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Humos de rata

“Fumar es un placer, sensual, genial…”

Félix Garzo y Juan Viladomat

Tienes que ponerte alegre con whisky y ron. Es desesperante encontrarte cada instante y enfrentar en los ojos el deshacer de los sueños, despertar a las cuatro de la mañana antes de que el despertador comience a gritar. Sí, ¿cómo no?, verte en la oscuridad, porque la oscuridad es un espejo y el más preciso, calca a la perfección la melancólica mueca con la que saludas el nuevo día. El problema es que intentas dormir, lo único que parece adecuado para hacer, al parecer. Me concentro en dormir, incluso de cualquier manera como diría Ferdinand Bardamu en New York. Nunca consigo dormir, Cioran tenía razón al decir que el día y la noche son lo mismo a pesar de un cambio de luz; con el insomnio las obsesiones no descansan, ahora endiento En las Cimas de la Desesperación. Me despierto y como no puedo dormir pienso por lo menos en tres formas de quitarme la vida, ¿qué tal el juego de química de mi hermano?, ¿por qué no lanzarme a las vías del Metro?, no, me parece que no, muchos lo han hecho; tal vez vaya a un mercado y pregunte por el veneno de rata más costoso: “Pero ¿sirve con ratas grandes?”, mintiendo. Por eso son buenos el whisky y el ron, te van a entregar aquellos fugaces momentos de alegría que te permiten vivir por unas horas, a veces solo media hora; también los cigarrillos, whisky, ron y cigarrillos, una alegría volátil, un perfume con mal aliento.

Eran alrededor de las diez de la mañana cuando comencé a beber, me sentía particularmente triste aquel día, no paraba de pensar en una mujer, me miraba en el espejo y subía con mucha velocidad los ojos desde el rostro al cabello para peinarme porque no me gusta verme la piel; en cualquier lugar que me sentaba siempre estaba temblándome alguna de las piernas, se turnaban, la izquierda por lo general parecía más asustada, a veces se quedaba atrás y le dejaba todo el trabajo al pie derecho, mi pierna izquierda estaba loca. En el bus siempre al encuentro de una ventanilla vacía y esperando que nadie se me hiciera al lado, cuando alguien se sentaba junto a mí, abría mi morral y comenzaba a leer un libro, esa mañana fue Adiós a las Armas, y yo no estaba tan enamorado de Catherine Barkley como Frederick Henry, eran mediados de La Gran Guerra y Henry veía llover por la ventana del hospital y también como el viento arrastraba la niebla sobre una de las plazas de Milán. Todo me sonaba mejor cuando tenía un libro en las manos. Yo deseaba con desesperación haber conocido a Henry Miller, a Hemingway, a T. S. Eliot en París durante la década del 20, también conversar con Mark Twain junto al Mississippi, ser un fantasma de Charles Dickens, el Gato de Poe, besar a una mujer que se parezca a un poema de Neruda,  fumar al ritmo de Cortázar y besar a Pizarnik si me lo permitía, aunque no creo, ella siempre fue muy difícil; ganarle bebiendo a Bukowski y sentarme con una buena copa de tinto italiano junto a John Fante, jugar a la ruleta con Dostoievski; pero sobre todo, sin que se me vaya a pasar, conocer a Céline de cualquier manera, por ahí debí haber empezado, conocer a Céline primero que a todos, verlo trabajar en el gran mesón mientras un gato zigzaguea entre sus piernas, yo con un cigarrillo en la mano pero sentado muy lejos de él, porque le fastidia el humo. Yo los veo a todos, grandes talentos, locos, viciosos, quería ser su amigo, los imaginaba sentados en las escalas del jardín de mi casa conversando y burlándose de todo, veía a Bukowski gritando desde adentro: “No me voy a aguantar ese puto frío”. También Céline estaría adentro porque no le gusta el campo y prefiere sentarse cómodamente junto a la chimenea. Pero los libros se debilitaban en mí, se deslizaban y a veces me aburrían, poco a poco podía sentir como la literatura dejaba de funcionar; aquel día, si no hubiese sido por el whisky y los cigarrillos, es probable que me hubiese puesto a hacer experimentos con el juego de química de mi hermano.

Cada cuatro o cinco minutos pedía un trago de whisky a la mesera, una mesera con enormes senos, no sé por qué los bares tienen meseras con grandes senos, supongo porque las copas se ven mejor sobre la bandeja delante de una par de senos, te ponen sediento, te obligan a pedir más tragos. Escuchaba la música del bar, no me gustaba la mayoría de las canciones, pero se estaba bien en ese bar, sobre todo cuando ya te encuentras bebido, soportar a otros es más llevadero, el problema es que ellos te aprendan a soportar a ti, cosa que no suele pasar. Se me hace muy difícil conservar a alguien cerca, con el tiempo todos se aburren de mí, no los culpo, no soy adecuado para nadie, no hago bien a nadie, para empezar a mí mismo, y ¿qué bien se puede hacer cuando cada vez que te levantas de la cama piensas en una nueva estrategia para morir? Querer a un suicida es una pérdida de tiempo, no conduce más que a un afecto cruel y tortuoso. En todo caso me sentía bien en el bar. Una pelirroja se había interesado en escuchar sobre un libro del que le hablaba, yo no quería hablar de libros, pero es bueno que te escuchen, es agradable que los papeles se inviertan.

Hubo un instante en que dejamos de hablar. Fui caminando con un cigarrillo en la mano y me senté junto a una ventana. Botaba el humo a borbotones, salía de mi boca como coágulos de sangre gris, perfectos, se desplazaban en el aire, ya no había aire ni oxígeno, todo era humo, aquella partitura azulada que provenía desde lo más mugriento de mis pulmones, invadía todo, mí humo se hacía dueño de lo que parecía conveniente hacerse dueño, se apoderó de cada cosa que se cruzaba en su camino. La pelirroja al acercarse a mí de nuevo, se encontró con una muralla de humo, una gruesa pared que intentó abatir con las manos, pero no se deshizo, mi humo es impenetrable, es poderoso, viene desde mi interior, desde el cáncer mismo de mi alma, porque en mi alma no hay oxígeno, no hay vientos cálidos, no hay sotavento ni barlovento, no vienen aquellas cadenas heladas de la Antártida que suben por la Patagonia, en mí no hay ventiladores, ni susurros cálidos en los oídos, no se puede encontrar en mí ningún viento, solo hay humo, humo, humo, humo, más humo, por todas partes, humo, soy chimenea más que hombre, mis dedos huelen a carbón frío, la boca con un tono amargo, los ojos rojos de tanto humo, los pulmones hechos una miseria de tanto humo, las ideas cansadas de tanto humo, la circulación atrofiada por tanto humo. Humo, humo, la pelirroja no podía con mi humo y trató de sentarse cerca de mí pero no mucho, tenía intención de escucharme, pero yo no le iba a hablar, me miraba e intentaba que el manto gris que envolvía nuestro mundo no le afectara los ojos, se encontraban muy rojos. Un pequeño retazo de mi preciado humo se escabulló por la ventana del bar, es un humo muy rebelde, cuando sale de mi boca no tengo el menor control sobre él, de hecho cuando entra en mí, arrasa con todo, mi garganta, la barriga, la espalda, la piel, la circulación, la cabeza, los dientes, dedos, movimientos; es un humo devastador, no sé qué haría sin él.

Reduje mis ojos a lo que quedaba del cigarrillo, una pequeña colita de cenizas que se consumía lentamente entre mis dedos. Lo miré, lo admiré, me fasciné con él. Como fumo cigarrillos sin filtro, se puede ver como el humo se escapa por ambos extremos, un humo liso de un tono grisáceo, sensual, muy distinto al humo que expulso por boca y nariz, un humo sucio, sin gracia, una cosa enorme e invasora que llega indiscriminadamente a cualquier lugar. El humo que mi cigarrillo emana sin la necesidad de que lo fume, es un humo preciso, se mueve seductoramente, dobla la espalda y se menea entre los brazos, circula en cada rostro, amaga en las ventanas y se devuelve girando, es maravilloso verlo, siento a veces, en medio de mis tragos que me enamoro de él, que me hace falta y me doy cuenta que no me puedo cansar de fumar, además, cualquier cosa que me pueda aproximar a la muerte, se me hace muy interesante.

La pelirroja me sacó de mis grises y asfixiantes meditaciones.

– ¿Estás leyendo el cigarrillo?

– Sí – contesté sin mirarla.

– Y ¿qué dice?

– No mucho, es muy callado, no se interesa en decirme nada. Trato de entenderlo, no es fácil.

– ¿Qué entiendes?

– Poco, pero hay algo evidente –. Me quedé callado por un segundo, meditaba. – Creo que las mejores escuelas de danza deberían pedirle asesoría a un cigarrillo para refinar su arte, o por lo menos dar cátedra en humo.

La pelirroja no contestó, me miraba en silencio. Poco después se levantó, cruzó el bar y trajo un cigarrillo para ella. Lo encendió. La miré fumar, no me gustaba la manera en que fumaba, casi fumaba por fumar, le faltaba talento, estilo, sin estilo no hay nada, se necesita del estilo, es importante para desarrollar cualquier actividad. De alguna forma me entretuve al verla fumar, era buena la forma en que lo intentaba. Le tengo un gran amor al cigarrillo, considero que el mejor cigarrillo del día, es el primero, en especial cuando se está caminando, lo sientes en tus piernas y dedos, es preciso el mareo, muy agradable, realmente es como si no te importara nada, en lo más mínimo. Se está bien con el primer cigarrillo del día, es el que vale la pena ser fumado; los otros son los que te destruyen la garganta.

La pelirroja me hizo un comentario.

– Leí en un artículo que los cigarrillos se debían apagar con dignidad.

– Y ¿cuál es esa forma? – pregunté.

– La forma en que un hombre apaga un cigarrillo es la misma manera en que trata a una mujer.

– ¿De verdad?

– Eso decía el artículo.

– ¿Cómo se debe tratar a una mujer? – pregunté mientras le daba otra calada al cigarrillo.

– Por ejemplo como a las mujeres, el cigarrillo no se debe apagar pisado, se le debe dar un funeral digno. Hay que apagar el cigarrillo antes de tirarlo al piso, no se puede dejar que se consuma solo.

– ¿Por qué?

– No recuerdo, hablaba mucho sobre la dignidad.

No nos dijimos nada por unos instantes. Yo disfrutaba de la música del bar y del cigarrillo. Luego la pelirroja preguntó:

– ¿Cuánto has bebido?

– Lo suficiente – respondí.

– Se te ve la cara roja.

– Soy mitad demonio mitad comunista. ¿Qué te parece eso?

No contestó, simplemente se limitó a sonreír. Un instante después la pelirroja se levantó de su asiento y regresó al lugar del bar en donde había estado toda la mañana. Fumé otros dos cigarrillos y pedí otro whisky. La mesera me lo puso sobre la mesa, vi como movía las nalgas al alejarse. No me quedaba nada por hacer, ya lo sentía, el valor y las alegrías del whisky y los cigarrillos se me iban a pasar, era inevitable, mi destino se encaminaba a llevarme otra vez a sufrir, a moverme por la calle sin sueños, con ilusiones en el piso, no encontraba mis ánimos en ninguna parte, me iba a tocar enfrentar el mundo con las emociones tibias y las decisiones verdes. No tengo escapatoria. Pagué la cuenta en el bar y me fui a la calle, solo, por completo.

Me recosté contra un semáforo y fumé dos cigarrillos. Vi como el humo se perdía con mayor facilidad al aire libre donde no era el jefe, mi humo no tenía poder bajo el cielo, no era más que una masa gris que se deshacía con facilidad. Me sentí deprimido y cuando fui a apagar el cigarrillo recordé lo que me dijo la pelirroja, entonces destruí la braza contra el poste del semáforo. Seguí caminando.

En medio de una calle sin árboles vi cómo se me fue al piso el valor, me sentí lleno de miedo, destruido. Encendí otro cigarrillo, me la pasé escupiendo en canecas de basura mientras caminaba. Me encontré con un almacén. Tirando el cigarrillo al piso, dejando que se consumiera solo, entré en el almacén y dije:

– Déme el veneno de rata más fuerte que tenga.

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