a Luis Díaz, por su kiosco
¿Qué es lo que nos hace humanos? No hay –no puede haber– una esencia. Pero tenemos un fin común, un fin impostergable: la muerte. Y también tenemos una posibilidad común, un deseo finito y fugaz: la felicidad. Hay hombres que no quieren ser felices. Pero alguna vez quisieron serlo, aunque sea por una milésima de segundo –como un estallido inútil– y aspiraron a esa forma evanescente de la vida. Por tanto, tenemos dos formas, dos fines comunes, generales: muerte y felicidad. ¿Muerte y felicidad son lo mismo? No. La muerte no es buscada –salvo en el caso de los suicidas– y la felicidad es un propósito, un deseo inútil que nos asalta y que se pierde aunque no lo queramos. Sin embargo, muerte y felicidad funcionan como hilos insoslayables y constantes, deshilachados, en la trama de la existencia.
Muerte y felicidad nos definen pero no como cáscaras de una esencia sino como aspectos inevitables (en el sentido del tiempo), como búsqueda y como thelos, como propósito y como límite. En ambos casos, el demiurgo que mueve los hilos es el tiempo. El tiempo, como un supremo maestro, controla el sentido de la existencia. El tiempo corta y controla la felicidad. ¿Cuánto dura? ¿Cuánto puede durar la existencia? Nada. Apenas una brisa lúcida o irracional, apenas un instante de nada, un vértigo que llega y se va, un viento que acaricia.
El tiempo determina la felicidad y la muerte. Somos mortales porque estamos hechos de tiempo. Somos felices porque estamos hechos de tiempo. La poesía es tiempo y arde, escribe Octavio Paz. La vida es tiempo y arde. La felicidad es tiempo y se va para siempre: Nadie puede bañarse dos veces en la misma felicidad.
¿Qué tienen en común el dueño de un kiosco y un rico empresario? Muerte y felicidad. Nada los separa. Nada los divide. Son eso, nada más, ninguna otra brisa vana los roza de igual con sus dedos gráciles y ufanos. Somos fugaces. Esa pestaña que nos agita y nos mueve es nuestro límite y nuestro fin. Si pudiéramos mirar detrás de los velos, más allá de los prejuicios, veríamos que no hay otra cosa que gloria efímera y pérdida inexorable, una rosa que se desarma por el viento, un placer de agua, un cariño ciego, una esquina rota: el fin y la alegría fugaz.
Photo Credits: Dennis Skley