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enrique paniagua
Photo by: Charley Lhasa ©

Humano de segunda clase

Caí en cuenta de que era hispano hasta que puse un pie en Nueva York. Antes de eso, yo era simplemente un humano. Por supuesto, sigo siéndolo, solo que ahora soy uno de segunda clase.

Es un hecho que Nueva York es una ciudad lo suficientemente cosmopolita -y latina- como para disolver buena parte del racismo. También soy consciente de que mi color y rasgos me escudan, en comparación a otros latinos. Ahora, si mi apariencia pudiera crear dudas, mi acento las despeja con un simple hello. Entonces, soy empujado al reino de los hispanos, a la caja a la que pertenezco, a la que tengo que marcar en los documentos oficiales, en donde tenés que identificar tu raza.

Nunca entendí mejor las diferencias raciales como acá. Y con seguridad sería más honroso no entenderlas del todo. Aquí, las venas abiertas del pasado esclavista de los Estados Unidos continúan sangrando. Al menos es lo que percibo en Harlem, otrora refugio de afro-americanos que huían de los estados sureños esclavistas, y comarca icónica del Nuevo Movimiento Negro.

Mis primeros meses en Central Harlem fueron duros. La conflictividad social me absorbía la energía. Las frecuentes discusiones a viva voz, los gimme my money!, la gran cantidad de personas con discapacidades, posiblemente por falta de seguro médico; y tantos otros consumidos en drogas y/o viviendo en la calle, abatían mi espíritu día tras día.

Luego me interné en lecturas sobre la esclavitud, los Estados Confederados, la Gran Migración. Busqué los nombres que llevan las principales avenidas de Harlem, Frederick Douglass y Malcom X, y me enteré sobre Marcus Garvey (vivo al lado del parque que lleva su nombre) y la Asociación Universal de Desarrollo Negro. Finalmente me dejé absorber por Kindred, de Octavia Butler, una maravillosa ficción que pone a una mujer negra de tiempos modernos a vivir las penurias de los tiempos esclavistas. Las imágenes del maestre blanco azotando a los esclavos, los grupos de blancos vapuleando a negros fugitivos, las esclavas violadas por ser infrahumanas, el dolor de la madre esclava que ve partir a sus hijos vendidos; me ayudaron a entender todo mejor.

Comprendí que muchos de mis vecinos son los hijos de los nietos de esos esclavos. He podido interpretar que lo que veo en las calles son materializaciones del sufrimiento heredado, de la intensa humillación y maltrato que históricamente ha sufrido esta población. También, la profundidad de las raíces de la segregación: no se trata solamente de la acumulación de riqueza de los blancos, si no de una sensación de superioridad que aún pervive. Y por supuesto, su antítesis: la carencia de los no blancos y la sensación de inferioridad enquistada en la psique.

Esa reflexión me valió para deducir que los hispanos, por posición económica, por no ser blancos, y por nuestro propio origen, necesariamente entramos en esa histórica segunda clase. Y que, si bien es cierto, en Nueva York podés escribir tu propia historia, esos fantasmas del pasado continúan sosteniendo las murallas de la segregación estructural.


Photo by: Charley Lhasa ©

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