Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
paola maita
Photo by: Marketa ©

Hyggelig (II)

Yo la pasé muy mal en mi primer año aquí.

Estábamos comiendo con los padres de S., mientras hablábamos de las dificultades que cada quien puede enfrentar en su primer año como migrante. En el caso de nosotros cuatro, vivimos ese tiempo juntos. Llegamos casi a la vez, con pocos meses de diferencia. Aunque mis suegros venían más a menudo a España, aquel viaje se transformó en la venida definitiva.

Sin importar que no viviese sola, jamás he sentido tanta soledad como en ese primer año aquí. Esa sensación, que venía de un lugar de desamparo y de sentirme perdida en el mundo que me rodeaba, me costó mucho quitármela del cuerpo. Llegué a creer que jamás me volvería a sentir en casa y en familia como lo hice en los últimos años que viví en Venezuela. Estaba profundamente molesta de sospechar que aquella sensación de familia que pasé tanto tiempo esperando sentir, jamás la tendría de nuevo.

Esa cercanía y libertad de ser auténtica que sentí muy puntualmente con mi familia sanguínea, la tuve de manera continuada en Valencia, mientras estudiaba Psicología. En los últimos 5 años que viví allí, tuve la fortuna de sentir que los amigos que hacía se convertían en relaciones estrechas y profundas que durarían muchísimo tiempo. Después de creer que habría encontrado mi lugar en el mundo, decidí migrar… Y me sentí más foránea que nunca.

A medida que pasaba el tiempo aquí en España, iba conociendo más gente, pero me seguía sintiendo igual de sola. No hay mayor soledad que la que se siente cuando otros te rodean. Ves al otro a un palmo de distancia y sin embargo lo sientes a años luz.

En los momentos más oscuros, llegué a pensar que esa sensación se quedaría conmigo para siempre. Muy dramáticamente, pensé que la sensación de familia me había tocado una sola vez en la vida.


Alguien alguna vez me dijo que cuesta mucho hacer amistades con los catalanes, pero que el día que un catalán te llama amigo, es porque es de verdad y que probablemente durará mucho tiempo.

Recordé esa lección el día que E. me invitó a su boda. Por un lado, es cierto que después de todo lo que hemos vivido y nos hemos contado, no debí haberme sorprendido. Por otro, soy consciente de que las relaciones son asimétricas. Para mí, el hecho que yo sienta a algunas personas de mi vida en Cataluña como parte de esa familia que llevo años construyendo con mis amistades, y que me ha tocado reformar con la distancia, no quiere decir que ellos tengan que sentir lo mismo.

Contra toda mi lógica de las relaciones, allí estaba compartiendo con E. uno de los momentos más importantes de su vida. En esa boda, que podría haber sido una más de las tantas a las que he ido, sentí que esa sensación de soledad que tuve tan pegada en el cuerpo durante todo el primer año que viví en España, pertenecía a otra vida. Volvía a tener algo parecido a aquello que en algún momento tuve en Valencia.


Photo by: Marketa ©

Hey you,
¿nos brindas un café?