CARACAS: Estaba parada en la orilla de la acera, con el cuerpo sutil encaramado en unos tacones demasiado optimistas y el cuerpo proyectado hacia la avenida, mirando a lo lejos, y una agitación evidente sacudiéndole los hombros delgados. Su cara es una máscara grotesca, una mancha confusa de colores revueltos, donde el rubor exagerado de los cachetes encendidos, el negro alargado de los ojos asiáticos y el rojo chillón de la boca se confunden, en un salpicón horrendo que afea su exótico rostro.
Es “la china”.
Misteriosa y sorprendente, no encaja en la bulla convulsa, mas predecible, del despertar citadino. Parece una caricatura escapada de la pluma irreverente de algún artista, una muñeca de trapo salida de las manos torpes de una costurera inexperta, demasiado llamativa entre la rutina monótona del amanecer caraqueño.
Hoy viste un traje sastre azul oscuro, demasiado ancho para sus huesos sutiles y carga en las manos un hermoso ramo de delicadas rosas rosadas; a su lado, en el piso, descansa un balde asqueroso y chorreante, lleno de algo que huele a basura y un montón de abultadas bolsas de plástico le rozan las piernas. Gesticula agitada, sacudiendo el cabello negro y bien arreglado, ondulado en suaves rizos postizos que le acarician la espalda, al estilo de una noble dama antañona. Sumida en una conversación frenética con algún imaginario interlocutor, agita los brazos y se ríe con una mueca algo salvaje.
La miro con mal disimulada curiosidad. Es una mujer joven y ese maquillaje espantoso más la risa feroz, le dan un aire dolorosamente trágico. Hay algo en ella, algo que no encaja con el entorno. No termino de entender si su atuendo estrafalario y su actitud original responden a la variopinta fauna de esta metrópoli cosmopolita o si mi “china” de las mañanas ha perdido la brújula…
Me recuerda otro personaje de las miles de postales caraqueñas que llenan mi gastada memoria… Me recuerda una viejita que acostumbraba pasar el día entero cerca de una agencia de festejos, muy cerca de la casa. Sentada en la acera, la cabeza envuelta en un enorme turbante, digna como una matrona sin edad, al amparo del sol bajo una sombrilla gigante, contemplaba la nada desde sus ojos muy mansos. Cargaba su vida entera a cuestas, embutida dentro a un delirio de bolsos inmundos que armaba y desarmaba sin paz, en un afán permanente de dominio y ternura.
La llamábamos, por cariño, “Josefita Guacara”, apodo sugerido por mi vecina de Valle de La Pascua – una población del interior de Venezuela – donde, según contaba ella, vivía una loquita con idénticas mañas. No la he vuelto a ver más… Ahora otros personajes han tomado su lugar, integrando esa multitud de rostros “de la calle” que puebla mis días y acompaña mis pasos.
Sigo andando, inquieta, y la curiosidad me muerde otra vez. Volteo a ver a la “china” en el instante exacto en que su flaca silueta se sube a un taxi pirata. Vislumbro un adiós de pétalos rosados y unas ruedas que se esfuman, rápidas, en el tráfico… Me pregunto a donde irá, con sus flores divinas y su cara de espanto… Nunca lo sabré.
Hasta otro día, chinita linda.