ahogaron en el océano turquesa y cruel.
No deja de ser curiosa la coincidencia en la invención de las alas. Aunque el destino de Ícaro y Völund es diferente, ambos fueron confinados en una isla y ambos coinciden en escapar del encierro mediante la construcción de unas alas. Es poco probable que Leonardo Da Vinci hubiera leído estas historias pero no tuvo menos interés que los anteriores personajes en la posibilidad del vuelo como medio de sublimación.
Es evidente que el vuelo ha sido una utopía temprana. Las meras alas livianas no han resultado ser suficientes para cumplir con el deseo de volar pero la vista desde el cielo, subidos en un avión o montados en un parapente, permite divisar el casco de una ciudad y elaborar una teoría del mundo desde el aire.
En el placer o en el deseo de ser dioses o pájaros disfrutamos de la panorámica del mundo como si fuéramos el férreo Völund en el vuelo final o el desprevenido Ícaro en el instante previo a la caída.
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